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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (32 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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Ken intentó una solución desesperada.

—Déjalo, Philippe, por favor. No me mates. No vas a ganar nada. Si me atas a una columna y empiezas a disparar flechas, te van a ver...

—No me verán. Te voy a encadenar a una de las columnas laterales, las que veíamos el otro día desde la orilla de enfrente. Nadie nos podrá ver, a no ser que lo haga un pescador que navegue río abajo. Pero para cuando pueda avisar a alguien, yo ya habré acabado contigo —dijo mientras situaba a Ken de espaldas a una columna.

Philippe abrió el candado, deshizo algunas vueltas de la cadena y la pasó alrededor de la columna en la que Ken se apoyaba. Entonces se dio cuenta de que el cuerpo de Ken estaba prácticamente recubierto por una coraza férrea que iba a imposibilitar su plan.

—Tengo que dejar algo más de tu cuerpo al descubierto, si no no te voy a poder clavar las quince flechas —dijo.

Ken volvió a vivir un momento de esperanza. Philippe le liberó de parte de su envoltura para dejar zonas de su abdomen y tórax expuestas, pero con tal habilidad que Ken no tuvo tiempo ni de intentar escabullirse.

El arquero se alejó de Ken y montó una flecha en el arco.

—La primera, en la pierna izquierda, como Mantegna —dijo mientras disparaba.

Ken ni siquiera vio venir la flecha que le atravesó la cara externa de la pierna. Sintió un dolor agudísimo. Chilló.

—Seguro que te he atravesado el músculo peroneo lateral largo —proclamó ufano El Anatomista.

Hasta entonces, Ken había creído en sus posibilidades de salvación, pero al recibir la primera flecha tuvo el convencimiento de que iba a morir asaetado a manos de aquel loco. Sólo un milagro del cielo podía salvarle.

Capítulo 48

El helicóptero presidencial salió de Camp David llevando a bordo al presidente y a su esposa. A ambos les encantaba pasar los fines de semana en este lugar, refugio de presidentes y al que Eisenhower había bautizado con el nombre de su nieto. Por desgracia, sólo habían podido permanecer allí veinticuatro horas. Tenían que regresar a Washington, pues al día siguiente habían invitado a la Casa Blanca a un dignatario oriental.

Lyndon Johnson decidió aprovechar el corto vuelo —tan sólo veinte minutos— para cerrar los ojos y repasar mentalmente su situación. Le quedaba muy poco en el cargo. En cuatro meses el país iba a votar un nuevo presidente y no iba a ser él. Estaba harto. A pesar de que Camp David estaba en un paraje montañoso, algo imposible de encontrar en Texas, contaba los días que le faltaban para regresar a su rancho. Había tratado de ser un buen presidente pero sabía que su impopularidad iba en aumento. Sus logros estaban muy por encima de sus fracasos. Su victoria electoral había sido histórica. Más de 15 millones de votos le había sacado a su rival Goldwater. Se había sacudido el yugo de ser el vicepresidente de John Fitzgerald Kennedy y había entradoen la historia como el trigésimo sexto presidente de los Estados Unidos por méritos propios. Su programa «La Gran Sociedad» había beneficiado a muchos de sus compatriotas. En poco más de cuatro años había firmado leyes que habían cambiado la vida de millones de personas. La ley de Derechos Civiles, que Kennedy no tuvo tiempo de promulgar; la Ley de Igualdad de Oportunidades, un paso decisivo contra la pobreza; la Ley de la Seguridad en las Calles, destinada a controlar y prevenir la violencia y el crimen; el establecimiento de Medicare, un seguro médico destinado a proporcionar cobertura sanitaria a las personas de edad; leyes para proteger el derecho a voto, que los negros no podían ejercer en algunos estados del sur; el decreto de ayuda a la región de los Apalaches, una zona muy deprimida, cultural y económicamente; programas de conservación y desarrollo de áreas geográficas en peligro de deterioro, impulsados por su esposa, Lady Bird, una ecologista convencida. Después de todo esto, ¿por qué no le querían? ¿Por qué era tan impopular? Humildemente, reconoció que dos hechos habían marcado su presidencia y ambos le amargaban. A pesar de las leyes sobre derechos civiles, los programas contra la pobreza y el derecho a voto, los ciudadanos de color, como ahora se les llamaba, habían protagonizado disturbios en varias ciudades: Nueva York, Watts —un distrito de Los Ángeles—, Milwaukee, Detroit, Newark y, más recientemente, Washington, tras el asesinato de Martin Luther King. Estaba visto que, hiciese lo que hiciese, los negros no estaban contentos con él.

El segundo hecho todavía le angustiaba más. La guerra de Vietnam. Lo que había empezado como un programa de asistencia militar al Gobierno de Vietnam del Sur durante la presidencia de Kennedy había ido escalando hasta el desembarco de ilos batallones de marines en 1965. Y desde entonces, su país se había involucrado de lleno en una lucha que había provocado la desunión entre sus conciudadanos. Si bien es verdad que los más de nueve mil estadounidenses muertos el año anterior era una cifra muy alta, él estaba convencido de que la guerra debía proseguir hasta la victoria total. No obstante, se enorgullecía de haber propiciado la iniciación de las conversaciones de paz con el Vietcong que se estaban celebrando en París. Su secretario de Defensa, Robert McNamara, le apoyaba y el general Westmoreland no dejaba de decir que ya veía la luz al final del túnel, pero su postura belicista acarreaba medidas impopulares. Por de pronto, ciento cincuenta mil estudiantes graduados iban a ser reclutados durante el próximo año. Las protestas estudiantiles, por tanto, no iban a disminuir, sino todo lo contrario. Pero a él esto ya no le importaba. Desde aquel día de marzo en que había decidido y anunciado que no se presentaba a la reelección, dormía mucho más tranquilo. Bien era cierto que algunos de su gabinete le habían advertido que una escalada en la guerra sería políticamente inasumible y militarmente imposible. Pero fue la súplica de su esposa de que no se presentase lo que pesó más en su decisión.

Johnson miró enternecido a su esposa, que dormitaba en el asiento frente a él. Tenían todavía bastantes años por delante. Ya se encargaría el vicepresidente Humphrey de vencer a aquel liberal McCarthy, que se oponía sin ambages a la guerra, y presentarse a las elecciones presidenciales como candidato demócrata.

El presidente dejó de cavilar. Echó un vistazo a su alrededor. Dos agentes del Servicio Secreto estaban unas filas más atrás. El helicóptero, un Sikorsky «Sea King», tenía todas las comodidades dignas de un presidente y estaba dotado de un sistema de comunicación que se conectaba directamente con la centralita de la Casa Blanca. Más de una llamada importante había hecho desde el aire, viajando a más de doscientos kilómetros por hora. Miró a través del amplio ventanal del aparato. Comenzaban a verse luces debajo de ellos. Se acercaban a Washington. Como si le hubiese leído el pensamiento, el piloto anunció por los altavoces:

—Señor presidente, en cinco minutos estaremos en la Casa Blanca.

El helicóptero sobrevolaba el río Potomac. Aminoró la velocidad y comenzó un lento descenso.

Capítulo 49

Ken había recibido ya cuatro flechas. La segunda y la tercera se habían clavado en su muslo derecho. La cuarta, en el izquierdo. Sentía un dolor atroz. Aterrorizado, oyó cómo su verdugo le anunciaba la quinta diana.

—Ahora, vamos a por el abdomen.

Philippe cargó otra flecha y, tensando el arco, la soltó. Al llegar al cuerpo de Ken, chocó contra la cadena y se desvió.

—¡Maldición!, tendré que afinar más la puntería —profirió Philippe, mientras sacaba otra flecha de su carcaj. Su atención se distrajo por un ruido que provenía del cielo.

—¿Qué es esto? ¿De dónde sale este ruido? —dijo desconcertado.

El presidente miraba por la ventanilla. El helicóptero pasó a menos de cien metros del monumento a Jefferson que estaba tenuemente iluminado. Por consejo de su esposa había sugerido al Departamento de Parques que redujesen la iluminación de los monumentos emblemáticos de la capital con el fin de ahorrar energía. Sin embargo, la blancura del edificio contrastaba con la oscuridad que lo envolvía. Excepto en un punto. Parecía una mancha negra junto a una de las columnas. Aunque no se movía. Aguzó la vista. Había algo o alguien más, cerca de la mancha. Cogió el teléfono que comunicaba con la cabina.

—Steve —ordenó al piloto—. Baja más y dirige tu foco al monumento. He visto algo raro.

Inmediatamente, la columnata quedó iluminada por un potente haz de luz. Johnson volvió a mirar y vio que la mancha negra tenía alrededor algo que brillaba bajo la luz del foco.

—¡Dios mío, es una cadena! ¡Hay un hombre encadenado a una columna!

Los hombres del Servicio Secreto se levantaron y miraron hacia abajo. Uno de ellos fue corriendo hacia la cabina del helicóptero.

—¡Rápido, conecta con la Policía Metropolitana! ¡Hay un hombre encadenado en el monumento a Jefferson! —dijo al piloto.

Este tomó la radio y puso en el dial la frecuencia de la policía.

—Aquí Marine One, aquí Marine One, ¿me reciben?

—Adelante, Marine One, le recibimos.

—Tenemos al presidente con nosotros. Hemos avistado un hombre encadenado en el monumento a Jefferson.

—Les habla el teniente Lyons. Ahora mismo vamos para allí.

—Roger, corto y cierro —dijo el piloto.

El teniente Lyons todavía no se había estrenado desde que había pasado a formar parte del cuerpo especial de la Policía Metropolitana al servicio del presidente. Deseaba entrar en acción.

—Vamos —ordeno a sus hombres.

La patrulla salió a toda velocidad en dirección al monumento a Jefferson.

Philippe estaba furioso. En ningún momento su plan había previsto la aparición de un helicóptero. Además, se estaba acercando. La semioscuridad que le había protegido hasta ahora había quedado rota por un tremendo foco que venía de lo alto. Lanzó de nuevo otra flecha, pero ésta volvió a rebotar en la cadena.

—Me voy a saltar el abdomen y el tórax. Voy a ir directamente a las dos últimas flechas —anunció a Ken.

Éste no entendía muy bien lo que estaba pasando. Había perdido bastante sangre, estaba desfallecido, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que el milagro del cielo que le podía salvar estaba a punto de producirse.

Philippe cargó nerviosamente su arco. El helicóptero estaba encima de ellos, a menos de cuarenta metros. Una sirena comenzó a escucharse, cada vez más cerca.

Desesperado, Philippe miró hacia arriba. La luz le cegó. Aun así, pudo distinguir el enorme aparato de seis toneladas que sobrevolaba por encima de su cabeza. Apuntó al helicóptero y disparó la flecha. Ésta llegó a contactar con el fuselaje sin apenas fuerza, pero produjo un ruido sordo.

El piloto tomó de nuevo la radio.

—¡Aquí Marine One, aquí Marine One! ¡Nos han disparado! ¡Nos han disparado una flecha! —oyó el teniente Lyons cuando llegaba al aparcamiento del monumento. Sacó del maletero del coche un rifle Remington 700, un modelo especial para la policía, y corrió hacia donde se concentraba el haz de luz. Vio en medio de él a un individuo alto y fornido, que, armado con un arco, apuntaba hacia el helicóptero presidencial. Lyons se detuvo. Apunto con el rifle y disparó. La bala, calibre 22, salió del cañón a más de novecientos metros por segundo e impactó en la espalda de Philippe, destruyéndole dos costillas y medio pulmón izquierdo. Sorprendido, se volvió y apuntó su arco hacia Lyons, quien no dudó en dispararle por segunda vez. La nueva bala penetró en el pecho de Philippe atravesando el esternón y reventándole el cayado de la aorta. Cayó al suelo. Muerto. El Anatomista había sido abatido.

—¡Por Dios! Pero si es Ken —dijo el teniente Lyons acercándose a la columna—. ¿Qué te ha pasado?

Ken esbozó una sonrisa y se desmayó sin enterarse de que el presidente Johnson, aquel hombre al que despreciaba, le había salvado la vida.

Epílogo

20 de julio de 1969

Un año después

Ken y Eloïse estaban sentados en un sofá del apartamento de Ken, viendo la televisión.

—¿Te das cuenta, cariño, de que estamos siendo testigos de un hecho histórico? —preguntó Eloïse, mientras observaban cómo el astronauta Neil Armstrong descendía por la escalerilla del módulo espacial y pisaba por primera vez la superficie lunar.

Desde la muerte de Philippe, habían ocurrido muchas cosas no sólo en su entorno, sino también en el mundo.

La relación entre ambos se había afianzado y, desde enero, Eloïse estaba viviendo con Ken en el apartamento de Dodge Park.

A pesar de que las heridas no le permitieron volver a trabajar hasta octubre, el hospital le había mantenido su puesto y desde hacía veinte días era el jefe de residentes.

Claudio y Sandra continuaban enamoradísimos. Los padres de él habían venido por Navidades a visitar a su hijo y éste les había presentado a Sandra como su novia. La madre había hecho una mueca reprobatoria pero el padre no había podido ocultar su orgullo, salpimentado con un toque de envidia, ante la voluptuosidad de la joven.

El marido de Gladys había sido despedido del trabajo por gandul y ella se había vuelto a Puerto Rico con los críos.

Rasheed Ahmad ya no estaba en el hospital. Tras un altercado con su novia durante una fiesta, en el que había mostrado su peor lado machista, Judy Smyth había roto con él. Sin el apoyo del senador, el hospital le había negado continuar en su puesto y había acabado trabajando en un pequeño hospital a las afueras de Cincinnati. Eso sí, con su Cadillac.

La guerra de Vietnam continuaba. Durante 1968, habían muerto 14.589 soldados estadounidenses. También proseguían las conversaciones de paz en París. Las dos partes ya habían llegado a un acuerdo en el número de puertas que debía tener la sala de reuniones y en la forma de la mesa alrededor de la cual se tenían que sentar los negociadores.

La Primavera de Praga había acabado mal. El 20 de agosto anterior, 4.600 tanques y 165.000 soldados del Pacto de Varsovia habían invadido Checoslovaquia. Dubcek fue llamado a Moscú y volvió a su país, todavía ocupado por las tropas, con un documento en el que se recortaba la mayoría de los logros obtenidos, entre ellos la libertad de prensa. Fue destituido de su cargo de secretario general del Partido Comunista checo el anterior abril.

De Gaulle no quiso que se volviesen a levantar los adoquines durante las revueltas y ordenó asfaltar todas las calles adoquinadas del Barrio Latino. A pesar de haber ganado las elecciones presidenciales, dimitió tras perder un referéndum en el que proponía reformas constitucionales.

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