El visitante cogió el cadáver, lo enderezó y ató sus muñecas al marco cuadrado de hierro de la entrada del dormitorio. La ausencia de mano le obligó a apretar mucho la atadura izquierda. A continuación entreabrió las piernas y ató los tobillos al marco de hierro. Miró el resultado y sonrió satisfecho. Había recreado una obra universal con un cadáver mutilado.
Mientras abandonaba el apartamento, en el televisor un hombre disfrazado de soldado decía con cerrado acento alemán: «Verrry interrresting».
—Ken, será mejor que vengas —dijo el teniente Lyons al otro extremo del teléfono—. Tenemos otro asesinato ritual. El hombre ya está muerto pero quiero que vengas. Y tráete tu máquina de fotos. No creo que hayas visto nunca una cosa igual. Ahora te mando un coche patrulla.
Ken fue al aparcamiento del hospital, sacó la máquina Polaroid de dentro de su Volkswagen y se plantó en la puerta de Urgencias, esperando la llegada del coche de la policía. Al cabo de un momento, éste llegó.
—Suba, doctor —dijo el agente.
Se encaminaron hacia la parte oeste de la ciudad y pasaron por delante del hospital de la Universidad George Washington. Ken recordó que Claudio le había confesado que aquél era el hospital donde le habría gustado entrenarse. Se detuvieron a escasos metros del hospital, en la calle 24. Dos coches de policía estaban aparcados delante de un bloque de apartamentos donde se alojaban una gran mayoría de residentes y enfermeras del hospital. A Ken le sonaba el edificio. Había estado en él, aunque no recordaba cuándo. Subieron al segundo piso, donde les recibió el teniente Lyons.
—¿Qué pasa, teniente?
—Ken, tenemos otra crucifixión.
—¿Qué?
—Sí. Han matado a un hombre y lo han crucificado. Como al otro, el del Wharf.
Ken entró en el apartamento. La visión era macabra. Un hombre de pelo largo estaba colgado en la entrada del dormitorio. Sus brazos estaban ligeramente elevados por encima de la horizontal, sus muñecas atadas con un fino bramante a la estructura de hierro —un cuadrado dentro de un círculo— que enmarcaba la entrada al dormitorio. Sus piernas entreabiertas habían sido también ligadas a la estructura metálica. Ken tomó una foto. Arrancó la lámina protectora y poco a poco fue apareciendo el resultado en el papel fotográfico. La visión le remitió a sus días de universitario, por cuanto reconoció en el macabro montaje un dibujo de Leonardo da Vinci que había estudiado en las clases de arte de la universidad.
Se acercó al cadáver y observó dos detalles estremecedores. Por una parte, la cuenca del ojo derecho estaba vacía. Por otra, le habían amputado la mano izquierda.
El teniente se le adelantó.
—Le han vaciado un ojo y le han cortado una mano.
Ken se acercó más. La cara del muerto le era familiar. Además, estaba seguro de que había estado antes en aquel, apartamento. Le había llamado la atención el cuadrado y el círculo de hierro en la entrada del dormitorio.
—¿Saben quién es?
—Sí. Es un cirujano del hospital de ahí al lado. Lo encontró el conserje, que venía a hacer una fumigación rutinaria. Se llamaba Jack Drummond.
Claro, Jack Drummond. Ken lo había conocido cuando acudió a dar una charla en su hospital unos años atrás.
—¿Lo conocías? —preguntó Lyons.
—Sí. Lo conocí hace unos años. Vino a mi hospital y nos caímos bien. Estaba en trámites de divorcio y montó una fiesta en este apartamento, a la que me invitó. Lo acababa de alquilar. Lo recuerdo muy bien porque me hizo gracia la forma en que habían dividido el salón del dormitorio. Después de aquel día, ya no supe más de él.
—Pues ahí lo tienes, muerto y crucificado.
Ken examinó el cadáver.
—Venga, teniente. Pongamos en práctica todo lo que nos enseñó Roddy el otro día.
Inspeccionaron el cuello y observaron una marca fina y profunda que el bramante había dejado en el cuello de Jack.
—Parece que ha sido estrangulado con una cuerda fina —dijo. Dirigió sus ojos a las ataduras del cadáver—. Posiblemente usaron lo mismo que para atarle a esta estructura. —A continuación, levantó el párpado izquierdo y observó la conjuntiva del ojo—. Fíjese, teniente. Tiene múltiples manchitas hemorrágicas en el globo ocular. Roddy nos dijo que esto era típico de la estrangulación.
—Se llaman petequias —dijo el teniente—. Y si te fijas, también las tiene en el cuello y en los párpados. Creo que hay suficientes datos como para asegurar que este desgraciado murió estrangulado.
—Estoy de acuerdo, teniente. Pero yo no diría que ha sido crucificado.
—¿Ah, no? ¿Y cómo llamas a esto? —preguntó Lyons señalando el cadáver.
—Ha sido colgado, como los ladrones que acompañaron a Cristo en el suplicio.
Ken decidió demostrar al teniente que la compra del libro sobre las crucifixiones no había caído en saco roto.
—Claro. No lo pudieron crucificar porque, entre otros detalles, no tiene mano izquierda para clavarle clavos —indicó Lyons.
—Teniente, le podría dar una conferencia sobre las distintas formas de clavar los clavos a un crucificado. En esta ocasión han representado un dibujo de Leonardo da Vinci muy conocido, aunque no recuerdo el nombre.
Un policía que estaba registrando el apartamento les interrumpió.
—Teniente, aquí no hay nada sospechoso. Tan sólo restos de comida mexicana, una cerveza casi vacía, un tenedor y una cucharilla de postre.
A Ken se le encendió una luz en el cerebro.
—¿Una cucharilla? ¿Tenía restos de comida?
—No. Estaba en el fregadero.
—Ken, ¿en qué estás pensando? —sonó receloso el teniente.
—¿Usaría una cucharilla de postre para comer enchiladas?
—No.
—En cambio, es el instrumento ideal para enuclear un ojo.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un truco que nos enseñaron en prácticas de patología, en la facultad.
El teniente se dirigió al policía.
—Coge la cuchara con cuidado y que busquen huella^ dactilares.
El policía continuó su inspección. De pronto, soltó un grito de angustia.
—Teniente, mire esto.
Otro hallazgo macabro. En un rincón, encima de una mesita, apareció la mano del muerto. En su palma reposaba el ojo extraído.
—¡No lo toquéis! —dijo Lyons.
Ken se aproximó y la miró. Con un lápiz la movió ligeramente, observando el borde cortado. Luego se dirigió al cadáver y observó también el extremo del brazo por donde se había hecho la amputación.
—Teniente —dictaminó—, no sé quién puede haber hecho esto ni si ha sido el mismo que hizo la crucifixión, pero lo que le puedo asegurar es que quien lo ha hecho sabe bastante anatomía.
—¿Por qué lo dices?
—Fíjese en el corte de la mano.
—¿Qué le pasa?
—No ha sido realizado de una manera burda. De hecho es lo que se llama una desarticulación.
—¿Y qué diablos es eso?
—Hay un corte limpio en la piel, como si se hubiese hecho con un bisturí, y los huesos de la muñeca han sido separados de los del antebrazo, justo a nivel de la articulación. Un trabajo bien hecho.
—¿Y por qué habrá cortado la mano y le habrá puesto el ojo dentro?
—Eso tendrá que averiguarlo usted. Para algo es el detective. Pero a mí me parece que hay un mensaje oculto en todo esto.
—¿De qué tipo?
—No lo sé, pero parece un ritual macabro con el que el asesino ha querido dejar su impronta.
—¿Como en el caso del crucificado del Wharf y Salvador Dalí?
—Algo parecido. Por cierto, ¿no hay ningún papel escrito esta vez?
—No hemos encontrado nada. Bien, Ken. Ya no te necesitamos más aquí. Vuelve al hospital y ya te mantendré al corriente de nuestras averiguaciones.
Al llegar al hospital, Ken le contó a Claudio su experiencia en el apartamento de Jack Drummond.
—Por Dios, ¿otro crucificado? —dijo Claudio.
—Bueno, no estaba realmente crucificado. No le habían clavado las manos, mejor dicho, la única que le quedaba, y estaba atado a una estructura de hierro que no tenía forma de cruz. Parecía un dibujo de Leonardo da Vinci. —Recordó que había tomado una foto—. ¿Lo quieres ver?
—Sí. Déjamelo ver.
Sacó la foto Polaroid y se la pasó a Claudio. Este dio un respingo.
—¡El hombre de Vitrubio!
—Exacto. No podía recordar su nombre.
—Es un dibujo a pluma muy famoso de Leonardo da Vinci. Está en Venecia. Tiene que ver con las proporciones del cuerpo humano. Además, el hombre también tiene el pelo largo. En el dibujo original hay dos brazos y dos piernas más. Los brazos están en cruz y las piernas verticales. Leonardo metió la figura humana dentro de un cuadrado y de un círculo para mostrar la proporción del cuerpo humano con relación a la distancia entre las puntas de los dedos y la altura total, con dos posiciones de brazos y piernas distintos.
—El teniente Lyons creía que lo habían crucificado.
—En absoluto. Es el dibujo de un ser humano, vivo, de pie, con los brazos en cruz.
—¿Y qué significado puede tener?
—Aparte de ser un estudio de las proporciones de la figura humana, no se me ocurre ningún otro significado.
—Voy a llamar a mi padre. Es profesor de Arte en Columbia. No creo que haya salido todavía a dar su clase.
Desde un pequeño despacho Ken llamó a su padre.
—Papá, tengo otro cuadro para ti.
—¿De qué se trata?
—Otro asesinato. Y parece que también representa un cuadro. Bueno, técnicamente es un dibujo. Es el hombre de Vitrubio, de Leonardo.
—Es un dibujo muy conocido. ¿Está con los brazos abiertos y las piernas separadas?
—Sí. Y se encontraba dentro de una estructura metálica formada por un cuadrado y un círculo.
—No hay duda. Es el hombre de Vitrubio.
—¿Y qué significado tiene?
—Es un canon, es decir, un estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano. El ombligo se sitúa en el centro del círculo. Leonardo hizo el dibujo siguiendo las proporciones que había enunciado Vitrubio, un arquitecto romano.
—¿Sabes si lleva algún mensaje implícito? Esta vez no había ningún papel.
—No se me ocurre ninguno.
Ken recordó el detalle de la mano y el ojo.
—Además, al pobre hombre, que por cierto era un cirujano que conocía, le han amputado una mano y arrancado un ojo.
—¡Qué horror! ¿Y por qué?
—No lo sé. Pero aparecieron encima de una mesita, la mano aguantando el globo ocular arrancado. Nauseabundo.
—¿Una mano con un ojo dentro?
—Sí.
—Ken, eso sí que es un símbolo.
—¿De qué?
—De muchas cosas. Es un símbolo ancestral que aparece en muchas culturas y muy dispersas. Del Mediterráneo a los indios del Medio Oeste.
—No me ayudas mucho.
—Bueno, es que es así. Simboliza muchas cosas. Haremos lo siguiente. Tengo un libro que habla extensamente sobre este símbolo y otros. Lo consultaré y te llamaré cuando sepa algo más.
—¿Estás seguro de que podrás encontrar el libro? —ironizó Ken, recordando el montón de cajas con libros, todavía por desembalar.
—No te rías, Ken. No sabes el problema de espacio que tengo. Por cierto, quería decirte que por aquí, en la universidad, las cosas no están bien. Hay muy mal ambiente y se palpa una enorme tensión.
—Pero ¿por qué?
—Tiene que ver con grupos pacifistas, estudiantes rebeldes y otras gentes de mal vivir.
—Pues cuídate, papá.
Ken colgó con cierta preocupación. Sabía, por la prensa, que se habían convocado manifestaciones en la Universidad de Columbia. Acto seguido, llamó al teniente Lyons.
—Teniente, estoy seguro de que no estaba crucificado.
—¿De qué me hablas?
—De Jack Drummond. Lo colgaron del marco del dormitorio para que pareciese un cuadro de Leonardo da Vinci.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo reconocí tan pronto como lo vi, pero Claudio Simone, el interno italiano que trabaja conmigo, y mi padre me lo han confirmado. —Una idea cruzó la mente de Ken—. Teniente, se me ocurre que quien lo hizo debía de conocer el apartamento de Jack. ¿De qué otra forma podía saber que había un marco con un cuadrado y un círculo?
—Bueno, esto reduce el círculo de sospechosos a dos cicutas o trescientas personas. Me he estado enterando y por lo visto el party al que tú asististe no fue el último. Los daba continuamente. Le gustaba rodearse de gente, en especial del sexo femenino.
—Mi padre me ha dicho que el ojo en la mano es un símbolo.
—¿De qué?
—De muchas cosas. Consultará sus libros y me lo dirá.
—Escucha, Ken. Tienes que averiguar algo sobre este dibujo de Leonardo. Qué significa, qué mensaje conlleva. Yo no tengo tiempo para esto. ¿Te puedes ocupar tú?
—¿Y dónde quiere que lo busque? No es tan fácil.
—Ken, estás en Washington. Aparte de tener asesinos majaretas que recrean cuadros con los muertos, contamos con muchas otras cosas, entre ellas la Biblioteca Nacional de Medicina. ¿Crees que allí podrías encontrar algo?
—Teniente, es una gran idea —admitió Ken—. Pediré permiso al doctor Nichols para ausentarme un día de mi trabajo y averiguar lo que pueda sobre el hombre de Vitrubio.
—¿Y quién cojones es ése?
—El del dibujo de Leonardo. Lo llaman así. Por lo visto está basado en uno parecido que había hecho un arquitecto romano llamado Vitrubio.
—Bien. Le diré a mi jefe que llame al director de la biblioteca diciendo que eres uno de los nuestros para que te faciliten la investigación.
—Gracias, teniente.
Ken colgó. La Biblioteca Nacional de Medicina. Siempre había deseado visitarla y ahora lo iba a hacer con todos los honores.
Aquella noche, Ken llegó a su apartamento dando un rodeo. Evitaba encontrarse con Gladys. Se sentía acosado por aquella mujer y si bien su encuentro sexual con ella había sido de lo mejor que recordaba, no quería involucrarse en ninguna relación, por superficial que fuera. Además, la había visto salir de más de un apartamento, atusándose el pelo y portando un sobre grande de fotografías. Por lo visto, el truco de sus desnudos había funcionado con más de uno y Ken estaba convencido de que él no era el único residente del complejo que se la había pasado por la piedra.
Llamó a su padre. No esperaba que tuviese lista la información que le había pedido, pero había detectado un deje de preocupación por su parte y su padre no era persona que se dejase amilanar fácilmente.