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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (8 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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Capítulo 11

EL Volkswagen salió de la ciudad por la ruta 1, en dirección norte, y marchó hacia Hyattsville, donde se ubicaba el centro comercial Prince Georges Plaza. Ken aún no lo conocía pero se lo habían recomendado como el mejor de la zona. Los domingos cerraban a las seis. Llegó a las seis menos diez. Se dirigió a la librería Brentano's, directamente a la sección de arte. Lo primero que vio fue un libro sobre Dalí, lujosamente encuadernado, con una cubierta dorada. Lo abrió y pasó las hojas con rapidez. En la página 111 encontró lo que buscaba.
El Cristo de san Juan de la Cruz,
que el asesino del Wharf había recreado. No se apreciaba ningún clavo. Incluso parecía como si las manos no tocasen la cruz, pero todos los demás detalles coincidían con la imagen de su foto: la posición del cuerpo visto desde arriba, la barca al pie del cuadro, el papel clavado en la madera.

Ken miró el precio del libro: 35 dólares. Un poco caro para su salario. Además, ya había visto lo que quería. Preguntó por el tratado de Yves Jablin y una dependienta, ya un poco inquieta por la hora de cierre, se lo facilitó. Ken lo hojeó. La calidad distaba mucho de la del libro de Dalí. Las reproducciones eran en blanco y negro pero había tantas que Ken consideró que, si realmente quería saber sobre crucifixiones, aquél era el libro a comprar. El precio, 14,99 dólares, era asequible. Se dirigió a la caja, a punto de cerrar, y al pagar cogió también un ejemplar de
Playboy,
que estaba dentro de una bolsa de plástico cerrada para evitar que los curiosos la hojeasen.

Llegó a Dodge Park. Antes de llegar a su apartamento se cruzó con Gladys, que venía de tirar la basura.

—Hola, guapo. ¿De dónde vienes?

—De una librería.

—¿Y qué libro has comprado? ¿El
Kamasutra,
para que practiquemos un rato? —A Ken le desarmaba el desparpajo de aquella mujer—. Si quieres, después de acostar a los niños te puedo hacer una visita.

—No, Gladys. Tengo cosas que hacer.

—Tú te lo pierdes —dijo la mujer mientras se alejaba contoneándose.

Tras una cena rápida, Ken se dispuso a estudiar el libro. Por el índice de ilustraciones, vio que había más de cuatrocientas reproducciones de cuadros sobre la crucifixión de Cristo. Lo primero que aprendió fue que en cada uno de estos cuadros el autor elige, según sus preferencias o las tendencias estéticas de la época, representar a Cristo muerto o vivo, y dentro de este último grupo, agonizando o claramente consciente. Esta particularidad se remonta incluso al siglo XII, donde algunos crucifijos muestran al crucificado con los ojos abiertos. Más adelante encontramos Cristos agonizantes e, invariablemente, con el cuerpo torcido, cuyo paradigma es el Cristo de Cimabue, el que fuera maestro de Giotto. No es hasta el Renacimiento cuando la figura de Cristo comienza a parecer real, ya que deja de ser un motivo religioso para convertirse en uno pictórico. El artista ya no pinta al hijo de Dios sino a un hombre semidesnudo sufriendo. Por ello, el tema de la crucifixión ha sido abordado por muchos pintores desde el Renacimiento, pasando por el Barroco, hasta nuestros días.

Durante los siglos XIII y XIV, los artistas se dedicaron a pintar crucifixiones en las que el tormento de la cruz era el tema principal del cuadro, pero no el único. Guerreros con armaduras, soldadesca jugando a los dados, transeúntes y curiosos se entremezclan con otros protagonistas de la pasión —María, san Juan y la Magdalena— en obras en las que no faltan caballos, lanzas y ángeles sobrevolando la escena. Son cuadros multitudinarios y coloristas, como los de Van Eyck, Tadeo Gaddi, Birago, Ferrari, Gatti y Paolo Veronese. Algunos añaden al fondo la vista de una ciudad, caso de Mantegna y Bramantino. Muchos de ellos representan no sólo a Cristo, sino también a los dos ladrones, Dimas y Gestas, crucificados junto a él.

A Ken le llamó la atención que, en muchos de estos cuadros, los ladrones no estaban clavados a la cruz, sino atados, a pesar de que en el Evangelio no se hace mención explícita de este hecho. En la crucifixión de Antonello da Messina, los ladrones están atados a unos árboles secos, en vez de a cruces.

Algunos, como Fra Angélico, quien pintó muchas crucifixiones, el Greco, Perugino, Bassano o Delacroix, con su impresionante realismo, representan a Cristo con dos o tres personajes al pie de la cruz. En ellos, la Virgen lleva, por lo general, una túnica azul. Paolo Veronese y Tiziano pintan la crucifixión sobre un cielo oscuro, de acuerdo con el relato evangélico. Algunos —El Greco, Vasari, Rafael, Gaddi y Giotto— pintan unos ángeles recogiendo la sangre que mana de las heridas de Cristo, en clara alusión a la eucaristía. Otros —Fra Angélico, Pieter Kempeneer y Rubens— reproducen el momento en el que el centurión Longinos clava la lanza en el costado de Cristo.

Pero lo que más impresionó a Ken fueron las reproducciones de los cuadros en los que Cristo aparece solo. Obras de Velázquez, Murillo, Bellini, Van Dyck, El Greco, Zurbarán y Goya en las que todo el genio del pintor se muestra sin necesidad de efectismos. Pura técnica pictórica, sin más, con un dominio total de los juegos de luces y sombras. El autor del libro criticaba la crucifixión de Goya. Aceptaba que la cara de Cristo es la perfecta representación de un agonizante, pero la postura del cuerpo no invita a la emoción que pueden despertar otras obras suyas. Es una postura falsa, impropia de un crucificado. La mirada de Ken se dirigía, en cada cuadro, a los clavos de las manos. En todos, éstas se hallaban atravesadas a nivel de la palma. Recordó un comentario de su padre y buscó las obras de Rubens en el índice. Encontró tres. En la primera, una magnífica crucifixión en la que los dos ladrones también aparecen atados a la cruz, los clavos estaban en la base de la mano, no en la palma. En la segunda,
La elevación de la cruz,
un tríptico en el que aparecían hombres musculosos haciendo un esfuerzo para izar a Cristo en la cruz, los clavos estaban a nivel de la muñeca. En la tercera, los clavos también atravesaban el carpo.

Ken siguió buscando. En una crucifixión de Van Dick, también los clavos atravesaban las muñecas en vez de la palma de la mano, tal como había dicho su padre. Encontró un cuadro desgarrador debido al pincel de Matthias Grünewald. Era un tríptico del altar de Isenheim. En el retablo central, un Cristo agonizante tiene el cuerpo totalmente marcado por la flagelación, con espinas clavadas sobre él, como si se hubiesen desprendido de la corona. Sus manos, con los dedos abiertos y algo contraídos, evidencian dolor y sufrimiento.

Ken se fijó en los clavos: ¡el de la mano izquierda atravesaba la madera y salía por la parte posterior de la cruz! Sin duda, era la crucifixión más terrible que Ken había visto.

Continuó buscando. Dos crucifixiones le llamaron la atención. En ambas, el cuerpo de Cristo aparecía casi descolgado. Era una visión nueva, chocante, que se apartaba de la habitual. En una, de Nikolai Ge, los pies estaban sin clavar, lo que hacía que el cuerpo quedase suspendido por las manos. En otra, de Giovanni Battista Langetti, los brazos estaban en posición casi vertical. En ambos cuadros, los clavos atravesaban el espacio interóseo entre el radio y el cubito, como en el crucificado del Wharf. ¡Por fin lo había encontrado! No podía establecer ninguna conexión puesto que Langetti era del siglo XVII y Nikolai Ge de finales del XIX, pero el hallazgo confirmaba que no era desbarrado colgar a un crucificado clavándolo a la cruz a través de las muñecas en vez de las palmas de la mano. Anatómicamente, era mucho más seguro.

El último capítulo del libro estaba dedicado a crucifixiones del siglo XX. Curiosamente, a pesar de que las tendencias y gustos pictóricos habían ido cambiando desde el Barroco, todavía algunos pintores habían pintado crucifixiones desde el comienzo de siglo. Graham Sutherland pintó más de una. En la de Emil Nolde, de 1912, los personajes que rodean las cruces van grotescamente maquillados. Un año después, Max Ernst pintó otra crucifixión con dos mujeres vestidas con ropas contemporáneas. Franz von Stuck cambió la cruz por dos maderos en T. A sus pies, un hombre sostiene a una mujer vestida de azul, inequívocamente la Virgen. Otto Dix, Georges Rouault y Picasso pintaron crucifixiones coloristas durante el periodo de entreguerras. Renato Guttuso, un italiano que combatió al fascismo con sus cuadros, pintó también una provocadora triple crucifixión —de nuevo con los ladrones atados— en la que aparece María Magdalena desnuda. Y, desde luego, Salvador Dalí. En su
Cristo de san Juan de la Cruz,
que sirvió de modelo para el asesino del Wharf, no se advierten los clavos, e incluso parece como si las manos no estuviesen en contacto con la cruz. En otro cuadro gigantesco titulado
Corpus hypercubus,
un Cristo ingrávido, con el cuerpo en hiperextensión y las manos agarrotadas, flota delante de una cruz formada por ocho cubos superpuestos. A sus pies, Dalí retrató a su mujer Gala. Y en otra crucifixión de 1965 se permitió la licencia de situar la herida de la lanza en el costado izquierdo.

«Menudo empacho de crucifixiones. Necesito desahogarme», pensó Ken cerrando el libro.

Se metió en la cama y cogió el
Playboy.
Rasgó la funda de plástico y comenzó a hojearlo. En la portada aparecía una mujer con la espalda desnuda en la que estaba pintada la cabeza de un conejo con corbata de pajarita, logotipo de la revista. Era la presentación de un reportaje del interior sobre arte corporal en el que se mostraban diferentes chicas desnudas con diversos motivos pintados sobre su cuerpo: un mapa de la ciudad de San Francisco, un billete de un dólar o un bikini simulado.

Otro reportaje mostraba escenas no vistas —eufemismo de censuradas— de
Barbarella,
la última película de Jane Fonda.

En la foto desplegable de la página central aparecía la Playmate del mes, una preciosa morena de Pasadena, de pechos enormes, completamente desnuda, sosteniendo una guitarra. La revista persistía en buscar chicas con cuerpos espectaculares sin acudir a agencias de modelos; las elegía entre la población corriente y moliente. Muchas de ellas habían accedido a la página central por fotografías que novios, amigos, o incluso madres, habían enviado a la redacción. Los editores de la revista se ufanaban de que la Playmate podía ser «la vecina de al lado», aunque Ken nunca había tenido —ni conocía a nadie que hubiese tenido— una vecina que pareciese una Playmate. Además de la foto central, el reportaje incluía varias fotos más, tomando un baño de espuma, mirando lánguidamente por una ventana o retozando en su dormitorio.

—¿Cuándo se atreverán a mostrar el vello pubico? —se preguntó Ken.

No pudo dejar de comparar aquellas fotos, artísticas, en color, producidas en un estudio, a las que le había mostrado Gladys, en blanco y negro, de ambiente sórdido, mostrando los genitales sin pudor. Su cuerpo, sin embargo, no tenía nada que envidiar al de la Playmate, pero ésta mostraba una inocencia picante mientras que Gladys destilaba lujuria.

Un chiste a toda página llamó su atención. Representaba a un individuo en una cama de hospital, rodeado de máquinas que le mantenían artificialmente vivo. Un respirador, una máquina de diálisis renal, una bomba circulatoria, una sonda de alimentación permanente. A sus pies, un reportero, bloc en mano, le hacía una entrevista. El texto del pie decía: «Y dígame, míster Simpson, ¿cuál es el secreto de su longevidad?».

A Ken le gustó el chiste pero no el mensaje que llevaba implícito. ¿Llegaría el día en que se mantendría artificialmente viva a una persona, sin ninguna posibilidad de recuperación y con las funciones cerebrales abolidas? Deseó que ese día no llegase. Por lo menos, él no había estudiado medicina para eso.

Recordó entonces la carta de Bob Rogers que su padre le había traído. Se levantó de la cama, la buscó en el bolsillo de su americana y se puso a leerla. A medida que lo hacía, sentía cada vez más fuerte un nudo en la boca del estómago. Lo que Bob le contaba era atroz. El 16 de marzo, la compañía Charlie, de la undécima brigada ligera de Infantería, a la que Bob pertenecía, había iniciado una ofensiva de «limpieza» y habían entrado en una aldea llamada My Lai. Allí, según explicaba Bob, las tropas habían comenzado una orgía de sangre, matando gratuitamente a cerca de quinientos aldeanos indefensos. Todo ser viviente, sin distinción de edad ni sexo, fue víctima de aquella locura. Jóvenes, ancianos, niños, incluso bebés fueron asesinados a sangre fría. Algunas mujeres fueron violadas. Incluso mataron al ganado y lo echaron a los pozos de agua con objeto de contaminarlos. Según Bob, algunas compañías se negaron a participar pero la crueldad y el ensañamiento de que hicieron gala los que participaron le hacían sospechar que muchos estaban drogados. Ken sabía que la marihuana era una fiel compañera de las tropas que combatían en Vietnam.

Bob terminaba diciendo: «No podía asistir a la masacre sin hacer algo. Con dos compañeros más, nos enfrentamos a unos soldados y conseguimos salvar a doce campesinos. Es un pobre balance, considerando el recuento total de víctimas, pero lo cierto es que ha abierto una enorme brecha entre nosotros. Hay personas a las que nunca podré volver a mirar a los ojos.

»Por favor, mantén esto en silencio. Mi carta es una válvula de escape porque necesitaba contárselo a alguien, pero aunque sé que, si hay un Dios en el cielo, esto llegará a saberse y castigarse, no quiero ser yo quien lo saque a la luz. En cualquiera de los casos, es un hecho vergonzoso que ensombrece nuestro papel en esta guerra. Me temo que cuando se sepa dará alas a todos estos jóvenes que, según las noticias que nos llegan, están manifestándose en contra de nuestra presencia aquí. Espero que nos veamos pronto. Bob».

La carta le había dejado un regusto amarguísimo. Ken conocía a Bob y sabía que le había contado la verdad y también que era muy capaz de enfrentarse a sus propios compañeros para evitar una injusticia. Se prometió no contar a nadie el contenido de la carta. Hasta el momento, nada relacionado con la masacre había trascendido a los medios de comunicación.

—Ojalá Robert Kennedy nos saque de este infierno —dijo Ken para sus adentros, disponiéndose a dormir.

Capítulo 12

EL teniente Lyons estaba en su oficina cuando sonó el teléfono.

—Teniente, le llama un tal doctor Philbin —le anunciaron.

—Pásamelo.

—Teniente. Tengo una historia increíble que contarle acerca del crucificado, pero no sé si hacerlo por teléfono.

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