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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (6 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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—Teniente, ¿qué es este papel que hay aquí, clavado en la madera?

—¿Un papel? ¿De qué estás hablando? A ver, déjame verlo.

Ken estaba en lo cierto. Por encima de la cabeza del hombre había un papel clavado en uno de los postes.

El teniente se estiró boca abajo en el muelle y, dejando caer su brazo por el borde, intentó coger el papel, sin resultado; estaba demasiado lejos.

—A ver, vosotros —se dirigió a dos policías que observaban la escena conteniendo la risa—. Agarradme por los tobillos mientras me dejo colgar un poco más.

El teniente tenía casi medio cuerpo fuera de la superficie del muelle. Al fin, sus dedos tocaron el papel. Lo agarró y lo arrancó con un gesto brusco.

Se enderezó y se puso de pie, dispuesto a leer el papel.

—Mierda, lo he emborronado.

—¿Qué quiere decir, teniente?

—Mira, la tinta se ha corrido. ¿Quién diablos escribe todavía con pluma, hoy en día? Con la humedad que hay en este lugar...

Era verdad. Ken tocó el papel, que estaba mojado por la humedad de la noche. Había escrita una palabra: «Salvador». En el resto del papel el texto estaba emborronado e ilegible.

—Salvador. ¿Qué querrá decir?

—Y a mí qué me cuentas —gruñó el teniente, todavía molesto por el contorsionismo que había tenido que practicar para hacerse con el papel—. Salvador, muy propio para un crucificado, supongo.

—No le sigo, teniente.

—Pues
Salvador de los hombres
o
Salvador nuestro.
¿No es esto lo que ponía encima de la cabeza de Cristo crucificado?


No, teniente. Ponía
Jesús Nazareno, rey de los judíos.

—Y qué más da. Quienquiera que pusiese este papel aquí, seguro que sabía tanto del Evangelio como yo. Venga, chicos, descolgad a este desgraciado y que se lo lleven al depósito en una ambulancia. Tendremos que esperar a la autopsia para saber cómo murió. Ken, gracias por venir. Siento que hayas llegado tarde. El cuerpo lo encontró un policía que hacía la ronda y creyó que todavía respiraba cuando nos avisó. Desde luego, no nos dio ningún detalle de lo peculiar de la situación.

—De nada —dijo Ken, pero se quedó inmóvil, sacudiendo la cabeza—. Teniente, hay preguntas que tengo sin respuesta. ¿Quién es el muerto? Obviamente no tenemos su ropa aquí y por lo tanto no tenemos su identificación.

—No te preocupes, muchacho. De esto nos ocuparemos nosotros.

—Por otro lado, en cuanto a su muerte...

—¿Qué quieres decir?

—Es evidente que el hombre no murió por ser crucificado.

—¿Ah, no? Pues hace dos mil años hubo un caso semejante y el hombre sí que murió por ser crucificado. Y te puedo decir que, en mi iglesia, nos lo recuerdan continuamente.

—El teniente soltó una risotada celebrando su ocurrencia.

Ken hizo caso omiso del comentario y prosiguió.

—En el caso de que el hombre ya estuviese muerto ruando lo crucificaron, ¿se imagina lo difícil que debe de haber resultado hacerlo? Hay que tener una gran fuerza y sobre todo una gran envergadura para clavarlo allí abajo. Acuérdese de lo que le ha costado arrancar el papel.
Y
eso que estaba por encima de la cabeza.

Lyons se empezó a poner de mal humor. ¿Qué se creía ese medicucho? ¿Que estaba a cargo del caso? Le fastidiaban los investigadores diletantes.

—Todo esto nos lo dirá la autopsia —dijo secamente. Luego se dirigió al policía que había traído a Ken—: Sargento, lleve al doctor a su hospital. Gracias de nuevo, Ken.

—Teniente, quiero pedirle un favor.

—¿Qué es?

—Me gustaría asistir a la autopsia.

—Bien, mañana a las nueve en la morgue —refunfuñó el teniente Lyons.

Capítulo 9

Ken llegó a la morgue unos minutos después de las nueve de la mañana. Se dirigió a la recepción pero antes de formular ninguna pregunta pudo ver al teniente Lyons en un moderno despacho acristalado. Le acompañaba un hombre corpulento, con el pelo ligeramente gris.

—Ken, te presento al doctor Roderick Payton. Él será quien realice la autopsia.

—¿Cómo está usted, doctor Payton? —dijo Ken estrechándole la mano.

—Por favor, llámame Roddy. Al fin y al cabo somos colegas, ¿no? Pasemos a la sala de autopsias.

Al entrar, Ken quedó gratamente impresionado. Aquello no tenía nada que ver con la tétrica sala de autopsias del hospital donde había estudiado la carrera. Se trataba de una amplia habitación provista de unas lámparas de quirófano que para sí las quisieran muchos hospitales de la ciudad. Por la superficie acerada de la mesa corría continuamente un chorro de agua que la mantenía impoluta. El material quirúrgico era de última generación e incluía una sierra eléctrica para cortar los huesos. Había una balanza de altísima precisión para pesar los órganos y todo parecía recién estrenado. Incluso el olor no resultaba desagradable.

—¿Dónde está el cadáver? —protestó Roddy Payton.

Un ayudante azoradísimo se excusó y salió de la sala con una camilla. A través de un cristal, Ken vio cómo se dirigía a una fila de puertas de acero inoxidable y abría una. Unos pies con una etiqueta atada a uno de los dedos se hicieron visibles. El ayudante tiró de un asa y el cadáver salió por completo de su cubículo. Sin demasiados miramientos, lo depositó sobre la camilla y se dirigió a la sala de autopsias. Sobre la puerta de ésta, un letrero rezaba:

HIC LOCUS EST UBI MORS GAUDET SUCCURRERE VITAE

El temente Lyons lo miró y dijo:

—Siempre me he preguntado qué significa este latinajo.

—«En este sitio la muerte se complace en ayudar a los vivos» —contestó Roddy.

—Por cierto, ya sabemos quién es el muerto —prosiguió Lyons.

—¿Quién? —preguntaron al unísono los dos médicos.

—Ralph Strong. El novio de Connie. Como la mayoría de los camellos de esta ciudad, estaba fichado. Lo hemos identificado por sus huellas dactilares.

Ken emitió un silbido. Roddy le miró con ojos interrogantes.

—Vendía droga —continuó Lyons—. Su novia se suicidó el otro día, tirándose por la ventana del hospital.

—¿Cree que este crimen tiene que ver con el de la oreja?—cuestionó Ken.

—¿Qué oreja? —preguntó el forense.

—La que te trajimos el otro día. Tú certificaste que era del hombre que murió por ingerir sosa cáustica.

—Sí, ya recuerdo el caso —dijo Roddy, poniéndose unos guantes de goma—. ¿Qué número usas? —preguntó a Ken.

—Un siete y medio.

Ken se enfundó los guantes que le dio el forense. Lyons negó con la cabeza, sin deseo alguno de mantener cualquier contacto con el muerto.

—Bueno, vamos a empezar. Antes de abrir ninguna cavidad, vamos a reconocer externamente el cadáver. ¿Algo te llama la atención? —dijo dirigiéndose a Ken.

—No sé. Quizá el color.

—Exacto. Es azulado. Esto nos indica que el hombre murió por falta de oxígeno.

Se notaba que el forense era un hombre muy preparado y que disfrutaba teniendo a alguien a quien enseñar.

—La piel dice muchas cosas —comentó, mientras inspeccionaba toda la superficie cutánea. Exploró los brazos y tocó las venas—. Debía de ser un camello pero no se chutaba. No tiene las venas trombosadas como las tienen los drogadictos. Espera, aquí hay la marca de un pinchazo —apuntó. Ken y el teniente se acercaron para ver lo que Roddy les señalaba—. Este punto, todavía rojizo, nos indica que es reciente.

—Puede que le inyectasen algo —apuntó el teniente—. A lo mejor heroína.

—No, teniente. Si hubiese muerto de una sobredosis de heroína tendría las pupilas muy contraídas —observó Ken.

—Eso es verdad en los vivos, Ken. A la que uno fallece, sea por la causa que sea, las pupilas se dilatan y quedan fijas, sin reaccionar a la luz. Precisamente, hace poco he leído un artículo sobre los hallazgos oculares en autopsias.

Lo hicieron en un hospital de la India. En ciento cuarenta autopsias realizadas, las pupilas estaban dilatadas en el cien por cien de los casos. O sea que no hay que descartar que muriese por una sobredosis de opiáceos. Pero esto nos lo dirá el examen toxicológico de la sangre. —Roddy Payton continuó examinando la superficie cutánea. Al llegar al cuello, observó otra marca de aguja—. Es raro encontrar esto. Nadie se inyecta nada en el cuello. Puede que sea un pinchazo por cualquier otra causa —concluyó.

A continuación, pasaron a examinar las marcas de los clavos en las muñecas del muerto. Tal como había observado Ken, los clavos atravesaban el espacio interóseo entre el radio y el cúbito.

—Curiosa forma de crucificar a alguien —observó el forense, atravesando el orificio con una sonda metálica.

—Me imagino que así el peso del cuerpo se aguanta mejor —sugirió Ken.

—Es posible, pero va en contra de toda la iconografía de la crucifixión. Veamos los pies.

Observaron que un solo clavo había atravesado ambos pies a través de los metatarsianos.

—Aquí no lo han pasado entre la tibia y el peroné —dijo Ken.

—Claro, porque el clavo de los pies no aguanta peso, tan sólo los fija a la madera para evitar que cuelguen grotescamente —apuntó Roddy.

El teniente Lyons se impacientaba.

—¿Podéis decirme de una vez de qué murió? —les preguntó.

—Calma, Lyons. No es tan fácil. De entrada te diré que hoy no lo sabrás. Necesitamos realizar pruebas de toxicología y eso lleva su tiempo —le espetó el forense.

—Maldita sea —masculló Lyons.

—Pero es posible que podamos llegar a una serie de conclusiones interesantes, si nos dejas tranquilos.

—¿Como qué?

—Pues si murió en la cruz o si murió antes y luego fue crucificado.

—Adelante —dijo Lyons con tono resignado.

—Veamos las livideces —prosiguió Roddy.

Con mucho cuidado, volteó el cuerpo y fue anotando la localización y extensión de unas manchas violáceas que cubrían determinadas partes del cadáver. Cuando hubo acabado, volvió a dejarlo en su posición original.

—Interesante. Hay livideces paradójicas —comentó.

—¿Y eso qué es? —preguntó Lyons.

Roddy ignoró al teniente y se dirigió a Ken, de la forma que el profesor se dirige al alumno.

—Las livideces cadavéricas son estas manchas violáceas que hay en algunas partes del cuerpo. Son debidas a la extravasación de la sangre de los capilares. Después de la muerte, la sangre se estanca en las venas y de allí pasa a los capilares. Por gravedad, sale de los capilares y tiñe la piel. Por lo tanto, las livideces nos pueden dar una idea de la posición del cadáver en las primeras horas después de la muerte.

—¿Y eso de las livideces paradójicas que has dicho?

—Pues es cuando aparecen livideces donde no tendrían que estar, de acuerdo con la posición en que se encontró el cadáver.

—Entonces, son un signo de que el cadáver ha sido movido de posición, ¿verdad?

—Exactamente. Y este cadáver las tiene.

—¿Dónde?

—Primero, empecemos por las que te esperarías encontrar. El hombre fue crucificado, ¿no?

—Sí.

—Pues fíjate en la parte inferior de los brazos y en las axilas. —Ken miró estas zonas. Estaban llenas de livideces—. Son partes declives y, por gravedad, la sangre se almacena aquí. También en las extremidades inferiores. —Ken constató que así era—. Ahora, fíjate en la nuca.

—También las hay y no tendría que haberlas. No es una parte declive —dijo Ken, sacando de su bolsillo la fotografía Polaroid que había hecho la noche anterior. En ella se veía perfectamente que la nuca estaba en una situación superior.

—A no ser que hubiese estado echado un tiempo después de muerto —aclaró Roddy.

—¿Cuánto tiempo?

—No se puede precisar con exactitud, pero sí de una forma aproximada. Veamos, las livideces aparecen a partir de la primera hora de la muerte. Son más precoces en casos de muerte por falta de oxígeno, como podría ser este caso. Y las livideces pueden cambiar durante las primeras doce horas. Más allá, ya no se modifican. Si tiene livideces en la nuca, quiere decir que estuvo echado, después de muerto, por lo menos una hora y fue crucificado a continuación. Por eso, se formaron las livideces en los brazos y en las axilas.

—¿Y a qué hora murió? —preguntó el teniente Lyons.

—Eso lo tenemos que calcular por el
rigor mortis.

—Cómo os gustan los latinajos a los forenses —dijo Lyons.

—Es la rigidez cadavérica. Aparece a partir de las tres horas en los músculos de la cara y se va extendiendo por todos los músculos del cuerpo. A las quince horas está en plena fase creciente y a las veinticuatro es completa. Por la rigidez que presenta yo diría que murió hace unas doce o quince horas. ¿A qué hora lo encontrasteis?

—Sobre las diez de la noche.

—¿Y estaba rígido?

—En absoluto. Cuando lo desclavamos sus brazos cayeron como los de un pelele. No sabes lo difícil que fue sacarlo de allí. Un poco más y se nos cae al agua —comentó Lyons.

—Pues entonces no debía de llevar muchas horas muerto, tres o cuatro a lo sumo.

—O sea que debió de ser sobre las seis de la tarde —concluyó Lyons.

—Vamos a abrir el tórax y el abdomen —anunció Roddy.

Con mano diestra, realizó una incisión en Y, desde las clavículas hasta el pubis. Cortó las costillas con la sierra y todo el contenido visceral de ambas cavidades quedó expuesto. A Ken le recordó una de esas láminas que aparecían en los libros de anatomía. El forense se movía con rapidez. Extirpó de cuajo los metros de intestino delgado que colgaban del peritoneo. Asimismo, extrajo el hígado y el bazo. En el tórax, tomó el corazón en su mano y clavó hábilmente una aguja en su punta. A continuación, aspiró con una jeringa
y
salió sangre oscura.

—¿Qué haces? —preguntó Ken.

—Tomo muestras para toxicología. La sangre, siempre del corazón. Es donde hay más y está menos contaminada.

A continuación, clavó otra aguja en la vejiga urinaria y extrajo orina.

—También para examen toxicológico. Hay que comparar la sangre con la orina.

—¿Para qué?

—Bien, todo lo que circula por la sangre acaba saliendo por la orina, a no ser que sea metabolizado por el hígado. Pero, aun en este caso, se pueden encontrar metabolitos, productos de degradación de la sustancia, que nos pueden dar una pista. En el caso de las drogas, tardan unas setenta y dos horas en excretarse por la orina. En el consumidor habitual, la concentración en orina es alta, pero en el caso de una única dosis que resulta letal, aparecerá una concentración alta en la sangre y mínima en la orina, porque no ha tenido tiempo de llegar a eliminarse por los riñones.

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