—Claudio, aunque seas un niño bien, te aprecio y valoro tu trabajo —sonrió Ken.
«Código Azul, Código Azul», se oyó por los altavoces del hospital.
Ken y Claudio se miraron. El Código Azul era una llamada en clave que se hacía cuando ocurría un paro cardiaco. Habitualmente iba seguida del lugar donde se había producido para que aquellos médicos que se hallaban cerca acudiesen a resucitar al paciente. Pero en esta ocasión la operadora no indicó la localización.
«Código Azul, Código Azul», volvió a repetir la operadora. Ken y Claudio volvieron a mirarse interrogadoramente.
«Código Azul... en el jardín, ala oeste», se oyó finalmente.
Aquélla era una situación inusual. Por lo general, a la gente no se le para el corazón en el jardín de un hospital. Tienen muchísimas más probabilidades de que les ocurra
dentro
del hospital.
—Vamos —le dijo Ken a Claudio. Y salieron corriendo por la puerta de Urgencias.
Se dirigieron a la fachada oeste y allí vieron a dos personas alrededor de una mujer tendida en el suelo. Al momento llegaron tres médicos más, con un equipo de resucitación. La mujer tenía la cabeza destrozada. Todos los médicos se miraron entre sí y coincidieron en que, a la vista de la masa encefálica desparramada por la acera, no existía ninguna posibilidad de resucitación. Ken miró detenidamente al cuerpo, cuya cara era irreconocible. Vestía una bata del hospital. Se fijó en sus brazos, totalmente asaetados por pinchazos.
—Dios mío, es Connie —dijo.
Y elevando su vista hacia la fachada oeste del hospital vio una ventana abierta en la cuarta planta. Era la puerta de escape que Connie había atravesado para poner fin a todos sus problemas.
En la oficina de los apartamentos Dodge Park, Gladys se estaba enfundando un sucinto vestido pensando en su próxima presa y deleitándose por anticipado. Aquel médico nuevo. Su marido había llevado a los niños a un parque cercano y era la ocasión perfecta. Había estado estudiando sus movimientos y sabía que no podía tardar. Parecía un tipo formal, pero ella tenía un truco que nunca le había fallado.
Ken llevaba más de una semana trabajando en Urgencias. Sus temores, expresados al doctor Nichols en su primera entrevista, se estaban haciendo realidad. Todavía no había habido ninguna cooperación con la policía e intuía que su destino iba a estar ligado al servicio de Urgencias hasta que comenzase su tercer año de residencia oficial en julio.
Al acabar su turno, se dirigió al aparcamiento. Una potente motocicleta casi lo atropella. La motocicleta se detuvo y su conductor se quitó el casco. Era Claudio.
—Claudio, ¿qué haces con esta moto?
—Es mía. Me la traje de Italia.
Ken se fijó en la magnífica máquina. Una Guzzi de 300 centímetros cúbicos. Le sorprendió que Claudio llevase moto. En marzo todavía hacía bastante frío y los que tenían moto no la sacaban hasta bien avanzada la primavera. También le chocó que Claudio llevase casco. En Washington no era obligatorio.
—¿Y éste es tu vehículo? —preguntó Ken.
—Sí. Dejé a muchas novias en Sicilia pero no estaba dispuesto a abandonar mi Guzzi.
Ken se fijó en la matrícula. No era del Distrito de Columbia. Era bianca con números y las letras PA escritas en azul.
—¿Y esta matrícula?
—Es de Palermo. El otro día me paró la policía. Debería haber cambiado la matrícula a los seis meses de llegar aquí, pero no lo hice.
—¿Y qué te dijeron?
—Les dije que era de Pensilvania, y los muy tontos se lo creyeron —rió Claudio, y luego arrancó dejando en el aire el sonido de su potente motor.
Ken se dirigió a su Volkswagen y, cuando lo iba a abrir, un lujoso Cadillac Eldorado se detuvo a su lado.
—¿Necesitas un abrelatas par abrir este trasto? —le dijo el conductor.
Era Rasheed Ahmad, el jefe de residentes.
—No, gracias, con la llave es suficiente —contestóKen.
—Ya nos veremos —dijo Ahmad arrancando el coche.
La visión de Rasheed Ahmad le enfureció. Su rivalidad era manifiesta. Habían sido internos y residentes de primer año juntos. Ahora, Rasheed era jefe de residentes y él aún no había comenzado su tercer año. Por culpa de sus dos años en Vietnam aquel tipo se le había adelantado y ahora era su superior, una posición que, sin duda, Rasheed iba a explotar y disfrutar.
«¿Cómo diablos un residente de cirugía se puede permitir el lujo de pagar un Cadillac?», se preguntó Ken mientras abandonaba el aparcamiento.
Recordó la conversación que había tenido con Claudio sobre los residentes extranjeros. La mayoría eran asiáticos. Los filipinos eran muy dicharacheros pero trabajadores. Los hindúes, mucho más reservados y menos preparados. Y los de origen árabe —libaneses, persas y sirios— eran los más espabilados, aunque no se podía confiar en todos ellos. Algunos seguían un patrón común del que Rasheed Ahmad era el paradigma. Trapacero, mentiroso, egoísta, siempre quedaba bien delante de sus superiores, no dudaba en ponerse medallas aunque él no hubiese hecho el trabajo y gustaba de humillar a los que estaban por debajo de él. Físicamente era atractivo y su acento al hablar inglés le daba un tono exótico. Tenía mucho éxito entre las mujeres, aunque las consideraba seres inferiores, en consonancia con la educación machista que había recibido. Ken todavía recordaba el revuelo que se armó entre las enfermeras de quirófano el día que dijo un refrán de su país: «Las mujeres son como las aceitunas. Cuanto más se las golpea, mejor saben».
Había nacido en Persia, hijo de un acaudalado comerciante que gozaba del favor del sha, y con su labia se había ganado el aprecio de muchos cirujanos, a los que adulaba sin rubor. En uno de sus últimos días en el hospital, antes de partir hacia Vietnam, Ken le había desenmascarado delante de muchos compañeros al revelar que el trabajo que Rasheed había presentado en un congreso nacional no lo había hecho el sino que se lo había encargado a un interno bajo su tutela, al que ni siquiera había recompensado citándolo en la lisia de autores. Desde aquel día, Rasheed lo había declarado su enemigo.
En la radio del coche comenzó a sonar una música que Ken reconoció perfectamente, ya que estaba sonando en la mayoría de las emisoras por aquel entonces. Se trataba de
Mrs. Robinson,
cantada por Simon y Garfunkel, de la banda original de la película
El graduado,
que se estaba proyectando en muchísimos cines del país.
Where have you gone, Joe DiMaggio?
Our nation turns its lonely eyes to you,
woo, woo, woo
Ken se identificó con la letra. ¿Adónde se habían ido los héroes? América estaba huérfana de ellos, como lo fue aquel célebre jugador de béisbol. Los negros tenían a Martin Luther King, o al boxeador Mohamed Ali, al que habían desposeído de su título de campeón del mundo de los pesos pesados por negarse a entrar en el ejército. Pero desde el asesinato de Kennedy, la mayoría de los estadounidenses estaban perdidos, confundidos y, lo que era peor, divididos. En el trasfondo de esta división estaba la guerra de Vietnam.
Ken llegó a Dodge Park. Al pasar por delante de la oficina, vio a Gladys mirando por la ventana. Subió a su apartamento y llamó a su padre.
—Papá, ya estoy instalado. Hace casi una semana, pero no he podido llamarte antes.
Le dio su dirección y número de teléfono y se alegró de saber que su padre vendría a Washington pronto.
—¿Y para qué vienes? —le preguntó.
—Tengo que dar una conferencia en el Club Cosmopolitan. Pero no me quedaré a dormir. Tengo que regresar a Nueva York la misma noche. Podríamos quedar para comer y charlar un rato.
—Será fantástico, te iré a buscar al aeropuerto.
Ken se sentó en su sillon reclinable dispuesto a ver un rato la televisión. Sonó el timbre de la puerta. Era Gladys. Llevaba tan sólo un minivestido. Sus pezones, duros por el frío, se marcaban a través de la ropa. Portaba un sobre marrón en la mano.
—Hola, Ken. Me gustaría que vieses unas fotos que me han hecho.
Extrajo unas fotografías tamaño 18 × 24 del sobre. Eran en blanco y negro. En todas, Gladys estaba completamente desnuda. En una de ellas estaba tumbada boca abajo, sus rotundos pechos rozando el suelo. En otra, se los aguantaba con las manos, ofreciéndolos sensualmente al fotógrafo. En una tercera estaba sentada con las piernas abiertas, mostrando sus genitales por debajo de una mata enorme de vello negro. En otra, en la que estaba a cuatro patas, el fotógrafo había destacado sus nalgas en primer término, centrando la imagen en su orificio posterior. Eran pura pornografía. La única con cierto valor artístico jugaba con luces y sombras sobre sus múltiples curvas. Ken sintió una erección al mirarlas. El cuerpo de Gladys era mucho mejor de lo que había imaginado.
—Son preciosas, Gladys. ¿Quién te las ha hecho?
—Un amigo. Quiere publicarlas en una revista para adultos.
—¿Y qué dirá tu marido?
—No pienso decírselo. Además, necesito el dinero. Con lo que él gana, no nos llega ni para comer y a mí me gusta darme un capricho de vez en cuando.
Ken se dio perfecta cuenta de lo que Gladys pretendía al enseñarle las fotos. Y no podía ocultar que lo había conseguido.
Gladys se dio cuenta de su erección.
—¿Qué pasa, chico? Veamos qué es eso que tenemos aquí.
Con gran habilidad, le bajó la cremallera del pantalón, extrajo su pene turgente y se lo metió en la boca. Ken comenzó a experimentar un placer del que hacía tiempo que no disfrutaba. Si no recordaba mal, la última vez que se ejercitó sexualmente había sido en enero, con una prostituta de confianza de Saigón.
Gladys lo hacía de maravilla. Su pene había crecido tanto que Gladys se atragantó y comenzó a toser. Ambos se pusieron a reír. Ken metió las manos por debajo de aquella cortísima falda con la intención de acariciar las nalgas de Gladys. Entonces se dio cuenta de que no llevaba bragas. Aquello le excitó todavía más. Le quitó el vestido. Tampoco llevaba sostén. Gladys se mostró en su espléndida desnudez, todavía mejor que en las fotos. Ken la llevó al dormitorio y la estiró en la cama. Comenzó a acariciarle y a besarle los pechos, aquellos pechos que había deseado ver y tocar desde el primer día que la vio. La mujer se dejó tocar, con la superioridad que da el saber que se está controlando una situación. Era evidente que lo había hecho miles de veces antes y que lo haría miles de veces más, después de aquella noche.
De pronto, Ken se detuvo y se levantó.
—¿Qué haces? —gritó Gladys.
—Un momento. Quiero ponerme algo.
Ken abrió un cajón y sacó un preservativo. Aquello no agradó a Gladys.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te pegue alguna enfermedad o algo así?
—No, guapa. Lo hago por ti. Tengo millones de espermatozoides ansiosos por salir corriendo y no quiero que ninguno te embarace.
La explicación satisfizo a Gladys y se enzarzaron de nuevo en el juego sexual que tanto había excitado a Ken.
Le excitaba aquella mata de pelo negro en el pubis. La recorrió con la lengua, hasta llegar a sus labios inferiores. Gladys se arqueó y dio rienda suelta a la sexualidad que hasta entonces había ocultado. Comenzó a retorcerse, a agarrar a Ken por el pelo, a arañarle la espalda, a gemir sin ningún recato. Ken la penetró. Su monte de Venus se tornó volcánico, moviéndose al unísono con la pelvis de Ken. A pesar de la goma, éste percibía el calor y la humedad que lubricaba el interior de Gladys. Finalmente, coincidiendo con el orgasmo de ella, Ken notó cómo un líquido caliente se desparramaba por el interior del condón. Sonrió al pensar en los millones de espermatozoides que habían quedado atrapados.
Ken estaba en Urgencias enseñando a Claudio su nueva cámara Polaroid.
—Doctor Philbin, el teniente Lyons le llama por teléfono —anunció miss Mullins.
Ken se levantó y acudió al teléfono.
—¿Kenneth Philbin?
—Sí, soy yo.
—Ken, me parece que hoy te vas a estrenar con nosotros. Ya sé que es muy tarde pero me han anunciado que hay un hombre malherido en el Wharf. Mandaré un coche a recogerte.
—De acuerdo, teniente.
Ken se puso el abrigo encima de su uniforme blanco y se metió la cámara fotográfica en el bolsillo. Al poco, un coche de la policía le recogía en la puerta de Urgencias. Era noche cerrada y, con las luces rojas del techo destellando, se dirigieron hacia la avenida Maine, donde estaba el Wharf, una zona ribereña de la ciudad que se había hecho muy popular. La margen del río estaba ocupado por muelles donde atracaban barcas de pesca. A su alrededor habían ido creciendo tiendas y restaurantes donde vendían pescado, y sobre todo marisco, de la vecina bahía de Chesapeake. Al bajar del coche, Ken se vio sorprendido por el olor de aquel lugar. A la humedad reinante, que acentuaba el frío que hacía, se añadía un molesto tufo de pescado y agua estancada. Se dirigió por un muelle de madera hacia una zona donde estaban reunidos varios policías con el teniente Lyons.
—Ken, me temo que te hemos hecho venir en vano. Este hombre está muerto.
—¿Qué hombre? ¿Qué muerto? —preguntó Ken.
Lyons señaló con la cabeza el borde del muelle. Ken no vio nada. Se acercó y miró hacia abajo. En el muelle contiguo, tan cercano que prácticamente se podía saltar de uno a otro, había un hombre semidesnudo. ¡Y estaba crucificado! Ken había visto cosas horrorosas en los dos últimos años pero aquélla las superaba. Le habían clavado unos clavos, no en las palmas de las manos, sino a través de las muñecas usando los postes de sustentación del muelle como maderas de una cruz. Al fondo, una chalupa flotaba en el agua. Sintió un escalofrío y se metió las manos en los bolsillos. Al hacerlo, palpó su cámara e, instintivamente, la sacó, la abrió e hizo una foto. La luz del flash llamó la atención de los policías.
—Ken, ¿qué diablos estás haciendo? —preguntó Lyons.
—Lo siento, teniente. Llevaba una cámara en el bolsillo y no he podido contenerme de hacer una foto. Es de éstas que se revelan al momento.
—¿Ah, sí? Pues veamos lo que ha salido.
En treinta segundos la imagen se hizo visible. La foto era impresionante. Tomada desde arriba, la luz del flash acentuaba los claroscuros. Por debajo del crucificado se veía la chalupa flotando. Al examinar la foto, Ken se dio cuenta de un detalle que nadie había advertido y que el flash había puesto de manifiesto.