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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (9 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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—Ken, no creo que nos podamos ver hoy. De hecho, yo también quería hablarte de él. Roddy me ha confirmado que murió por una sobredosis de heroína. Encontraron una gran cantidad en su sangre pero apenas en la orina, o sea que sus sospechas eran ciertas. También encontraron otras sustancias.

—¿Qué tipo de sustancias?

—No sé. Me dijo unos nombres químicos imposibles de pronunciar y, menos, memorizar.

—Podría habérselos apuntado —le recriminó Ken. Le fastidiaba el poco rigor profesional del teniente.

Éste emitió un sonido de desagrado. Ya estaba de nuevo este sabiondo enmendándole la plana.

—Bueno, Ken. ¿Qué querías decirme?

Tengo la explicación del papel en que ponía «Salvador».

Ken pasó a explicarle la conversación con su padre, la coincidencia de la
mise en scene
en el Wharf con el cuadro de Dalí y lo que había aprendido sobre los clavos de los crucificados.

—¿Me estás diciendo que alguien ha cometido un crimen recreando un cuadro y nos ha dejado una pista con el nombre del autor?

—Sí, teniente. Esto es exactamente lo que le estoy diciendo.

Lyons tuvo un fugaz recuerdo del comentario de Claudio sobre la oreja de Van Gogh, pero desechó la coincidencia.

—Muchas gracias, Ken. Ya estaremos en contacto —se despidió.

Ken se quedó trabajando en el hospital hasta muy tarde. Regresó a su casa justo a tiempo para las noticias de la noche, que se abrieron con una noticia estremecedora: el reverendo Martin Luther King Jr. había sido asesinado. Un hombre blanco —James Earl Ray— le había disparado mientras descansaba en un motel de Menfis. Aquello no eran buenas noticias. Ken recordaba los disturbios raciales que se habían producido tres años atrás en Los Ángeles, que se saldaron con treinta y cuatro personas muertas. Su padre le había escrito a Vietnam el verano pasado diciéndole que los disturbios se habían repetido en Detroit y en Newark. Ken intuía que algo parecido podía ocurrir.

Últimamente, el liderazgo de Martin Luther King estaba siendo seriamente cuestionado. Líderes negros mucho más radicales como Eldridge Cleaver o Stokely Carmichael, fundador de las Panteras Negras, abogaban por el empleo de la violencia para conseguir unos derechos que los igualasen a los blancos. Mientras King y sus seguidores adoptaban la actitud de Gandhi y su campaña no violenta ante los ingleses, estos líderes eran partidarios de posturas mucho más revolucionarias.

Sus ejemplos a seguir eran los Mau-Mau, que se habían levantado contra los británicos en Kenia, y el Che Guevara. El reverendo King apaciguaba estas luchas internas diciéndoles: «Siempre que el faraón quería que sus esclavos siguieran siendo esclavos, se ocupaba de que se peleasen entre sí». Paralelamente, el FBI, con el inefable J. Edgar Hoover a la cabeza, había espiado a King durante años. No pudieron encontrar nada ilegal, pero pudieron probar la promiscuidad sexual del reverendo. Y no es que él persiguiese a las mujeres, sino que eran ellas las que le perseguían allá por donde fuese. El acoso llegó a su cénit cuando el FBI envió a King y a su esposa una serie de grabaciones comprometedoras acompañadas de una nota en la que se sugería que la única forma de resolver el embrollo sería quitarse la vida. King, el líder carismático, el que «había tenido un sueño» de una América igual para todos, estaba siendo abucheado en los últimos mítines en los que había participado, viendo desazonado cómo la audiencia, otrora entregada, levantaba el puño en alto al grito de «¡Poder Negro!». Martin Luther King había demostrado también cierta tibieza en contra de la guerra de Vietnam. Fue el último líder negro en denunciarla explícitamente y no fue hasta el pasado enero, al día siguiente de que el presidente Johnson leyese el discurso sobre el Estado de la Nación —un discurso que levantó pocas expectativas de reformas liberales—, que el reverendo convocó una marcha multitudinaria en Washington para protestar, según sus propias palabras, por una de las guerras más crueles y sin sentido de la historia. A juicio de muchos analistas la convocatoria llegaba demasiado tarde, teniendo en cuenta que, a pesar de que los negros representaban tan sólo el once por ciento de la población, el veintitrés por ciento de los soldados combatientes en Vietnam eran negros.

—Ahora, el héroe en declive se ha convertido en mártir —pensó Ken.

Capítulo 13

Para ir al hospital Ken tenía que atravesar una zona de viviendas habitadas por gente de color. Aquella mañana, tuvo cierta prevención al hacerlo. A pesar de ser gente pacífica y trabajadora, le lanzaron unas miradas entre acusadoras y amenazantes cuando atravesó la zona con su coche rojo. La mayoría de los coches llevaban los faros delanteros encendidos en señal de duelo.

Llegó al hospital cuando la televisión comenzaba a informar de desórdenes raciales en muchas ciudades del país, incluyendo Washington. El doctor Nichols convocó a todos los internos y residentes de cirugía.

—Por decisión de la dirección del hospital les comunico que se ha declarado una alerta permanente. En consecuencia, nadie puede abandonar el hospital hasta nueva orden. —Murmullos de desaprobación llenaron la sala—. Vamos a necesitar la ayuda de todos. Además, no creo que Washington sea una ciudad muy segura en los próximos días.

Nichols no se equivocaba. Los heridos comenzaron a llegar a media mañana. Gente quemada, con cortes, con contusiones, gente de color en su mayor parte.

—¿Qué está pasando? —preguntó Claudio, totalmente desconcertado por la situación.

—Los negros están dando rienda suelta a su indignación y a su frustración. Les han matado a su líder. He oído que en algunos sitios están quemando negocios y locales comerciales y muchos están saqueando los supermercados.

Claudio recordó los augurios de su padre ante su marcha a los Estados Unidos.

A media tarde, la calle 14, a escasas manzanas del hospital, estaba en llamas. Se oían las sirenas de los bomberos y la saturación en Urgencias era total. Se establecieron turnos de guardia. Las reservas de sangre estaban bajo mínimos. Las ambulancias no paraban de traer heridos. Ken, con su amplia experiencia en Vietnam, se encontraba en su salsa. Organizó la zona de
triage,
dando preferencia a los heridos más graves, que eran trasladados rápidamente a los quirófanos, y puso a todos los internos a hacerse cargo de las contusiones menores.

La actividad se prolongó hasta bien entrada la madrugada. Ken, completamente derrengado, se acostó en una de las habitaciones de los internos.

Al levantarse, se dirigió directamente a la sala de Urgencias, donde todo estaba mucho más calmado. Decidió llamar a su padre para tranquilizarle.

—Hola, papá. Sólo quiero que sepas que estoy bien. Estamos en alerta, en guardia permanente, pero creo que lo peor ya ha pasado.

—Ken, te llamé ayer noche a tu casa pero no contestaba nadie.

—Claro, estaba aquí, en el hospital. Por cierto, me gustó mucho tu conferencia. Muy provocadora. Siento que no me quedase hasta el final pero quería comprar el libro que me habías recomendado. ¿Para qué me llamaste?

—Un amigo mío, profesor de la Universidad de Georgetown, ingreso ayer en tu hospital.

—¿Estaba herido? ¿Fue a consecuencia de algo relacionado con el asesinato de Martin Luther King?

—No, no tuvo nada que ver. Sufrió un infarto y lo ingresaron en la Unidad Coronaria. Me gustaría que lo fueses a saludar y vieses que está bien atendido.

—De acuerdo, lo haré. ¿Cómo se llama?

—Goodman. Barry Goodman.

—En cuanto tenga un momento iré a verle.

—Gracias, hijo. Cuídate.

Tras desayunar en la cafetería del hospital, Ken se dirigió a la Unidad Coronaria. Ésta había sido remozada recientemente y dotada de los últimos adelantos en cuidados cardiacos, con nuevos monitores, circuito cerrado de televisión y desfibriladores de última generación. Una enfermera estaba sentada frente a los ocho monitores de la estación central que mostraban el electrocardiograma de los pacientes ingresados, presta a detectar cualquier alteración del ritmo cardiaco. La unidad era, sin duda, el buque insignia del hospital y el lugar donde la extensa fauna de senadores y diplomáticos que poblaban Washington purgaba sus infartos.

Lo primero que vio Ken al entrar fue el paisaje de Washington a través de los ventanales de las habitaciones. Decenas de columnas de humo se elevaban hacia el cielo.

El jefe de la unidad estaba de baja y su ayudante, el doctor Mendelton, con la mediocridad propia de los segundones, había tomado una decisión radical. Aquella mañana, dado su delicado estado cardiológico, a los pacientes no les estaba permitido leer el periódico, para evitar cualquier tipo de ansiedad. Lo que no había contemplado el obtuso Mendelton era que la vista de Washington ardiendo sin que nadie les diese explicaciones generaba una ansiedad todavía mayor entre los pacientes.

Ken preguntó por el médico de guardia.

—Ha salido a desayunar. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Vengo a ver a un amigo. Se llama Barry Goodman.

—Sí. Está en el box 5. Ingresó ayer con un infarto.

—¿Y cómo va?

—Ahora está estable, pero ha tenido muchos extrasístoles durante la noche. Le hemos tenido que poner un gotero con lidocaína.

Ken sabía lo peligrosos que eran los extrasístoles ventriculares. Durante las primeras horas e incluso días del infarto, había unas zonas del corazón que podían generar arritmias. De todas ellas, los extrasístoles ventriculares eran las más temidas. Si ocurrían con mucha frecuencia podían desencadenar una fibrilación ventricular, en la que las fibras del corazón no se contraen uniformemente, produciendo un paro cardiaco.

El monitor del box 5 mostraba un electrocardiograma con un ritmo regular aunque, de vez en cuando, aparecía una onda enorme, amenazante, que no se correspondía con un latido normal.

—Mire, ahí va otro extrasístole —le mostró la enfermera.

—¿Y qué dicen los médicos?

—Si logramos frenar esta arritmia, las posibilidades de que el infarto siga un curso normal son muy altas.

A Ken le intranquilizaba que no hubiese ningún médico en la unidad.

—Voy a ir a saludarlo —dijo, dirigiéndose al box 5.

El señor Goodman era un hombre corpulento, de media edad, con un gran bigote. Estaba leyendo un libro.

—Mister Goodman, soy el doctor Philbin, hijo de su amigo John Philbin. ¿Cómo se encuentra?

El hombre le miró. Pareció tranquilizarle la visita de Ken, aunque inmediatamente puso cara de preocupación.

—Verás, me encuentro bien, pero desde hace dos horas vuelvo a tener el mismo dolor que tuve ayer.

—¿Se lo ha dicho al médico o a una enfermera?

—No. He pensado que ya se me pasará. Al fin y al cabo ya he tenido el infarto, ¿no?

Ken coligió que el hombre no conocía el riesgo del «reinfarto», que es exactamente la ocurrencia de un infarto sobre otro ya establecido y que suele tener un pronóstico muy desfavorable.

—Barry, usted está aquí para ser atendido de la mejor forma. Si no dice nada a los médicos, poco podrán ayudarle. Se lo voy a decir a la enfermera y es posible que le den algo para el dolor.

Ken se dirigió a la estación central, pensando que se le debería administrar nitroglicerina sublingual y, en caso de no ceder el dolor, morfina.

Cuando llegó junto a la enfermera, miró instintivamente el monitor del box 5 y vio horrorizado cómo el ritmo cardiaco había cambiado radicalmente. Unas ondas enormes y rápidas llenaban la pantalla.

—Dios mío. Está en fibrilación ventricular —dijo.

Corrió hacia el box 5 de nuevo. Dos enfermeras le siguieron. El amigo de su padre estaba inconsciente, el libro caído sobre el pecho. No tenía pulso.

—Código Azul. Llamen al Código Azul —chilló Ken—. Y traigan el desfibrilador —añadió.

Mientras le hacía masaje cardiaco, una enfermera trajo un enorme carro con un desfibrilador eléctrico que enchufó en la pared.

—Lidocaína. Ochenta miligramos en la vena, ¡ya!

Ken cogió las palas del desfibrilador y las aplicó sobre el pecho.

—Trescientos julios —ordenó.

El aparato emitió un leve pitido mientras se cargaba a la intensidad que Ken había dicho.

Apretó el botón y el hombre dio un salto en la cama, todos sus músculos contraídos por la descarga. Ken miró el monitor. La misma onda ominosa cruzaba la pantalla.

—Suba a cuatrocientos —dijo a la enfermera—. Y deme crema conductora. Tal vez las palas no han hecho buen contacto.

La enfermera empezó a buscar en el interior del carro.

—No la encuentro, doctor —dijo, descorazonada.

—Pues deme suero fisiológico. También es un buen conductor.

La enfermera cogió una botella, empapó una gasa en líquido y se la pasó a Ken.

Este mojó el pecho de míster Goodman y aplicó de nuevo las palas. Cuando el aparato estuvo cargado, volvió a apretar el botón. El hombre volvió a dar un salto. El corazón volvió a latir normalmente por unos segundos, pero de nuevo la fibrilación se instauró en el monitor. En aquel momento, Ken vio con horror que el pecho del paciente estaba en llamas. Sin analizar lo que estaba pasando, las apagó con las propias palas del desfibrilador.

—Vuelva a cargar a cuatrocientos —dijo, mientras empapaba de nuevo el pecho con el líquido.

Apretó de nuevo el botón. Todos los músculos de míster Goodman se contrajeron al unísono y de nuevo su pecho volvió a arder. Pero esta vez la fibrilación revirtió. La pantalla mostró un latido regular y el paciente recobró el pulso. Ken volvió a apagar el fuego con las palas.

Para entonces, los componentes del Código Azul ya estaban en la Unidad Coronaria.

—Ya está, chicos —dijo Ken—. Ha tenido una fibrilación ventricular pero la lie revertido con el desfibrilador.

El pecho de míster Goodman mostraba quemaduras de segundo grado. Ken no entendía lo que había pasado. El amigo de su padre estaba vivo pero a costa de unas quemaduras que no se explicaba cómo habían ocurrido. Cogió la gasa empapada y la olió. Una sospecha cruzó su mente.

—¿Con qué ha mojado la gasa? —preguntó a la enfermera.

—Con suero fisiológico.

—Déjeme ver la botella.

La enfermera se la dio. La etiqueta decía «Alcohol de 96 grados».

—¡Esto es alcohol! —exclamó.

La enfermera abrió los ojos incrédulamente pero ante la inequívoca etiqueta tuvo que admitir su error.

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