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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (7 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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A Ken le impresionó cuánto sabía el doctor Payton. Desde luego, la medicina forense era un campo fascinante.

—Veamos el hígado —dijo Roddy.

Con un enorme cuchillo lo fue seccionando en láminas de unos tres centímetros de grosor. Cuando hubo acabado, expuso la muestra ante los ojos de sus invitados.

—¿Qué trozo le pongo? —dijo bromeando, dirigiéndose a Lyons.

—No como carne. Mi religión me lo prohíbe —le devolvió éste la pulla.

—El hígado nos confirma lo de las livideces. Y nos afina el tiempo del cambio de posición.

—¿Cómo? —preguntó Ken.

—Lo que ocurre en la piel, ocurre también en los órganos. Se llama hipostasia. La sangre se sitúa también en las zonas declives. Pero se modifican menos que las livideces con los cambios de posición. Fíjate, la parte posterior del hígado está más oscura que la anterior en todos los cortes. Esto quiere decir que el cuerpo estuvo echado boca arriba durante un tiempo. La hipostasia hizo que la sangre se fuera para atrás. Pero al colgarle, ya no se modificó. También podría significar que no llevaba mucho tiempo crucificado. —Ken asintió.

Tras el abdomen, el forense se dedicó al tórax. Extrajo en un solo bloque el corazón y ambos pulmones. Al cortar la tráquea salió una espuma sanguinolenta. Cortó un bronquio y la misma espuma estaba presente. Abrió otro bronquio. También apareció espuma. Se detuvo y habló pausadamente.

—Antes te comenté que hoy no te iba a decir la causa de la muerte, pero, con lo que he visto en los pulmones y basado en mi experiencia, te puedo apostar dos entradas para el próximo partido de los Red Skins a que este hombre murió de una sobredosis.

—¿En qué te basas? —preguntó Ken, impresionado por la seguridad del forense.

—Esta espuma rosácea que llena los bronquios y la tráquea es típica del edema pulmonar. Y el cincuenta por ciento de las muertes por sobredosis se producen por edema pulmonar. Añádele que hemos encontrado rastros de un pinchazo en un brazo y verás que mi apuesta no es tan descabellada.

Ken y el teniente Lyons se miraron y éste encogió los hombros.

Roddy resumió el caso en pocas palabras.

—Tenemos a un hombre que ha muerto por falta de oxígeno a juzgar por el color del cadáver. No ha sido estrangulado porque no presenta ningún signo de violencia en el cuello, ni el surco de una cuerda ni marcas de dedos. Tampoco presenta el típico piqueteado hemorrágico que aparece en los ojos y en la cara de las víctimas de estrangulación.

—Se llaman petequias —dijo el teniente Lyons, mirando a Ken con suficiencia.

El forense continuó.

—Creo que la causa es una posible y más que probable sobredosis. No sabemos cuál es el fármaco, pero el examen toxicológico nos lo dirá. Ha muerto en un lugar y, al cabo de pocas horas, ha sido trasladado a otro y, allí, crucificado con unos clavos que le atravesaban la parte inferior del antebrazo. Bien, me parece que no os podéis quejar de lo mucho que habéis aprendido hoy —dijo a modo de despedida.

—He visto muchos casos raros durante mi carrera pero éste los sobrepasa a todos. Crucificar a un muerto. ¡Qué ocurrencia! —dijo el teniente Lyons a Ken mientras abandonaban la morgue.

Capítulo 10

El avión de John Philbin llegó con media hora de retraso. Tenía ganas de estar con su hijo aunque fuese por pocas horas. La invitación del Club Cosmopolitan a dar una conferencia le había venido al dedo. Vería a su hijo y además recibiría unos generosos honorarios por su conferencia.

Mientras sobrevolaban Washington esperando pista para aterrizar, se dio cuenta de que no había salido de Nueva York desde que enviudó, hacía ahora casi dos años. Su mujer había fallecido durante el primer año que Ken estaba en Vietnam. Aquello supuso un giro radical en su vida. Vendió su casa de Brooklyn donde Ken había nacido y aceptó la oferta de la Universidad de Columbia para ocupar un puesto de profesor adjunto de Historia del Arte. Se tuvo que acostumbrar a la soledad del viudo, pero el puesto docente, de más categoría que el que tenía en el Brooklyn College, le llenaba muchas horas, sobre todo preparando las clases para aquella exigente institución. Vivía en uno de los apartamentos de la calle 118 que la universidad ponía a disposición de sus profesores. Era amplio y digno aunque aún no había logrado recolocar los miles de libros de arte que tenía y que en su casa de Brooklyn ocupaban dos habitaciones.

El golpe de las ruedas del avión sobre la pista de aterrizaje le hizo volver al presente.

Ken le estaba esperando en el pasillo principal de la terminal. Se dieron un abrazo y se dirigieron hacia el aparcamiento, donde el rojo rutilante de su Volkswagen destacaba sobre los demás coches. Tomaron la George Washington Memorial Parkway, que discurría por la orilla del río Potomac dejando a su izquierda el cementerio militar de Arlington. Miles de cruces blancas, perfectamente alineadas, llenaban las colinas cubiertas de césped honrando a aquellos que habían dado su vida por la patria. En medio de una de las colinas, un grupo de gente se arremolinaba frente a una cruz.

—Mira, Ken. Parece que están enterrando a alguien.

—Papá, con esta guerra que estamos librando, me temo que van a tener que ampliar el cementerio.

Pasado el cementerio, quedaba el monumento a los infantes de Marina, un impresionante grupo escultórico que representaba a unos marines en el momento de clavar una bandera estadounidense en un monte de la isla de Iwo Jima.

—¿Sabías que esta escultura se hizo a partir de una instantánea que hizo un fotógrafo de guerra? Me parece recordar que se llamaba Joe Rosenthal. Gustó tanto que, cuando se decidió dedicar un monumento a los marines, no pudieron dejar de reproducir la foto en bronce. Las figuras son cinco veces mayores que el tamaño natural.

—No, papá. No lo sabía.

A Ken le hacía gracia que su padre no pudiese dejar de darle lecciones de historia como cuando era niño.

Cruzaron el Potomac por el puente Theodore Roosevelt y al llegar al otro lado se les presentó el conjunto monumental que presidía la ciudad: el monumento a Lincoln, el obelisco a Washington y, al fondo, el Capitolio.

—¿Sobre qué trata tu conferencia, papá?

—Sobre la patología que se ha encontrado en la Gioconda de Leonardo da Vinci.

—¿Patología?

—Sí. Cayó en mis manos un ensayo escrito por un médico español, el profesor Cruz Royo, y me pareció muy interesante, así que le pedí a un alumno mío que me lo tradujese y sobre sus observaciones he estructurado mi conferencia. Por cierto, no tienes que asistir si no quieres. Mis anfitriones me han insistido en que me acompañarán al aeropuerto.

—Asistiré, aunque no sé si me podré quedar hasta el final. Como se ha hecho un poco tarde, ¿qué te parece si vamos directamente al Club y comemos allí?

—Gran idea. Por cierto, te traigo una carta que llegó a mi casa, pero es para ti. Es de un tal Robert Rogers.

—Gracias. Es un amigo que todavía está en Vietnam —dijo Ken, metiéndosela en el bolsillo.

Enfiló la avenida New Hampshire, rodeó el Dupont Circle y continuó por la avenida Massachusetts, hasta detenerse frente al Club Cosmopolitan. Era un palacete construido a imagen y semejanza de un palacio francés, que en días pasados había sido una embajada. Tenía una gran escalinata central, varios salones de reuniones, un gran comedor, una biblioteca concebida al estilo de un club inglés —varones silenciosos fumando y leyendo el periódico— y un bar forrado en madera, que era el lugar más frecuentado de todo el edificio.

Ken y su padre se sentaron en una mesa y pidieron dos
gin-tonics
y un bocadillo vegetal cada uno.

—Bueno, Ken. Explícame. ¿Cómo te están tratando en el hospital?

Ken pasó a explicarle su doble papel, en la sala de Urgencias y de apoyo a la policía. Lógicamente le relató el episodio del Wharf.

—Fue horroroso, papá. A aquel desgraciado lo colgaron como a un Cristo.

Entonces recordó que todavía llevaba la fotografía en el bolsillo.

—¿Quieres verlo? Hice una foto Polaroid.

—No sé, Ken —titubeó su padre.

Ken se la enseñó. Su padre abrió la boca incrédulamente.

—Dios mío. El Cristo de Dalí.

—¿Qué estás diciendo?

—Esta foto es idéntica a un cuadro de Dalí que está en Glasgow. Lo exhibieron en Nueva York en 1952. Yo fui a verlo. Es impresionante. Cristo está visto desde arriba, como el hombre de la foto. Y también hay una barca en la parte inferior del cuadro. Se llama
El Cristo de san Juan de la Cruz.

—¿No era éste un místico español?

—En efecto. Se dice que tuvo una visión de Cristo durante un éxtasis y al recuperarse la dibujó. Y sobre este boceto, Dalí pintó el cuadro.

—¿Un éxtasis? Pero si no existen. Al parecer, estos famosos éxtasis no eran más que la consecuencia de un estado epiléptico.

—Eres un iconoclasta.

—¿Por qué?

—Te has cargado de golpe un mito de la hagiografía. Estos santos decían que veían a Dios y ahora resulta que tenían una enfermedad de la corteza cerebral. Si esto no es ser iconoclasta... En cualquier caso, estoy seguro de que han querido reproducir el cuadro de Salvador Dalí.

—Papá, ¿qué has dicho?

—Que han querido reproducir el cuadro de Dalí.

—No, no. Has dicho el cuadro de
Salvador
Dalí.

—Claro. Dalí se llamaba Salvador de nombre.

Ken se quedó tan anonadado que preocupó a su padre.

—¿Qué pasa, Ken?

—No te lo creerás, pero en el papel que ves en la fotografía, clavado encima de la cabeza, habían escrito la palabra «Salvador».

—¿Y nada más?

—Sí. Había algo más escrito pero la tinta se emborronó.

—Puede que fuera «Dalí».

—¿Por qué?

—Ken. Por lo que me has dicho, esto fue un asesinato. Y el asesino hizo una puesta en escena siguiendo el modelo de un cuadro de Dalí. ¿Qué más lógico que quisiese firmar el cuadro?

—Tiene lógica —dijo Ken—. También hay un detalle que me llamó la atención. Aquí no se ve muy claro pero estuve en la autopsia y los clavos no atravesaban la mano, sino las muñecas, lo que no es habitual en un cuadro de la Crucifixión.

—Tienes razón. En el cuadro de Dalí no se ven, pero en algunas crucifixiones los clavos atraviesan las muñecas.

—¿Y por qué?

—Verás. Después del Renacimiento hubo discusiones entre teólogos y artistas respecto a la localización correcta de los clavos de la crucifixión. Mientras que los primeros defendían la palma de la mano, siguiendo la tradición, algunos artistas, más racionales, sostenían que la palma de la mano no tenía suficiente consistencia para aguantar el peso de un hombre y que acabaría por desgarrarse. Por ello, es posible que los clavos atravesasen los huesos de la muñeca, mucho más fuertes. Rubens y Van Dyck fueron de los que pintaron así sus crucifixiones.

—Pues, en este caso, lo clavaron entre el radio y el cúbito, por encima de la muñeca.

—No hay duda de que, quienquiera que fuese, sabía lo que hacía. Escucha, hay un magnífico libro escrito por un francés, Yves Jablin, que se titula
La Crucifixión en el Arte.
Te lo recomiendo. Allí está todo lo que quieras saber sobre crucifixiones.

La conversación quedó interrumpida por la llegada del presidente del club.

—Querido profesor Philbin. Es un honor tenerlo hoy aquí entre nosotros. ¿Quiere que pasemos al salón? Allí podrá repasar el material iconográfico.

El salón era muy amplio, con dos balcones que daban a la fachada principal de Dupont Circle. Habían corrido las cortinas para evitar que el sol de la tarde impidiese ver las transparencias del profesor. A pesar de lo intempestivo de la hora —cuatro de la tarde de un domingo— ya había algunas personas sentadas, dispuestas a escuchar la conferencia. El club, que languidecía por falta de proyectos, había decidido reflotar su prestigio y su tesorería organizando estas conferencias. Los miembros, presumiblemente, se quedarían después de la conferencia a tomarse unas copas en el bar, y con reserva previa podían quedarse a cenar, a partir de las seis y media de la tarde.

Al lado del podio del conferenciante, una enorme foto de la Gioconda sonreía a la audiencia. Bajo ella se leía el título de la conferencia: «¿Estaba enferma la Gioconda?».

A las cuatro y media en punto, John Philbin comenzó a hablar. Tras agradecer la invitación a la directiva del club comenzó su charla con un toque humorístico:

—La Gioconda siempre sonríe porque está en París.

A continuación empezó a desgranar una serie de enfermedades que podían haber aquejado a la protagonista del más famoso de los retratos en la historia de la pintura.

Comenzó por la falta de cejas y pestañas, algo que no se daba en otros retratos que pintó Leonardo. Lo atribuyó a un
defluvium capillorum.
Ken se quedó asombrado de la osadía de su padre al hablar de enfermedades que no conocía. ¡Ni él mismo sabía lo que era un
defluvium capillorum!
Sin embargo aquel apabullante diagnóstico pareció impresionar a la audiencia.

A continuación se extendió en la sonrisa. ¿Qué ocultaba aquella misteriosa sonrisa? Según varios especialistas de garganta que habían estudiado el cuadro, la expresión facial de la modelo era un claro síntoma de anginas. Aparentemente, los afectos de esta enfermedad adoptan la expresión de labios apretados como la Gioconda. Por otra parte, otros especialistas atribuían la sonrisa con la boca cerrada al hecho de que, a pesar de su juventud, la mujer pudiese tener una dentadura en muy mal estado debido a la piorrea o, incluso, que le faltase alguna pieza dentaria.

Continuó su conferencia insinuando que tal vez la modelo estuviese embarazada. Tras exponer los débiles argumentos de su teoría —vestido ancho, las manos sobre el vientre—, pasó a examinar las manos y señaló sobre el retrato que anunciaba la conferencia una pequeña tumoración en el borde de la mano derecha. En efecto, todo el mundo pudo verla. El profesor proyectó una ampliación de la mano en la pantalla. A nivel del segundo metacarpiano se apreciaba un abultamiento, justo por encima de la base del pulgar.

—Es evidente que este bulto no tendría que estar aquí. He consultado con el profesor de cirugía de la Universidad de Columbia, el doctor Thaman, y él se inclina por creer que se trata de un tumor benigno, un lipoma o un fibroma.

Ken estuvo de acuerdo con el diagnóstico. Sin embargo, por muy original y sorprendente que fuese la conferencia de su padre, no podía concentrarse en lo que éste iba explicando. De todo lo que había dicho aquel día, lo único que le importaba era que la foto que había hecho en el Wharf era idéntica a un cuadro de Dalí. Ken intuía que estaba delante de algo importante, aunque no sabía exactamente qué era. Miró el reloj. Las cinco y cuarto. Si se daba prisa aún podría llegar a tiempo para comprar el libro que le había recomendado su padre, quien, en ese momento, estaba insinuando que la Mona Lisa podía estar bebida —un poco «achispada», dijo— cuando Leonardo pintó su sonrisa. Según un investigador español, era muy parecida a la del cuadro de Baco que Leonardo también había pintado. Sin embargo, su curiosidad por las crucifixiones era superior, en aquellos momentos, a su incondicionalidad filial. Haciendo una seña de despedida a su padre, abandonó la sala.

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