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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (4 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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—¿Cómo se llama usted? —preguntó la belleza.

—Ken. Ken Philbin. Soy médico residente en el Washington Memorial.

—¡Oh! Un médico —dijo admirativamente Gladys—. Es justo lo que nos faltaba en estos apartamentos. Normalmente a los médicos, y sobre todo a sus esposas, les gusta vivir en lugares más caros.

—Es verdad. Pero yo no estoy casado y voy a estar tan ocupado que me va a quedar poco tiempo para disfrutar del apartamento.

—¿Sabe, Ken? Me está usted gustando cada vez más.

Los distintos bloques de apartamentos eran de dos pisos. Una escalera común daba acceso al piso superior, donde había cuatro apartamentos por rellano. Llegaron al 2-D y Gladys abrió la puerta. El apartamento era amplio, amueblado con gusto y muy luminoso. Tenía todo lo que Ken necesitaba. Un salón comedor, una pequeña cocina con nevera, un baño completo y una habitación grande con una cama de matrimonio.

—¿Le gusta? —preguntó Gladys.

—Es perfecto. Justo lo que necesito.

—Pues si quiere alquilarlo, pásese por la oficina. —Gladys se acercó tentadoramente a Ken y bajando la voz dijo—: Y recuerde que, si necesita algo, yo le puedo ayudar a conseguir
todo
lo que busca.

Ken intuyó que Dodge Park iba a ser un buen sitio para vivir.

Completados los trámites administrativos, se instaló en su nuevo apartamento. Le faltaba dotarlo de las pequeñas comodidades que lo harían más confortable. Había leído que en los almacenes Korvette, en Rockville, había unas ofertas de equipos estereofónicos que no podía dejar pasar. Con muchas horas libres por delante, cogió su coche y entró en la Beltway, una autopista que rodea Washington como un cinturón. Tomó la salida de Rockville, hacia el norte. En unos minutos llegó a los almacenes Korvette. El joven que le atendió le recomendó un amplificador con receptor de radio de la marca Fisher. Se decidió por el modelo 220.

—Este modelo tiene un sensor. Cuando capta una emisora que emite en sonido estéreo, se enciende esta lucecita roja —dijo el joven.

—¿Hay emisoras que emiten en estéreo? —Su estancia en Vietnam le había dejado al margen de los progresos tecnológicos de los últimos años.

—Desde luego. La mayoría de las que emiten música clásica lo hacen en estéreo.

Completó su equipo con un plato tocadiscos Garrard y dos impresionantes altavoces de la prestigiosa marca Acoustic Research.

Pasó por el departamento de discos para comprar algo de música. Se decidió por uno de Herp Albert y sus Tijuana Brass, uno de Paulo Mauriat, la versión de Broadway del musical
My Fair Lady,
con Rex Harrison y Julie Andrews, y la
Suite del Gran Cañón,
de Grofe.

Metió todo su nuevo equipo en el coche y volvió a la tienda. Quería comprarse un televisor y un sillón reclinable para ver la televisión en una posición lo más cómoda posible. Sabía por experiencia que, al final del día, las piernas ele un cirujano están tan cargadas que parecen de plomo. Encargó el sillón, que le sería entregado en dos días —estaba seguro de que, si estaba trabajando, Gladys estaría encantada de facilitar la entrada al transportista— y compró un televisor Westinghouse de dieciséis pulgadas.

Cuando iba a salir, pasó por el departamento de fotografía donde había una oferta de cámaras Polaroid. Estaban liquidando las existencias del modelo Automatic 135, que se había dejado de fabricar. Siempre había querido tener una de esas cámaras. Le fascinaba el hecho de que en pocos segundos pudiese tener la fotografía revelada, aunque la calidad no fuese óptima. El precio de 69,95 dólares era tentador y una minucia comparado con todo lo que llevaba gastado aquella tarde. Sucumbió a la tentación y salió de Korvette con su televisor y su nueva cámara fotográfica.

Capítulo 6

Al día siguiente, Ken se dirigió al hospital. Estaba a unos veinte minutos en coche. Cerca de Dodge Park pasaba la ruta 50 que iba a Annapolis, sede de la famosa academia naval. Tomando esta ruta en dirección a Washington entraba en la capital por la avenida de Montana, que le llevaba prácticamente a las puertas del hospital.

Puso la radio. La voz del locutor desgranaba una serie de nombres y su procedencia. «Paul Goodman, de Boston, Massachusetts; Steven Lightfoot, de Sioux City, Dakota del Norte; John Treisman y Robert Baker, de Peoria, Illinois; Mark Lieberman, de Troy, Michigan; George Pennybecker, de Wauwatosa, Wisconsin...». Eran los nombres de las bajas que se habían producido el día anterior en Vietnam. La letanía duró más de cincuenta nombres.

«Dios mío», pensó Ken, «¿cuándo acabará esta sangría?».

Todos jóvenes, muertos a miles de kilómetros de distancia en un país que la mayoría no entendía por qué tenían que defender. «Espero que el próximo presidente, sea quien sea, nos saque de esta guerra», deseó.

Dejó su Volkswagen en el aparcamiento de los médicos y se dirigió a Urgencias. La inefable miss Mullins ya estaba trabajando y Claudio Simone comenzaba el turno con él.

A media mañana llegó un accidentado, un atropello de coche. Se trataba de un hombre de raza negra, joven y bien parecido. No había perdido el conocimiento pero se quejaba continuamente de un dolor en el flanco izquierdo.

—Radiografías de tórax, pelvis y columna lumbar —ordenó Ken.

Las radiografías no mostraron ninguna fractura. Ken decidió hacer un poco de docencia con Claudio.

—Vamos a ver. Las radiografías demuestran que no hay ninguna fractura, pero este hombre, además de huesos, tiene músculos y vísceras. Por la localización del dolor, ¿qué vísceras podrían estar afectadas?

—El bazo.

—Bien. Podría tener una rotura de bazo, en cuyo caso habría sangre en el peritoneo. Pregúntale si le duele el hombro izquierdo.

Claudio le miró sorprendido.

—¿El hombro izquierdo? Pero si lo que le duele es el flanco.

—Ya lo sé. Pero en casos de rotura de bazo, la sangre que hay en la cavidad abdominal irrita el diafragma y esto se manifiesta por dolor en el hombro. Es lo que se llama un dolor referido.

Claudio le preguntó al hombre por un posible dolor en el hombro y, ante su negativa, Ken prosiguió.

—¿Qué otra víscera hay por aquí que nos pueda preocupar?

—El riñón izquierdo.

—Muy bien. ¿Y cómo puedes saber si el riñón está afectado o no? —Claudio dudó—. ¿Para qué sirve el riñón? Estoy seguro de que esto te lo han explicado en la facultad.

—Produce orina.

—¿Y cómo es la orina de este paciente?

—No lo sé.

—Pues deberías saberlo. Si es clara, seguramente el riñón está indemne. Si hay sangre, puede tener una lesión y habrá que llamar a los urólogos.

Claudio pidió un frasco a una enfermera pero el paciente no podía orinar.

—¿Lo sondamos? —dijo Claudio.

—Bueno, un sondaje no está exento de peligros, pero en este caso el beneficio que podemos obtener supera al riesgo de complicaciones.

Claudio sondó al paciente con gran habilidad.

—La orina está limpia —anunció.

—No estés tan seguro. La gonorrea es invisible al ojo humano —bromeó Ken—. Seguramente tiene tan sólo una contusión. Lo dejaremos en observación veinticuatro horas y, si no hay nada nuevo, le daremos de alta mañana.

Dentro de las tareas asignadas a los internos había algunas que no eran propias de la especialidad, pero, en aras de una «experiencia global» que disfrazaba una falta de personal evidente, los pobres tenían que pechar con exploraciones y tratamientos muy rutinarios pero que les sobrecargaban de trabajo. Así, cuando se iban acumulando los casos en la sala de espera, un interno de medicina era conminado a suturar una herida, mientras uno de cirugía tenía que leer el electrocardiograma de un paciente con un posible infarto.

Había una tarea que a Claudio no le desagradaba pero que le producía una enorme desazón por las connotaciones sociales que tenía. Se trataba de la exploración de jóvenes, en su mayoría de raza negra, que acudían a Urgencias con infecciones venéreas.

Claudio había realizado muchas exploraciones vaginales en la clínica de su padre, pero lo que estaba viendo en Washington no lo había visto nunca.

Existían tres camillas de exploración ginecológica, una al lado de otra, separadas por unas cortinas. La exploración se hacía en presencia de una enfermera. El hospital había impuesto esta normativa para evitar las denuncias, falsas o no, de posibles abusos. Miss Mullins buscó a Claudio.

—Doctor, cuando usted quiera. Tengo a tres pacientes preparadas para que las examine. Me parece que es lo de siempre.

Claudio se dirigió a la primera. Era una joven de unos veinte años, que se quejaba de un dolor en el bajo vientre y de un flujo vaginal muy espeso. Claudio la examinó y comprobó la secreción purulenta que le salía de la vagina. Era la típica infección pélvica de origen sexual. Le tomó una muestra, le prescribió un antibiótico y le aconsejó que su novio usara preservativos si no quería verse en la misma posición en menos de una semana. El segundo caso era idéntico al primero. Los mismos hallazgos, el mismo diagnóstico y el mismo tratamiento.

Al llegar al tercero, Claudio vio a una chiquilla aterrada. Estaba caliente. Su temperatura era de 38,2 grados. Se quejaba, como las otras pacientes, de un dolor muy intenso por debajo del ombligo, a ambos lados de la línea media. Al palparle Claudio el abdomen, soltó un chillido de dolor. Procedió a la exploración vaginal. Con tan sólo colocar el espéculo, salió una abundante cantidad de pus fétido. Tras limpiar la vagina, vio que el pus asomaba por el orificio del cuello del útero, que estaba totalmente enrojecido. Era una infección pélvica brutal que podía abocar a una peritonitis. Miró la gráfica de la paciente buscando la edad. ¡Once años!

—Miss Mullins, vamos a tener que ingresar a esta paciente.

—Doctor Simone, eso es imposible.

—¿Cómo que es imposible? Esta niña puede desarrollar una peritonitis, si es que no la tiene ya.

—Usted lo ha dicho, doctor. Es una niña y en este hospital no se admiten pacientes menores de doce años.

—Eso es una tontería y una incongruencia. Yo no le voy a dar el alta.

Ken percibió que algo ocurría tras las cortinas.

—¿Qué pasa, miss Mullins?

—El doctor Simone quiere ingresar a esta paciente y no podemos admitirla. Tiene tan sólo once años.

—¿Y qué hay que hacer con ella? —preguntó Claudio.

—Pues ingresarla en el Children's Hospital.

—No te preocupes, Claudio —terció Ken—. Yo hablaré con el médico de guardia del Children's y estoy seguro de que la aceptarán.

Claudio se quitó los guantes y se alejó meneando la cabeza. Una niña que ingresa en un hospital infantil con el diagnóstico de peritonitis venérea. ¿En qué país se había metido?

Al poco rato, ya más apaciguado, Claudio atendió a una mujer joven con un corte muy profundo en el antebrazo. Le exploró la movilidad de la mano y se cercioró de que no hubiese ningún tendón seccionado. Con todo, decidió llamar a Ken.

—Es un corte muy profundo pero no ha afectado a ningún nervio ni ningún tendón.

Tras examinarlo, Ken llevó a Claudio fuera de la sala de curas y le dijo:

—Será mejor que llames al cirujano plástico.

—¿Por qué?

—Es una chica joven y agraciada. Le harán una sutura intradérmica y apenas le quedará cicatriz.

—Yo también le puedo hacer una sutura intradérmica.

—¿Tú? ¿Y dónde has aprendido a hacerla?

—Déjame hacerla y te lo explicaré.

Intrigado, Ken aceptó, no sin antes prevenirle.

—Si no queda bien, se nos va a caer el pelo a ti y a mí.

Claudio se introdujo en la sala de curas, aplicó anestesia local y procedió a suturar la herida.

Ken se quedó fuera observando. Claudio cosía la herida con movimientos rápidos y precisos. Cuando terminó, le hizo una señal para que entrase a ver el resultado. El trabajo era impecable. De la herida tan sólo quedaba una fina línea. No se veían rastros de sutura, pues la piel había sido cosida por dentro. Ni el más habilidoso cirujano plástico lo hubiese hecho mejor. Esperó a que el interno vendase a la paciente y le diese la gráfica a miss Mullins para decirle a Claudio:

—Ven, vamos a tomarnos un café.

Los dos se sentaron en una pequeña salita. Ken se sirvió una taza de café y le ofreció otra a Claudio. Este tiró la mitad del café y, sacándose un sobre de café instantáneo del bolsillo, lo vació en el vaso.

—Pero ¿qué haces? —le preguntó Ken.

—Aquí en América tenéis cosas muy buenas y otras muy malas. Y de las peores es el café que os bebéis. No sabéis lo que es un buen café. Daría medio sueldo por tomarme un verdadero café
espresso,
pero, como no puedo, me lo hago corto y fuerte, con la ayuda de un sobre de café instantáneo.

Ken decidió que era el momento de desentrañar el misterio que aquel chico, día a día, le planteaba. ¿Quién era? ¿De dónde había salido? Desde luego, su formación como cirujano estaba muy por encima de la media, así como su cultura y su
savoir faire.

—Claudio, explícame un poco de tu vida. He conocido a muchos internos y tú estás muy por encima de ellos.

—Ken, no querría resultar irrespetuoso pero la culpa es vuestra. Miráis a todos los graduados extranjeros a través del mismo prisma. Carne de cañón que hacen todo el trabajo y a los que consideráis inferiores. Pero no todos somos iguales. Sé perfectamente que somos necesarios, pues el número de graduados de las facultades de medicina norteamericanas cada año no llega a cubrir las necesidades que tienen los hospitales. ¿Sabías que somos más de cincuenta mil extranjeros practicando medicina en tu maravilloso país? El treinta por ciento de todos los internos y residentes somos extranjeros. Los hospitales dependen de nosotros para funcionar, para que todas las guardias estén cubiertas, para que los cirujanos tengan suficientes ayudantes. La mayoría son asiáticos. Filipinos, libaneses, sirios, persas e hindúes llenan vuestros hospitales, con las carencias que supone ser médico sin que se les haya restringido el acceso a la facultad de medicina, como ocurre aquí. Pero yo soy diferente. Pude estudiar medicina porque mi padre me pudo pagar la carrera, pero, créeme, no fue fácil. Sin embargo, no tengo que negarte que su posición me ayudó. Es uno de los ginecólogos más importantes de Sicilia y posee su propia clínica. Casi le da un infarto cuando le dije que quería especializarme en los listados Unidos en vez de entrar a trabajar con él. Desde el tercer año de carrera le he venido ayudando en el quirófano. Me ha enseñado muchas cosas, no sólo de técnica quirúrgica, sino de cómo relacionarme con los enfermos. Estoy seguro de que he cerrado más barrigas que tú...

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