Los cuclillos de Midwich (24 page)

Read Los cuclillos de Midwich Online

Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cuclillos de Midwich
6.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si estás insinuando con ello que nos estamos dando cuenta de algo que la señora Zellaby no ve, debo confesar...

—¡Oh, no, querido amigo; si uno no está cegado por la seguridad de su propia indispensabilidad, debe admitir que, al igual que los reyes de la creación que nos han precedido, estamos llamados a ser reemplazados un día. Esto podrá producirse de dos maneras: sea por nosotros mismos, por nuestra autodestrucción, sea por la invasión de una especie que no podamos dominar por falta de medios técnicos suficientes. Bien, henos aquí ahora frente a una voluntad y una inteligencia superiores. ¿Con qué podemos oponernos a ella?

—Tu argumentación es derrotista —dije—. Si estás hablando seriamente, como creo que lo estás haciendo, ¿no crees que sacas conclusiones demasiado generalizadas de un ejemplo muy pequeño?

—Eso es exactamente lo que me decía mi mujer cuando el ejemplo era aún más joven —opuso Zellaby—. También atacaba la idea de que algo extraordinario pudiera producirse aquí, en un prosaico pueblecito inglés. En vano intenté convencerla de que sería igualmente extraordinario en cualquier lugar que se produjera. Ella tenía la impresión de que sería decididamente una cosa menos sonprendente si se produjera en algún lugar más exótico, en un pueblecito balinés, o en un Pueblo mejicano; se trataba esencialmente de ese tipo de acontecimientos que siempre le ocurren a los demás. Sin embargo, y por desgracia, el ejemplo se produjo aquí, con todo lo que comporta de desagradable.

—No es la localización lo que ¡me molesta —dije—. Son tus suposiciones. En particular cuando aventuras que los Niños pueden hacer lo que les plazca, y que no hay ningún medio de impedírselo.

—Resultaría presuntuoso ser tan categórico. Quizá sea posible, pero no será fácil. Físicamente somos pobres y débiles criaturas en comparación con muchos animales, pero somos superiores a ellos porque nuestro cerebro está más desarrollado. Lo único que podría aplastarnos tendría que ser algo aún más inteligente que nosotros. Esta amenaza estaba aún muy lejana, en principio el hecho ni siquiera parecía plausible, y además era aún menos plausible que dejáramos a esos hipotéticos seres la oportunidad de convertirse en una seria amenaza.

"Y sin embargo hemos llegado a ello, de nuevo una de las sorpresas inesperadas de la inagotable Caja de Pandora que es la evolución: la mente confederada, dos mosaicos, uno con treinta y el otro con veintiocho piezas. ¿Qué esperamos poder hacer con nuestros pobres cerebros separados, que no entran más que confusas y torpemente en contacto los unos con los otros, contra treinta cerebros funcionando aparentemente como uno solo?

Protesté que, pese a aquello, los Niños no habían podido seguramente acumular en sus pocos años conocimientos suficientes como para oponerse con éxito a toda la suma del saber humano, pero Zellaby agitó la cabeza.

—Por razones que les pertenecen, el gobierno les ha proporcionado excelentes profesores, de modo que el conjunto de sus conocimientos debe ser considerable. Diría incluso que sé algo al respecto, ya que no ignoras que de tanto en tanto les he pronunciado conferencias. Eso tiene su importancia, pero no está aquí la fuente del peligro. Francis Bacon escribió:
nam et ipsa sientia potestas est
, el conocimiento es una fuerza en sí mismo, pero es lamentable que un intelecto tan preclaro como este pudiera, de tanto en tanto, errar de esta manera. Una enciclopedia se limita a saber, y no sabe qué hacer de su sabiduría. Todos nosotros conocemos gentes que tienen una memoria alucinante de hechos que no saben cómo utilizar, una calculadora puede proporcionar conocimientos en cinta sin fin, pero ninguno de estos conocimientos sirve de la menor ayuda si no es esclarecido por la inteligencia. El saber no es más que una especie de combustible: necesita el motor de la inteligencia para transformarse en potencia.

»Pero lo que me asusta es imaginar la potencia que podría proporcionar una inteligencia, incluso alimentada por un conocimiento-combustible reducido, cuando posee un rendimiento treinta veces superior al nuestro. Lo que puede ocurrir cuando los Niños alcancen la edad adulta... me niego a pensar en ello.

Fruncí el ceño. Como siempre, desconfiaba un poco de Zellaby.

—¿Sostienes realmente que no tenemos ningún medio de impedir a ese grupo de cincuenta y ocho Niños que hagan lo que les pase por la cabeza? —insistí.

—Lo sostengo —dijo con un enérgico movimiento de su cabeza—. ¿Qué propones? Sabes lo que le ocurrió a la multitud ayer por la noche: su intención era atacar a los Niños. En definitiva, terminaron luchando entre ellos. Envía a la policía y ocurrirá lo mismo. Envía a los soldados, y se dispararán entre sí.

—Quizá si —concedí—. Pero deben existir otros medios de enfocar el asunto. Según lo que tu dices, nadie les conoce suficientemente bien. Parece que sentimentalmente se hayan despegado muy aprisa de sus madres-huésped, aunque nunca hayan expresado los sentimientos que generalmente se atribuyen a los niños. La mayor parte de ellos han aprovechado la progresiva segregación tan pronto como les ha sido ofrecida. En consecuencia, el pueblo los conoce muy poco. En muy poco tiempo, parece que las gentes hayan dejado de considerarles como individuos. Tenían dificultad en distinguirlos los unos de los otros, y tomaron la costumbre de considerarlos colectivamente, de modo que los Niños tendían a convertirse en siluetas de dos dimensiones con una realidad limitada.

Zellaby pareció apreciar aquel punto de vista.

—Tienes completamente razón, querido amigo Faltan los contactos normales como la simpatía. Pero no es enteramente culpa nuestra. Yo mismo les he seguido desde tan cerca como he podido, pero siempre me han mantenido a una cierta distancia. A despecho le todos mis esfuerzos, los encuentros, como dices muy bien, bidimensionales. Y pondría mi mano sobre el fuego de que las gentes de la Granja no han conseguido mucho más.

—Falta saber —dije—, cómo obtener precisiones al respecto.

Estudiamos un instante el problema, hasta que Zellaby salió de su ensoñación para decir:

—¿En ningún momento te has preguntado cuál era tu propia situación aquí? Desde esta misma tarde. Si tenías intención de abandonarnos hoy, querido amigo, harías bien en saber si los Niños te consideran o no como uno de nosotros.

No había pensado en aquel aspecto de la situación, y me sentí sorprendido. Decidí ir a comprobarlo.

Bernard, aparentemente, se había ido en el coche del jefe de policía, de modo que tomé el suyo para la experiencia.

Encontré la respuesta en el camino de Oppley. Una sensación muy curiosa. Mis manos y mis pies fueron compelidos a parar el coche sin intervención voluntaria de mi parte. Una de las chicas Niño estaba sentada al borde de la carretera, mordisqueando una brizna de hierba y mirándome sin expresión. Mi mano se negó a obedecerme, y no pude apoyar mi pie en el acelerador. Miré a la chica y le dije que yo no vivía en Midwich, y que quería regresar a mi casa. Simplemente agitó la cabeza. Maniobré de nuevo la palanca del cambio, y descubrí que solamente podía poner la marcha atrás.

—Hum —dijo Zellaby a mi regreso—, hete aquí pues como huésped de honor del pueblo. En cierto modo me lo esperaba. Por favor, recuérdeme que le diga a Anthea que avise a la criada que tenemos un invitado.

En el mismo momento en que Zellaby y yo manteníamos esta conversación en Kyle Manor, otra conversación sobre el mismo tema, pero no en el mismo tono, era mantenida en la Granja. El doctor Torrance, sintiéndose más afirmado por la aprobación tácita de Bernard, respondía más explícitamente a las preguntas del jefe de policía. Sin embargo, habían llegado a un estadio donde la diferencia de puntos de vista de los interlocutores no podía ser paliada, y una pregunta particularmente mal formulada había incitado al doctor a declarar en un tono que dejaba traslucir el desánimo:

—Me parece que, desgraciadamente, no he conseguido aclarar sus dudas, Sir John.

El jefe de policía emitió un impaciente gruñido.

—Todo el mundo no hace más que repetírmelo, y voy a terminar por creer que aquí nadie es capaz de aclarar nada. Todo el mundo no hace más que repetirme, y sin proporcionar la menor prueba que yo pueda comprender, que esos niños del demonio son en cierto modo no responsables del asunto de ayer noche; incluso usted, que si he comprendido bien asume la responsabilidad de todo ello. Le confieso no comprender una situación en la cual unos Niños tienen la posibilidad de infringir la disciplina hasta el punto de alterar el orden publico fomentando un grave alboroto. Por otro lado, no veo por qué quieren todos ustedes que yo comprenda la situación. Es por ello por lo que, como representante del orden, deseo ver a uno de los instigadores para saber lo que tiene que declarar al respecto.

—Pero, Sir John, ya le he explicado que no hubo instigadores...

—Lo sé, lo sé. Le he comprendido bien. Todos esos niños son iguales, y todo lo demás. Todo estará muy bien en teoría, pero usted sabe tan bien como yo que en cada grupo hay personalidades fuertes, y lo que hay que hacer es echarles el guante. Écheles el guante a ellos, y tendrá a toda la pandilla.

Se detuvo, dejando entender que deseaba ser obedecido.

El doctor Torrance intercambió una desanimada mirada con el coronel. Bernard se encogió de hombros e hizo un signo imperceptible con la cabeza. El doctor Torrance adoptó un aire aún más desanimado. Incómodo, dijo:

—Muy bien, Sir John. Puesto que virtualmente se trata de una orden de la policía, no tengo otra alternativa, pero le ruego que cuide mucho sus palabras. Los Niños son, esto, muy sensibles.

La elección de aquella última palabra no era afortunada. En el vocabulario del doctor, aquel término tenía un significado técnico; en el del jefe de policía, era un término utilizado por las madres apasionadas al referirse a sus hijos-problema, y en consecuencia no mejoró su desaprobación cuando el doctor Torrance se levantó y abandonó la estancia. Bernard había abierto ya la boca para apoyar la advertencia del doctor, pero se calló, estimando que aquello no haría más que agravar la irritación del jefe de policía, causando así más mal que bien. El problema con sir John era que, cuando se le decía algo, este lo pasaba por el tamiz de sus propias ideas y aceptaba solamente la que encajaba con ellas, apartando o tergiversando el resto. Así pues esperaron en silencio el regreso del doctor que volvió un instante más tarde trayendo consigo a un único Niño.

—Este es Eric —dijo como presentación. Se giró hacia el chico y añadió—: Sir John Tenby desea hacerte algunas preguntas. Es su deber como jefe de policía hacer un informe sobre el asunto de la pasada noche, ¿comprendes?

El chico asintió con la cabeza y giró sus ojos hacia sir John. El doctor Torrance se sentó de nuevo en su sillón tras el escritorio, e, incómodo, miró atentamente a los dos interlocutores.

El rostro del muchacho era tranquilo, atento, pero neutro, sin reflejar el menor sentimiento. Sir John le devolvió la mirada con la misma tranquilidad. Un chico en perfecta salud, pensó; un poco delgado quizá; bueno, no tampoco en sentido de flaco; menudo sería el término más apropiado. Era difícil emitir un juicio a partir de los rasgos; el rostro era agradable, sin poseer aquella debilidad que acompaña a menudo a los rasgos delicados en un niño, y sin embargo sin evocar tampoco fortaleza; la boca era pequeña, sin duda, pero sin llegar a ser maliciosa. No había mucho que deducir del rostro en sí, aunque los ojos fueran mucho más notables de lo que había imaginado. Le habían hablado del curioso color dorado del iris, pero nadie había conseguido describirle la sorprendente cualidad cálida que irradiaban, ni el extraño efecto de iluminación interior. Por el espacio de un segundo se inquietó, pero se reafirmó. Recordó que se enfrentaba con un mal sujeto, un chico de tan solo nueve años pero que aparentaba fácilmente dieciséis, educado además según auellas fantasiosas teorías de libertad de expresión, no complejos, etc. Decidió tratar al chico según su edad aparente y se dedicó a adoptar aquella actitud de padre a hijo que es definida por aquellos que la practican como "de hombre a hombre".

—Un mal asunto el de la otra noche —observó—. Nuestro trabajo es aclarar las cosas y saber lo que ocurrió realmente, quién es el responsable, y todo lo demás. Las gentes sostienen que vosotros estabais allí. ¿Qué me dices sobre eso?

El chico no respondió inmediatamente.

El jefe de policía asintió con la cabeza. No podía esperar una confesión inmediata.

—Entonces, ¿qué es lo que ocurrió exactamente?

—Las gentes del pueblo vinieron aquí para incendiar la Granja —dijo el chico.

—¿Estás seguro de ello?

—Eso es lo que decían, y no existía ninguna otra razón que justificara su venida en aquel momento.

—Muy bien, no iremos a discutir ahora los porqués y los cómos. Admitámoslo. Dices que algunos de ellos vinieron con la intención de incendiar la Granja. Supongo que inmediatamente después vinieron otros para impedírselo, y así es como empezó el tumulto. ¿No?

—Sí —asintió el chico, con menos confianza.

—Así pues, de aquello. No fuisteis más que espectadores.

—No —dijo el chico—. Teníamos que defendernos. Era imperativo; de otro modo, hubieran incendiado la Granja.

—¿Quieres decir que pedisteis a algunos de ella que detuvieran a los demás, o algo así?

—No —dijo el chico, pacientemente—. Les hicimos luchar los unos contra los otros. Hubiéramos podido enviarles simplemente de vuelta, pero si lo hubiéramos hecho así probablemente hubieran vuelto algún otro día. Ahora ya no lo harán. Comprenden que es mejor para ellos dejarnos tranquilos.

Tomado por sorpresa, el jefe de policía reflexionó unos instantes. Luego:

—Dices que les hicisteis luchar entre ellos. ¿Cómo lo conseguisteis?

—Es demasiado difícil de explicar, no creo que pudiera usted comprenderlo —dijo el chico juiciosamente.

Sir John enrojeció ligeramente.

—Sin embargo, me gustaría oírtelo explicar —dijo con tono paciente.

No consiguió nada.

—No serviría de nada —dijo el chico. Hablaba sencillamente, sin doble intención, como quien enuncia un hecho.

El jefe de policía enrojeció un poco más. El doctor Torrance se apresuró a intervenir:

—Es un tema muy abtruso, Sir John. Todos nosotros, aquí hemos intentado comprenderlo. Nos henos dedicado a ello durante años, y no hemos conseguido gran cosa. Sin definir la cosa con precisión, podríamos describirlo diciendo que los Niños "sugestionaron" a la gente.

Other books

American Girls by Alison Umminger
Lulu in Honolulu by Elisabeth Wolf
Allegiance of Honor by Nalini Singh
The Sphinx Project by Hawkings, Kate
Riding Danger by Candice Owen
Misplaced Innocence by Morneaux, Veronica