—Quédese si lo desea —dijo—. Estamos contentos de tener compañía esos días.
Comprendí que pensaba lo que decía, y acepté.
—De todos modos —añadí, dirigiéndome a Bernard—, ni siquiera sabemos si tu nuevo status de correo te permite un acompañante. Si intentara irme contigo, es muy posible que me detuvieran, puesto que me ha sido adjudicada la categoría de residente forzado.
—¡Ah, sí, esa ridícula prohibición! —dijo Zellaby—. Debo hablarles seriamente al respecto. Es una medida de pánico absurda por su parte. Acompañamos a Bernard hasta la puerta, y lo vimos recorrer el sendero haciéndonos señas de adiós.
—Sí, los Niños han marcado un tanto, creo —dijo de nuevo Zcollaby, mientras el coche se dirigía hacia la carretera—. Y la partida... ¿van a ganarla finalmente también? —permaneció unos instantes silencioso, luego se encogió imperceptiblemente de hombros y agitó la cabeza.
—Querida —dijo Zellaby, mirando a su mujer sentada frente a él mientras desayunaban—, si por casualidad fueras a Trayne esta mañana, ¿podrías traerme uno de esos tarros grandes de caramelos?
Anthea desvió su atención de la tostadora de pan para mirar a su marido.
—Querido —dijo, aunque la entonación de aquella palabras le confiriera un significado más bien dudoso—, en primer lugar, si recordaras lo que ocurrió ayer te darías cuenta de que no es posible ir a Trayne; en segundo lugar, no siento la menor inclinación a comprar caramelos para regalárselos a los Niños; en tercer lugar, si eso significa que tienes intención de ir a mostrarles tus films esta tarde a la Granja, debo advertirte que me opongo formalmente.
—En primer lugar —dijo Zellaby—, el sitio ha sido levantado. Ayer tarde les hice ver que era más bien estúpido y poco considerado. Sus rehenes no pueden emprender la huida sin llegar a un acuerdo, y entonces la noticia les llegará infaliblemente, aunque tan sólo sea, por la señorita Lamb y la señorita Ogle. Todo el mundo se preocupó inútilmente; la mitad del pueblo, incluso tan sólo la cuarta parte, constituye ya una salvaguardia suficiente para ellos. En segundo lugar, les advertí que pensaba anular mi conferencia de esta tarde sobre las islas Egeas si la mitad de ellos seguían jugando a los vagabundos por las carreteras y los caminos.
—¿Y se mostraron de acuerdo? —preguntó Anthea.
—Por supuesto. No son estúpidos, tú lo sabes. Son muy sensibles a los argumentos razonados.
—¿Tú crees? ¿Después de todo lo que nos han hecho?
—Te aseguro que lo son —protestó Zellaby—. Cuando se sienten irritados o sorprendidos hacen imbecilidades, pero ¿acaso nosotros no Las hacemos también? Y, puesto que son jóvenes, exageran, pero ¿acaso todos los jóvenes no hacen lo mismo? Además, se hallan inquietos y ansiosos, pero ¿no lo estaríamos también nosotros si una amenaza del tipo de Gizhinsk flotara sobre nuestras cabezas?
—Gordon —dijo su mujer—, no te comprendo. Los Niños son responsables de la pérdida de seis vidas. Mataron a seis personas que conocíamos, amigos nuestros, e hirieron a otras muchas, algunas gravemente. No importa en qué momento eso mismo puede ocurrirnos a nosotros. ¿Pretendes defenderles?
_Por supuesto que no, querida. Intento tan sólo explicar que ellos también pueden cometer errores, como nosotros. Un día tendrán que luchar contra nosotros por su vida; lo saben y, a causa de sus propios nervios, han cometido el error de creer que este momento había llegado ya.
—Entonces, ¿todo lo que tenemos que decir es: "Lamentamos que hayáis matado a seis personas por error, pero no os preocupéis, olvidémoslo"?
—¿Es que tú propones alguna otra cosa? —preguntó Zellaby— ¿Prefieres la lucha abierta?
—No, por supuesto, pero si la ley no puede tocarles como tu dices, aunque no acabo de ver de qué serviría la ley si no pudiera admitir lo que todo el mundo sabe, si la ley es pues impotente, esto no quiere decir tampoco que no debamos preocuparnos por ello y pretender que no ha pasado nada. Hay tanto sanciones sociales como sanciones legales.
—Yo sería más prudente que esto, querida. Acaba de quedar demostrado que la sanción y la fuerza no tienen ningún efecto sobre ellos —dijo Zellaby en tono serio.
Anthea le miró con expresión de sorpresa.
—Gordon, no te comprendo —repitió—. Pensamos del mismo modo con respecto a tantas cosas. Compartimos los mismos principios, pero parece como si te hubiera perdido. No podemos simplemente ignorar lo que ha ocurrido: sería tan culpable como si los responsables hubiéramos sido nosotros.
—Tú y yo, querida, no estamos usando ahora los mismos sistemas de medida. Tú juzgas según las leyes sociales, y ello te lleva a concluir en el crimen. Yo considero todo esto como una lucha elemental, y en consecuencia no hay ningún crimen, tan sólo un peligro oscuro y primitivo. —El tono con que pronunció aquellas últimas palabras era tan distinto del usado habitualmente por él que nos sorprendió enormemente, hasta el punto que lo miramos con la boca abierta. Por primera vez, vi a otro Zellaby distinto del que conocía, un Zellaby para quien la vida, con sus latentes ejemplos, daba a sus obras un significado mucho más profundo del que parecía tener a simple vista, otro Zellaby más joven que el conversador familiar y más agudo que el agradable forjador de frases. Luego volvió a su estilo habitual—: El cordero sabio no hace irritar al lobo, lo aplaca, gana tiempo, y espera a que ocurra algo. A los Niños les gustan los caramelos, y esperan que les traiga.
Sus ojos se engarzaron en los de Atnhea durante algunos segundos. Vi la sorpresa y la irritación desaparecer del rostro de la mujer, para dejar su lugar a una expresión de confianza tan absoluta que me sentí azarado.
Zellaby se giró hacia mí.
Desgraciadamente, mi querido amigo, tengo trabajo aquí esta mañana. ¿Quizá te gustaría festejar ese levantamiento del sitio acompañando a Anthea a Trayne?
Cuando regresamos a Kyle Manor, poco antes del almuerzo, encontré a Zellaby en una tumbona del porche. No me vio inmediatamente, y mientras lo observaba, me sentí impresionado por los contrastes que podía apreciar en él. Durante el desayuno, había podido ver durante unos breves instantes a un hombre más joven y más fuerte; ahora tenía ante mí a un hombre viejo y cansado, más viejo de lo que nunca lo había visto. Así acusaba el paso de los años, sentado al viento que agitaba sus blancos cabellos plateados, con la mirada perdida a lo lejos.
Pero mis pies hicieron ruido en las losas del porche, e inmediatamente su aspecto cambió. Aquel aire de cansancio desapareció, su mirada brilló con una nueva luz, y el rostro que Zellaby giro hacia mí era el mismo que conocía desde hacía diez años.
Tomé una silla y me senté a su lado, poniendo a sus pies un gran tarro lleno de caramelos. Lo miró fijamente unos momentos.
—Bueno —dijo—, les encantan esas cosas. Al fin y al cabo son unos niños, con una n minúscula también.
—No quiero mezclarme en lo que no me importa —dije—, pero ¿crees realmente que es prudente que vayas esta tarde? Después de todo ya no podemos hacer marcha atrás. Las cosas han cambiado. Actualmente hay una enemistad declarada entre ellos y el pueblo, si no entre ellos y todos nosotros. Deben sospechar que se trama algo contra ellos. El ultimátum que dieron a Bernard no será aceptado en seguida, si acaso lo es alguna vez. Has dicho que estaban nerviosos; deben estarlo todavía, y en consecuencia serán peligrosos.
Zellaby agitó la cabeza.
—No para mí. Yo comencé a enseñarles cosas antes de que las autoridades se mezclaran en el asunto, y luego seguí instruyéndoles. Lo más importante es que ellos tienen confianza en mí...
Calló, y se retrepó en su tumbona, mientras miraba cómo los álamos se balanceaban al viento.
—La confianza... —comenzó, cuando apareció Anthea con la botella de aperitivo y los vasos, y se interrumpió para preguntarle qué se decía de nosotros en Trayne.
Durante el almuerzo habló menos que de costumbre, y luego desapareció en su despacho. Un poco más tarde le vi descender el camino para efectuar su habitual paseo de media tarde, pero como no me había invitado a acompañarle me tendí confortablemente en una tumbona del jardín. Estuvo de regreso para el té, y me aconsejó que comiera algunas pastas, ya que la cena habitual iba a ser reemplazada por una cena tardía como solían hacer cuando iba a dar una conferencia a los Niños.
Anthea, mientras bebíamos, deslizó, aunque sin demasiadas esperanzas:
—Querido, ¿no crees...? Es decir, han visto ya todos tus films. Sé que les has mostrado al menos dos veces el de las islas Egeas. ¿No podrías anular la conferencia por esta noche y pasarla a otro día, cuando tengas quizá algún nuevo film que mostrarles?
—Pero querida, es un buen film, y puede soportarse el haberlo visto dos o tres veces —explicó Zellaby, un poco ofendido—. Además, mi conferencia no es cada vez la misma, siempre hay algo nuevo que decir acerca de las islas griegas.
A las seis y media, comenzamos a cargar su material en el coche. Parecía haber mucho. Un montón de cajas conteniendo proyectores, resistencias, amplificadores, altoparlantes, una caja llena de films, un magnetófono para no dejar escapar la menor de sus palabras, todo ello excesivamente pesado.
Cuando lo hubimos metido todo en el coche, y fijado en el techo el soporte del micrófono, uno hubiera dicho que se trataba más bien de un viaje de exploración que de una conferencia.
Zellaby no estuvo un momento quieto durante la operación, inspeccionando y contando todas las cajas, incluido el frasco de caramelos. Finalmente dio el visto bueno. Se giró hacia Anthea.
—Le he pedido a Gayford que me acompañe y me ayude a descargar —dijo—. No te preocupes por nada —la atrajo hacia sí y la besó.
—Gordon —comenzó ella—. Gordon...
Manteniéndola apretada contra él con su brazo izquierdo, acarició su rostro con la mano derecha, mirándola fijamente a los ojos. Agitó la cabeza con aire de afectuoso reproche.
—Pero Gordon, ahora les tengo miedo. ¿Y si...?
—No temas, querida, sé lo que estoy haciendo —dijo él. Luego se giró y subió al coche, y descendimos el camino. Anthea permaneció en los escalones de la entrada, viéndonos partir con mirada triste.
Sentía una cierta aprensión cuando nos detuvimos ante la verja de la Granja. Nada sin embargo justificaba a nuestro alrededor la inquietud. Era simplemente un edificio victoriano, grande y feo, incongruentemente flanqueado con nuevas alas, de aspecto industrial, que habían sido construidas para laboratorios en tiempos del señor Crimm. El césped ante la casa guardaba pocas huellas del sangriento tumulto que había tenido lugar allí hacía poco y, aunque algunos arbustos habían sufrido evidentemente por ello, era difícil creer que realmente hubiera tenido lugar.
Nuestra llegada no pasó desapercibida. Antes de que hubiera abierto la portezuela para salir del coche, la puerta de entrada se abrió bruscamente, y una buena docena de Niños bajaron saltando los peldaños a los gritos desordenados de: "¡Hola, señor Zellaby!". Habían abierto ya las portezuelas de atrás, y dos de los chicos estaban empezando a sacar el material para dárselo a los demás. Dos chicas subieron corriendo las escaleras con el micrófono y la pantalla portátil, mientras otra se precipitaba con un gritito de triunfo sobre el frasco de caramelos y corría tras ellas.
—Cuidado con eso —dijo Zellaby cuando llegaron a las cajas más pesadas—. Es material delicado. Tratadlo con cuidado.
Un chico le dirigió una sonrisa de complicidad y levantó una de las cajas negras con una exagerada precaución, para tendérsela a otro. En aquel momento ninguno de aquellos Niños tenía nada de extraño o misterioso, salvo que hacían pensar en una representación de music-hall a causa de su semejanza. Por primera vez desde mi regreso era capaz de apreciar que los Niños tenían también "una minúscula". Resultaba también evidente que la visita de Zellaby era una distracción muy apreciada por todos. Le miré mientras los observaba con una sonrisita en la comisura de sus labios. Era imposible asociar a los Niños, tal como los veía ahora, con una idea de peligro. Tenía la confusa sensación de que aquellos chiquillos no podían ser esos Niños... en absoluto. Que todas las teorías, los temores, las amenazas, correspondían a otro grupo de Niños completamente distinto. Era realmente difícil atribuirles la destrucción del vigoroso jefe de policía, que tanto había alterado a Bernard. Era apenas creíble que hubieran podido formular un ultimátum que debía ser tomado tan en serio que sería sometido a las más altas esferas del gobierno.
—Espero que los espectadores sean numerosos —dijo Zellaby, medio afirmando, medio preguntando.
—Oh, sí, señor Zellaby —le aseguró uno de los chicos—. Estaremos todos. Excepto Wilfred, por supuesto. Está en la enfermería.
—Ah, sí —dijo Zellaby—. ¿Cómo se encuentra?
—Su espalda sigue doliéndole, pero le han sacado todos los perdigones, y el doctor dice que saldrá con bien —dijo el chico.
La confusión de mis sentimientos aumentó. Cada vez hallaba más difícil creer que no hubiéramos sido todos nosotros engañados de alguna manera con una incomprensión total de los Niños, por un lado, y que por otro el Zellaby que estaba ahora a mi lado fuera el mismo Zellaby que, aquella mañana, había hablado de "un peligro oscuro, primitivo".
La última caja salió del coche. Recordé que estaba ya allá cuando comenzamos a cargar las demás. Era visiblemente muy pesada, ya que tenía que ser llevada por dos chicos a la vez. Zellaby los contempló atentamente mientras subían la escalera, y luego se giró hacia mí.
—Muchas gracias por tu ayuda —dijo, como si me despidiera.
Me sentía decepcionado. Aquel nuevo aspecto de los Niños me intrigaba; había decidido asistir a la conferencia y estudiarlos mientras estaban allí relajados, todos juntos, como niños con una n minúscula.
Era algo que podía leerse claramente en mi cara, y Zellaby lo notó.
—Pensaba pedirte que te quedaras —explicó—. Pero debo confesar que Anthea me inquieta esta tarde. Se preocupa, ya sabes. Siempre ha experimentado un cierto temor hacia los Niños, y los últimos días la han alterado mucho más de lo que quiere dar a entender. Creo que será mejor que no esté sola. Debo decirte que esperaba que tú, como amigo... Sería tan estupendo que...
—Por supuesto, claro —dije—. Perdona que no pensara en ello por mí mismo. Estaré encantado.