Demetrio estrechó a Camila amorosamente por la cintura, y quién sabe qué palabras susurró a su oído.
—Sí —contestó ella débilmente.
Porque ya le iba cobrando “voluntá”.
Demetrio durmió mal, y muy temprano se echó fuera de la casa.
“A mí me va a suceder algo”, pensó.
Era un amanecer silencioso y de discreta alegría. Un tordo piaba tímidamente en el fresno; los animales removían las basuras del rastrojo en el corral; gruñía el cerdo su somnolencia. Asomó el tinte anaranjado del sol, y la última estrellita se apagó.
Demetrio, paso a paso, iba al campamento.
Pensaba en su yunta: dos bueyes prietos, nuevecitos, de dos años de trabajo apenas, en sus dos fanegas de labor bien abonadas. La fisonomía de su joven esposa se reprodujo fielmente en su memoria: aquellas líneas dulces y de infinita mansedumbre para el marido, de indomables energías y altivez para el extraño. Pero cuando pretendió reconstruir la imagen de su hijo, fueron vanos todos sus esfuerzos; lo había olvidado.
Llegó al campamento. Tendidos entre los surcos, dormían los soldados, y revueltos con ellos, los caballos echados, caída la cabeza y cerrados los ojos.
—Están muy estragadas las remudas, compadre Anastasio; es bueno que nos quedemos a descansar un día siquiera.
—¡Ay, compadre Demetrio!… ¡Qué ganas ya de la sierra! Si viera…, ¿a que no me lo cree?… pero naditita que me jallo por acá… ¡Una tristeza y una murria!… ¡Quién sabe qué le hará a uno falta!…
—¿Cuántas horas se hacen de aquí a Limón?
—No es cosa de horas: son tres jornadas muy bien hechas, compadre Demetrio.
—¡Si viera!… ¡Tengo ganas de ver a mi mujer!
No tardó mucho la Pintada en ir a buscar a Camila:
—¡Újule, újule!… Sólo por eso que ya Demetrio te va a largar. A mí, a mí mero me lo dijo… Va a traer a su mujer de veras… Y es muy bonita, muy blanca… ¡Unos chapetes!… Pero si tú no te queres ir, pue que hasta te ocupen: tienen una criatura y tú la puedes cargar…
Cuando Demetrio regresó, Camila, llorando, se lo dijo todo.
—No le hagas caso a esa loca… Son mentiras, son mentiras…
Y como Demetrio no fue a Limón ni se volvió a acordar de su mujer, Camila estuvo muy contenta y la Pintada se volvió un alacrán.
XI
Antes de la madrugada salieron rumbo a Tepatitlán. Diseminados por el camino real y por los barbechos, sus siluetas ondulaban vagamente al paso monótono y acompasado de las caballerías, esfumándose en el tono perla de la luna en menguante, que bañaba todo el valle.
Se oía lejanísimo ladrar de perros.
—Hoy a mediodía llegamos a Tepatitlán, mañana a Cuquío, y luego…, a la sierra —dijo Demetrio.
—¿No sería bueno, mi general —observó a su oído Luis Cervantes—, llegar primero a Aguascalientes?
—¿Qué vamos a hacer allá?
—Se nos están agotando los fondos…
—¡Cómo!… ¿Cuarenta mil pesos en ocho días?
—Sólo en esta semana hemos reclutado cerca de quinientos hombres, y en anticipos y gratificaciones se nos ha ido todo —repuso muy bajo Luis Cervantes.
—No; vamos derecho a la sierra… Ya veremos…
—¡Sí, a la sierra! —clamaron muchos.
—¡A la sierra!… ¡A la sierra!… No hay como la sierra.
La planicie seguía oprimiendo sus pechos; hablaron de la sierra con entusiasmo y delirio, y pensaron en ella como en la deseada amante a quien se ha dejado de ver por mucho tiempo.
Clareó el día. Después, una polvareda de tierra roja se levantó hacia el oriente, en una inmensa cortina de púrpura incendiada.
Luis Cervantes templó la brida de su caballo y esperó a la Codorniz.
—¿En qué quedamos, pues, Codorniz?
—Ya le dije, curro: doscientos por el puro reló…
—No, yo te compro a bulto: relojes, anillos y todas las alhajitas. ¿Cuánto?
La Codorniz vaciló, se puso descolorido; luego dijo con ímpetu:
—Deque dos mil papeles por todo.
Pero Luis Cervantes se dejó traicionar; sus ojos brillaron con tan manifiesta codicia, que la Codorniz volvió sobre sus pasos y exclamó pronto:
—No, mentiras, no vendo nada… El puro reló, y eso porque ya debo los doscientos pesos a Pancracio, que anoche me ganó otra vez.
Luis Cervantes sacó cuatro flamantes billetes de “dos caritas” y los puso en manos de la Codorniz.
—De veras —le dijo—, me intereso al lotecito… Nadie te dará más de lo que yo te dé.
Cuando comenzó a sentirse el sol, el Manteca gritó de pronto:
—Güero Margarito, ya tu asistente quiere pelar gallo. Dice que ya no puede andar.
El prisionero se había dejado caer, exhausto, en medio del camino.
—¡Calla! —clamó el güero Margarito retrocediendo—. ¿Conque ya te cansaste, simpático? ¡Pobrecito de ti! Voy a comprar un nicho de cristal para guardarte en una rinconera de mi casa, como Niño Dios. Pero es necesario llegar primero al pueblo, y para esto te voy a ayudar.
Y sacó el sable y descargó sobre el infeliz repetidos golpes.
—A ver la reata, Pancracio —dijo luego, brillantes y extraños los ojos.
Pero como la Codorniz le hiciera notar que ya el federal no movía ni pie ni mano, dio una gran carcajada y dijo:
—¡Qué bruto soy!… ¡Ahora que lo tenía enseñado a no comer!…
—Ahora sí, ya llegamos a Guadalajara chiquita —dijo Venancio descubriendo el caserío risueño de Tepatitlán, suavemente recostado en una colina.
Entraron regocijados; a las ventanas asomaban rostros sonrosados y bellos ojos negros.
Las escuelas quedaron convertidas en cuarteles.
Demetrio se alojó en la sacristía de una capilla abandonada.
Después los soldados se desperdigaron, como siempre, en busca de “avances”, so pretexto de recoger armas y caballos.
Por la tarde, algunos de los de la escolta de Demetrio estaban tumbados en el atrio de la iglesia rascándose la barriga. Venancio, con mucha gravedad, pecho y espaldas desnudos, espulgaba su camisa.
Un hombre se acercó a la barda, pidiendo la venia de hablar al jefe.
Los soldados levantaron la cabeza, pero ninguno le respondió.
—Soy viudo, señores; tengo nueve criaturas y no vivo más que de mi trabajo… ¡No sean ingratos con los pobres!…
—Por mujer no te apures, tío —dijo el Meco, que con un cabo de vela se embadurnaba los pies—; ai traimos a la Pintada, y te la pasamos al costo.
El hombre sonrió amargamente.
—Nomás que tiene una maña —observó Pancracio, boca arriba y mirando el azul del cielo—: apenas mira un hombre, y luego luego se prepara.
Rieron a carcajadas; pero Venancio, muy grave, indicó la puerta de la sacristía al paisano.
Éste, tímidamente, entró y expuso a Demetrio su queja. Los soldados acababan de “limpiarlo”. Ni un grano de maíz le habían dejado.
—Pos pa qué se dejan —le respondió Demetrio con indolencia.
Luego el hombre insistió con lamentos y lloriqueos, y Luis Cervantes se dispuso a echarlo fuera insolentemente. Pero Camila intervino:
—¡Ande, don Demetrio, no sea usté también mal alma; déle una orden pa que le devuelvan su maíz!…
Luis Cervantes tuvo que obedecer; escribió unos renglones, y Demetrio, al calce, puso un garabato.
—¡Dios se lo pague, niña!… Dios se lo ha de dar de su santísima gloria… Diez fanegas de maíz, apenas pa comer este año —clamó el hombre, llorando de agradecimiento. Y tomó el papel y a todos les besó las manos.
XII
Iban llegando ya a Cuquío, cuando Anastasio Montañés se acercó a Demetrio y le dijo:
—Ande, compadre, ni le he contado… ¡Qué travieso es de veras el güero Margarito! ¿Sabe lo que hizo ayer con ese hombre que vino a darle la queja de que le habíamos sacado su maíz para nuestros caballos? Bueno, pos con la orden que usté le dio fue al cuartel. “Sí, amigo, le dijo el güero; entra para acá; es muy justo devolverte lo tuyo. Entra, entra… ¿Cuántas fanegas te robamos?… ¿Diez? ¿Pero estás seguro de que no son más que diez?… Sí, eso es; como quince, poco más o menos… ¿No serían veinte?… Acuérdate bien… Eres muy pobre, tienes muchos hijos que mantener. Sí, es lo que digo, como veinte; ésas deben haber sido… Pasa por acá; no te voy a dar quince, ni veinte. Tú nomás vas contando… Una, dos, tres… Y luego que ya no quieras, me dices: ya.” Y saca el sable y le ha dado una cintareada que lo hizo pedir misericordia.
La Pintada se caía de risa.
Y Camila, sin poderse contener, dijo:
—¡Viejo condenado, tan mala entraña!… ¡Con razón no lo puedo ver!
Instantáneamente se demudó el rostro de la Pintada.
—¿Y a ti te da tos por eso?
Camila tuvo miedo y adelantó su yegua.
La Pintada disparó la suya y rapidísima, al pasar atropellando a Camila, la cogió de la cabeza y le deshizo la trenza.
Al empellón, la yegua de Camila se encabritó y la muchacha abandonó las riendas por quitarse los cabellos de la cara; vaciló, perdió el equilibrio y cayó en un pedregal, rompiéndose la frente.
Desmorecida de risa, la Pintada, con mucha habilidad, galopó a detener la yegua desbocada.
—¡Ándale, curro, ya te cayó trabajo! —dijo Pancracio luego que vio a Camila en la misma silla de Demetrio, con la cara mojada de sangre.
Luis Cervantes, presuntuoso, acudió con sus materiales de curación; pero Camila, dejando de sollozar, se limpió los ojos y dijo con voz apagada:
—¿De usté?… ¡Aunque me estuviera muriendo! ¡Ni agua!…
En Cuquío recibió Demetrio un propio.
—Otra vez a Tepatitlán, mi general —dijo Luis Cervantes pasando rápidamente sus ojos por el oficio—. Tendrá que dejar allí la gente, y usted a Lagos, a tomar el tren de Aguascalientes.
Hubo protestas calurosas; algunos serranos juraron que ellos no seguirían ya en la columna, entre gruñidos, quejas y rezongos.
Camila lloró toda la noche, y otro día, por la mañana, dijo a Demetrio que ya le diera licencia de volverse a su casa.
—¡Si le falta voluntá!… —contestó Demetrio hosco.
—No es eso, don Demetrio; voluntá se la tengo y mucha…, pero ya lo ha estado viendo… ¡Esa mujer!…
—No se apure, hoy mismo la despacho a… Ya lo tengo bien pensado.
Camila dejó de llorar.
Todos estaban ensillando ya. Demetrio se acercó a la Pintada y le dijo en voz muy baja:
—Tú ya no te vas con nosotros.
—¿Qué dices? —inquirió ella sin comprender.
—Que te quedas aquí o te largas adonde te dé la gana, pero no con nosotros.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó ella con asombro—. ¿Es decir, que tú me corres? ¡Ja, ja, ja!… ¿Pues qué… tal serás tú si te andas creyendo de los chismes de ésa…?
Y la Pintada insultó a Camila, a Demetrio, a Luis Cervantes y a cuantos le vinieron a las mientes, con tal energía y novedad, que la tropa oyó injurias e insolencias que no había sospechado siquiera.
Demetrio esperó largo rato con paciencia; pero como ella no diera trazas de acabar, con mucha calma dijo a un soldado:
—Echa fuera esa borracha.
—¡Güero Margarito! ¡Güero de mi vida! ¡Ven a defenderme de éstos…! ¡Anda, güerito de mi corazón!… ¡Ven a enseñarles que tú eres hombre de veras y ellos no son más que unos hijos de…!
Y gesticulaba, pateaba y daba de gritos.
El güero Margarito apareció. Acababa de levantarse; sus ojos azules se perdían bajo unos párpados hinchados y su voz estaba ronca. Se informó del sucedido y, acercándose a la Pintada, le dijo con mucha gravedad:
—Sí, me parece muy bien que ya te largues mucho a la… ¡A todos nos tienes hartos!
El rostro de la Pintada se granitificó. Quiso hablar, pero sus músculos estaban rígidos.
Los soldados reían divertidísimos; Camila, muy asustada, contenía la respiración.
La Pintada paseó sus ojos en torno. Y todo fue en un abrir y cerrar de ojos; se inclinó, sacó una hoja aguda y brillante de entre la media y la pierna y se lanzó sobre Camila.
Un grito estridente y un cuerpo que se desploma arrojando sangre a borbotones.
—Mátenla —gritó Demetrio fuera de sí.
Dos soldados se arrojaron sobre la Pintada que, esgrimiendo el puñal, no les permitió tocarla.
—¡Ustedes no, infelices!… Mátame tú, Demetrio —se adelantó, entregó su arma, irguió el pecho y dejó caer los brazos.
Demetrio puso en alto el puñal tinto en sangre; pero sus ojos se nublaron, vaciló, dio un paso atrás.
Luego, con voz apagada y ronca, gritó:
—¡Lárgate!… ¡Pero luego!…
Nadie se atrevió a detenerla.
Se alejó muda y sombría, paso a paso.
Y el silencio y la estupefacción los rompió la voz aguda y gutural del güero Margarito:
—¡Ah, qué bueno!… ¡Hasta que se me despegó esta chinche!…
XIII
En la medianía del cuerpo
una daga me metió,
sin saber por qué
ni por qué sé yo…
Él sí lo sabía,
pero yo no…
Y de aquella herida mortal
mucha sangre me salió,
sin saber por qué
ni por qué sé yo…
Él sí lo sabía,
pero yo no…
Caída la cabeza, las manos cruzadas sobre la montura, Demetrio tarareaba con melancólico acento la tonadilla obsesionante.
Luego callaba; largos minutos se mantenía en silencio y pesaroso.
—Ya verá cómo llegando a Lagos le quito esa murria, mi general. Allí hay muchachas bonitas para darnos gusto —dijo el güero Margarito.
—Ahora sólo tengo ganas de ponerme una borrachera —contestó Demetrio.
Y se alejó otra vez de ellos, espoleando su caballo, como si quisiera abandonarse todo a su tristeza.
Después de muchas horas de caminar, hizo venir a Luis Cervantes:
—¿Oiga, curro, ahora que lo estoy pensando, yo qué pitos voy a tocar a Aguascalientes?
—A dar su voto, mi general, para presidente provisional de la República.
—¿Presidente provisional?… Pos entonces, ¿qué… tal es, pues, Carranza?… La verdad, yo no entiendo estas políticas…
Llegaron a Lagos. El güero apostó a que esa noche haría reír a Demetrio a carcajadas.
Arrastrando las espuelas, las chivarras caídas abajo de la cintura, entró Demetrio a “El Cosmopolita”, con Luis Cervantes, el güero Margarito y sus asistentes.
—¿Por qué corren, curros?… ¡No sabemos comer gente! —exclamó el güero.