—Pero sí sé decirle, amigo Montañés —dijo uno de los de Natera—, que si usted le cae bien a mi general Villa, le regala una hacienda; pero si le choca…, ¡nomás lo manda fusilar!…
¡Ah, las tropas de Villa! Puros hombres norteños, muy bien puestos, de sombrero tejano, traje de kaki nuevecito y calzado de los Estados Unidos de a cuatro dólares.
Y cuando esto decían los hombres de Natera, se miraban entre sí desconsolados, dándose cuenta cabal de sus sombrerazos de soyate podridos por el sol y la humedad y de las garras de calzones y camisas que medio cubrían sus cuerpos sucios y empiojados.
—Porque ahí no hay hambre… Traen sus carros apretados de bueyes, carneros, vacas. Furgones de ropa; trenes enteros de parque y armamentos, y comestibles para que reviente el que quiera.
Luego se hablaba de los aeroplanos de Villa.
—¡Ah, los airoplanos! Abajo, así de cerquita, no sabe usted qué son; parecen canoas, parecen chalupas; pero que comienzan a subir, amigo, y es un ruidazo que lo aturde. Luego algo como un automóvil que va muy recio. Y haga usté de cuenta un pájaro grande, muy grande, que parece de repente que ni se bulle siquiera. Y aquí va lo mero bueno: adentro de ese pájaro, un gringo lleva miles de granadas. ¡Afigúrese lo que será eso! Llega la hora de pelear, y como quien les riega maíz a las gallinas, allí van puños y puños de plomo pa’l enemigo… Y aquello se vuelve un camposanto: muertos por aquí, muertos por allí, y ¡muertos por todas partes!
Y como Anastasio Montañés preguntara a su interlocutor si la gente de Natera había peleado ya junto con la de Villa, se vino a cuenta de que todo lo que con tanto entusiasmo estaban platicando sólo de oídas lo sabían, pues que nadie de ellos le había visto jamás la cara a Villa.
—¡Hum…, pos se me hace que de hombre a hombre todos semos iguales!… Lo que es pa mí naiden es más hombre que otro. Pa peliar, lo que uno necesita es nomás tantita vergüenza. ¡Yo, qué soldado ni qué nada había de ser! Pero, oiga, ai donde me mira tan desgarrao… ¿Voy que no me lo cree? Pero, de veras, yo no tengo necesidá…
—¡Tengo mis diez yuntas de bueyes!… ¿A que no me lo cree? —dijo la Codorniz a espaldas de Anastasio, remedándolo y dando grandes risotadas.
XXI
El atronar de la fusilería aminoró y fue alejándose. Luis Cervantes se animó a sacar la cabeza de su escondrijo, en medio de los escombros de unas fortificaciones, en lo más alto del cerro.
Apenas se daba cuenta de cómo había llegado hasta allí. No supo cuándo desaparecieron Demetrio y sus hombres de su lado. Se encontró solo de pronto, y luego, arrebatado por una avalancha de infantería, lo derribaron de la montura, y cuando, todo pisoteado, se enderezó, uno de a caballo lo puso a grupas. Pero, a poco, caballo y montados dieron en tierra, y él sin saber de su fusil, ni del revólver, ni de nada, se encontró en medio de la blanca humareda y del silbar de los proyectiles. Y aquel hoyanco y aquellos pedazos de adobes amontonados se le habían ofrecido como abrigo segurísimo.
—¡Compañero!…
—¡Compañero!…
—Me tiró el caballo; se me echaron encima; me han creído muerto y me despojaron de mis armas… ¿Qué podía yo hacer? —explicó apenado Luis Cervantes.
—A mí nadie me tiró… Estoy aquí por precaución…, ¿sabe?…
El tono festivo de Alberto Solís ruborizó a Luis Cervantes.
—¡Caramba! —exclamó aquél—. ¡Qué machito es su jefe! ¡Qué temeridad y qué serenidad! No sólo a mí, sino a muchos bien quemados nos dejó con tamaña boca abierta.
Luis Cervantes, confuso, no sabía qué decir.
—¡Ah! ¿No estaba usted allí? ¡Bravo! ¡Buscó lugar seguro a muy buena hora!… Mire, compañero; venga para explicarle. Vamos allí, detrás de aquel picacho. Note que de aquella laderita, al pie del cerro, no hay más vía accesible que lo que tenemos delante; a la derecha la vertiente está cortada a plomo y toda maniobra es imposible por ese lado; punto menos por la izquierda: el ascenso es tan peligroso, que dar un solo paso en falso es rodar y hacerse añicos por las vivas aristas de las rocas. Pues bien; una parte de la brigada Moya nos tendimos en la ladera, pecho a tierra, resueltos a avanzar sobre la primera trinchera de los federales. Los proyectiles pasaban zumbando sobre nuestras cabezas; el combate era ya general; hubo un momento en que dejaron de foguearnos. Nos supusimos que se les atacaba vigorosamente por la espalda. Entonces nosotros nos arrojamos sobre la trinchera. ¡Ah, compañero, fíjese!… De media ladera abajo es un verdadero tapiz de cadáveres. Las ametralladoras lo hicieron todo; nos barrieron materialmente; unos cuantos pudimos escapar. Los generales estaban lívidos y vacilaban en ordenar una nueva carga con el refuerzo inmediato que nos vino. Entonces fue cuando Demetrio Macías, sin esperar ni pedir órdenes a nadie, gritó:
—¡Arriba, muchachos!…
—¡Qué bárbaro! —clamé asombrado.
“ Los jefes, sorprendidos, no chistaron. El caballo de Macías, cual si en vez de pesuñas hubiese tenido garras de águila, trepó sobre estos peñascos. ‘¡Arriba, arriba!’, gritaron sus hombres, siguiendo tras él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió pisada y rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y acuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros bravos. Aquello no podía durar. La desigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!”
De lo alto del cerro se veía un costado de La Bufa, con su crestón, como testa empenachada de altivo rey azteca. La vertiente, de seiscientos metros, estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.
En medio de la humareda blanca de la fusilería y los negros borbotones de los edificios incendiados, refulgían al claro sol casas de grandes puertas y múltiples ventanas, todas cerradas; calles en amontonamiento, sobrepuestas y revueltas en vericuetos pintorescos, trepando a los cerros circunvecinos. Y sobre el caserío risueño se alzaba una alquería de esbeltas columnas y las torres y cúpulas de las iglesias.
—¡Qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie! —pronunció Solís conmovido. Luego, en voz baja y con vaga melancolía:
—Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar!… ¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!… ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!… ¡Lástima de sangre!
Muchos federales fugitivos subían huyendo de soldados de grandes sombreros de palma y anchos calzones blancos.
Pasó silbando una bala.
Alberto Solís, que, cruzados los brazos, permanecía absorto después de sus últimas palabras, tuvo un sobresalto repentino y dijo:
—Compañero, maldito lo que me simpatizan estos mosquitos zumbadores. ¿Quiere que nos alejemos un poco de aquí?
Fue la sonrisa de Luis Cervantes tan despectiva, que Solís, amoscado, se sentó tranquilamente en una peña.
Su sonrisa volvió a vagar siguiendo las espirales de humo de los rifles y la polvareda de cada casa derribada y cada techo que se hundía. Y creyó haber descubierto un símbolo de la revolución en aquellas nubes de humo y en aquellas nubes de polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban, se confundían y se borraban en la nada.
—¡Ah —clamó de pronto—, ahora sí!…
Y su mano tendida señaló la estación de los ferrocarriles. Los trenes resoplando furiosos, arrojando espesas columnas de humo, los carros colmados de gente que escapaba a todo vapor.
Sintió un golpecito seco en el vientre, y como si las piernas se le hubiesen vuelto de trapo, resbaló de la piedra. Luego le zumbaron los oídos… Después, oscuridad y silencio eternos…
I
Al champaña que ebulle en burbujas donde se descompone la luz de los candiles, Demetrio Macías prefiere el límpido tequila de Jalisco.
Hombres manchados de tierra, de humo y de sudor, de barbas crespas y alborotadas cabelleras, cubiertos de andrajos mugrientos, se agrupan en torno de las mesas de un restaurante.
—Yo maté dos coroneles —clama con voz ríspida y gutural un sujeto pequeño y gordo, de sombrero galoneado, cotona de gamuza y mascada solferina al cuello—. ¡No podían correr de tan tripones: se tropezaban con las piedras, y para subir al cerro, se ponían como jitomates y echaban tamaña lengua!… “No corran tanto, mochitos —les grité—; párense, no me gustan las gallinas asustadas… ¡Párense, pelones, que no les voy a hacer nada!… ¡Están dados!” ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… La comieron los muy… ¡Paf, paf! ¡Uno para cada uno… y de veras descansaron!
—A mí se me jue uno de los meros copetones —habló un soldado de rostro renegrido, sentado en un ángulo del salón, entre el muro y el mostrador, con las piernas alargadas y el fusil entre ellas—. ¡Ah, cómo traiba oro el condenado! Nomás le hacían visos los galones en las charreteras y en la mantilla. ¿Y yo?… ¡El muy burro lo dejé pasar! Sacó el paño y me hizo la contraseña, y yo me quedé nomás abriendo la boca. ¡Pero apenas me dio campo de hacerme de la esquina, cuando aistá a bala y bala!… Lo dejé que acabara un cargador… ¡Hora voy yo!… ¡Madre mía de Jalpa, que no le jierre a este jijo de… la mala palabra! ¡Nada, nomás dio el estampido!… ¡Traiba muy buen cuaco! Me pasó por los ojos como un relámpago… Otro probe que venía por la misma calle me la pagó… ¡Qué maroma lo he hecho dar!
Se arrebatan las palabras de la boca, y mientras ellos refieren con mucho calor sus aventuras, mujeres de tez aceitunada, ojos blanquecinos y dientes de marfil, con revólveres a la cintura, cananas apretadas de tiros cruzados sobre el pecho, grandes sombreros de palma a la cabeza, van y vienen como perros callejeros entre los grupos.
Una muchacha de carrillos teñidos de carmín, de cuello y brazos muy trigueños y de burdísimo continente, da un salto y se pone sobre el mostrador de la cantina, cerca de la mesa de Demetrio.
Éste vuelve la cara hacia ella y choca con unos ojos lascivos, bajo una frente pequeña y entre dos bandos de pelo hirsuto.
La puerta se abre de par en par y, boquiabiertos y deslumbrados, uno tras otro, penetran Anastasio Montañés, Pancracio, la Codorniz y el Meco.
Anastasio da un grito de sorpresa y se adelanta a saludar al charro pequeño y gordo, de sombrero galoneado y mascada solferina.
Son viejos amigos que ahora se reconocen. Y se abrazan tan fuerte que la cara se les pone negra.
—Compadre Demetrio, tengo el gusto de presentarle al güero Margarito… ¡Un amigo de veras!… ¡Ah, cómo quiero yo a este güero! Ya lo conocerá, compadre… ¡Es reteacabao!… ¿Te acuerdas, güero, de la penitenciaría de Escobedo, allá en Jalisco?… ¡Un año juntos!
Demetrio, que permanecía silencioso y huraño en medio de la alharaca general, sin quitarse el puro de entre los labios rumoreó tendiéndole la mano:
—Servidor…
—¿Usted se llama, pues, Demetrio Macías? —preguntó intempestivamente la muchacha que sobre el mostrador estaba meneando las piernas y tocaba con sus zapatos de vaqueta la espalda de Demetrio.
—A la orden —le contestó éste, volviendo apenas la cara.
Ella, indiferente, siguió moviendo las piernas descubiertas, haciendo ostentación de sus medias azules.
—¡Eh, Pintada!… ¿Tú por acá?… Anda, baja, ven a tomar una copa —le dijo el güero Margarito.
La muchacha aceptó en seguida la invitación y con mucho desparpajo se abrió lugar, sentándose enfrente de Demetrio.
—¿Conque usté es el famoso Demetrio Macías que tanto se lució en Zacatecas? —preguntó la Pintada.
Demetrio inclinó la cabeza asintiendo, en tanto que el güero Margarito lanzaba una alegre carcajada y decía:
—¡Diablo de Pintada tan lista!… ¡Ya quieres estrenar general!…
Demetrio, sin comprender, levantó los ojos hacia ella; se miraron cara a cara como dos perros desconocidos que se olfatean con desconfianza. Demetrio no pudo sostener la mirada furiosamente provocativa de la muchacha y bajó los ojos.
Oficiales de Natera, desde sus sitios, comenzaron a bromear a la Pintada con dicharachos obscenos.
Pero ella, sin inmutarse, dijo:
—Mi general Natera le va a dar a usté su aguilita… ¡Ándele, chóquela!…
Y tendió su mano hacia Demetrio y lo estrechó con fuerza varonil.
Demetrio, envanecido por las felicitaciones que comenzaron a lloverle, mandó que sirvieran champaña.
—No, yo no quiero vino ahora, ando malo —dijo el güero Margarito al mesero—; tráeme sólo agua con hielo.
—Yo quiero de cenar con tal de que no sea chile ni frijol, lo que jaiga —pidió Pancracio.
Siguieron entrando oficiales y poco a poco se llenó el restaurante. Menudearon las estrellas y las barras en sombreros de todas formas y matices; grandes pañuelos de seda al cuello, anillos de gruesos brillantes y pesadas leopoldinas de oro.
—Oye, mozo —gritó el güero Margarito—, te he pedido agua con hielo… Entiende que no te pido limosna… Mira este fajo de billetes: te compro a ti y… a la más vieja de tu casa, ¿entiendes?… No me importa saber si se acabó, ni por qué se acabó… Tú sabrás de dónde me la traes… ¡Mira que soy muy corajudo!… Te digo que no quiero explicaciones, sino agua con hielo… ¿Me la traes o no me la traes?… ¡Ah, no?… Pues toma…
El mesero cae al golpe de una sonora bofetada.
—Así soy yo, mi general Macías; mire cómo ya no me queda pelo de barba en la cara. ¿Sabe por qué? Pues porque soy muy corajudo, y cuando no tengo en quen descansar, me arranco los pelos hasta que me baja el coraje. ¡Palabra de honor, mi general; si no lo hiciera así, me moriría del puro berrinche!
—Es muy malo eso de comerse uno solo sus corajes —afirma, muy serio, uno de sombrero de petate como cobertizo de jacal—. Yo, en Torreón, maté a una vieja que no quiso venderme un plato de enchiladas. Estaban de pleito. No cumplí mi antojo, pero siquiera descansé.