Los días de gloria (16 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Sucedió en Bruselas. Teníamos allí una sociedad dedicada a productos de alergia que nunca acabó de convertirse en un negocio rentable. La montamos de la mano de un ejecutivo del sector financiero, un belga llamado Marcel Collet, un hombre algo premioso de voces y gestos, exagerado en el vestir, quizá blando de formas, pero inteligente. Había prestado sus servicios en una de las multinacionales de farmacia. De vez en cuando me encontraba con él en Madrid y Bruselas para debatir sobre la marcha de esa pequeña sociedad. Como digo, era algo lento en la exposición y premioso en las formas. Pero me pareció siempre una buena persona.

Cenábamos en algún lugar de la capital belga. No sé por qué pero comentábamos acerca de asuntos propiamente encajables en el mundo del esoterismo. No pegaba demasiado, visto su aspecto, que a Marcel le interesaran estas cosas tan aparentemente raras, pero así fue. Y como yo he sido siempre un aficionado a estas materias desde mi tierna juventud, expuse mis ideas. Percibí que los ojos de Marcel se cubrían de un brillo especial a medida que avanzaba en mi parlamento. Por fin, al cabo de un largo rato de esta singular conversación, se acercó a mí algo más de lo habitual, se inclinó hacia adelante y reduciendo el tono de voz, con ese volumen tan característico de quienes desean transmitir algo que de ser escuchado por los demás mortales provocaría un caos mundial, me dijo:

—¿Te gustaría ingresar en la masonería?

Me quedé de piedra, aunque una de mis características —ya sé que está mal que yo lo diga— es saber controlar el lenguaje corporal de los choques emocionales intensos. Por eso no gesticulé en exceso, me eché algo para atrás reclinándome con mayor ángulo en mi silla, puse una cara de circunstancias y sin la menor emoción en mi tono, una vez transcurridos los imprescindibles segundos de silencio que dotan al instante de una arquitectura de seriedad, dije:

—Pues no se me había ocurrido nunca, la verdad. ¿Puedes decirme algo al respecto?

Y resulta que aquel hombre blando de formas tenía unos conocimientos masónicos realmente importantes. Me ilustró el resto de la velada. Tomé nota de cuanto dijo, no me comprometí en absoluto, le dije que estaríamos en contacto y esa noche pasó a ser la única que recuerdo bien de las muchas que tuve que compartir con aquel hombre cuya pista perdí hace mucho tiempo.

Al regresar a Madrid comenté con Juan la anécdota. Lo hice deliberadamente en tono jocoso, para evitar que Juan se escandalizara con el relato y se sintiera atacado en la profundidad de sus convicciones. Se quedó pensativo y curiosamente no pronunció ninguna sentencia contra la masonería ni una admonición grave contra la mera ocurrencia de mi ingreso en la orden. Pero al día siguiente, a eso de las doce de la mañana, charlamos en su despacho de Julián Camarillo, y para mi sorpresa, quizá relativa sorpresa, todo hay que decirlo, Juan esbozó un discurso que sobre el papel encajaba mal con la fuerza de las convicciones que me transmitía con anterioridad.

—He estado pensando en eso que me comentaste de la masonería... A mí, claro, no me pega, pero a ti sí. No sé si en mi familia hemos tenido alguien que era masón, pero es muy posible. Y como a ti te pega, quizá no estaría mal que entraras. Así cubrimos más flancos...

Sonreí. ¿Qué se puede hacer ante un discurso que constituye una gigantesca ponderación de lo conveniente por encima de cualquier convicción profunda? Lo dejamos en ese momento y seguimos con nuestros asuntos.

Concluida la historia del sable clavado en el sillón de Juan, nos fuimos a dormir y al día siguiente la historia del animal africano era ya agua pasada, la señal no tan clara y su voluntad de retener Abelló, S. A., se mantenía firme. Es curioso, pero los factores emocionales se sobreponen en muchas ocasiones por encima de eso que llaman racionales. La decisión técnica, por llamarla de alguna manera, consistía en la prudencia de vender. La emocional, en la imprudencia de apegarse a un modo de vida ya existente. ¿Cómo es que un hombre racional se deja influir por la emoción en algo tan vital como el dinero? Juan no constituía un ejemplo extraño. Ni mucho menos. Entre el deseo de continuar y el miedo al futuro, la decisión de no vender se presentaba pétrea. Y es comprensible porque todos, de alguna manera, construimos nuestra personalidad fijándola en cosas, tangibles o intangibles, pero cosas al fin y al cabo, de tal manera que si nos privan de ellas sentimos el vértigo del vacío, y aunque no lleguemos a cuestionarnos qué o quiénes somos sin ellas, la verdad es que la sensación resulta extremadamente desagradable, y buscamos como sea algún motivo preñado de racionalidad epidérmica para justificar nuestros miedos, para permitirnos seguir siendo como somos sin arrojarnos a un precipicio desconocido: el abismo de una personalidad sin puntos materiales de referencia.

En todo caso, la realidad es que el camino de la venta de Abelló se cerró ante mis ojos.

Pues no me quedaba otra que hablar claro con él y decirle algo tan concreto como que me marchaba a iniciar otra vida. Acudí a su despacho, me senté frente a él con cierta parsimonia y me lancé:

—Mira, Juan —comencé con un tono delicadamente suave—. El tiempo que hemos pasado juntos ha sido muy interesante y son muchas las cosas que he aprendido, pero necesito buscar nuevos horizontes, hacer algo por mí mismo, porque me estoy encontrando envuelto en una contradicción grave: actúo como si fuera propietario de los laboratorios y sé que no lo soy, lo cual me está creando una incomodidad personal importante.

Deseaba transmitirle la decisión tomada. Busqué la mejor manera de decírselo sin herir excesivamente su susceptibilidad y por eso utilicé un lenguaje para él perfectamente comprensible: actuar como accionista sin serlo. Es obvio que, siendo Abelló, S. A., una empresa familiar, ni era accionista, ni podía serlo, ni tenía la menor intención de conseguirlo, aunque solo fuera porque se trataba de una empresa cuyas escasas expectativas de futuro diseñé con tanto cuidado. Era, insisto, una manera de hablar que se correspondía con el afecto que sentía por Juan. Sin embargo, creo que no me entendió.

Me miró aparentando serenidad, se recostó un poco en el sillón de su despacho en una especie de impulso para abarcar más terreno, lo que suele ser equivalente, en una conversación de este tipo, a ganar autoridad, y me dijo:

—Esa es una reflexión inteligente pero muy poco pragmática.

Lo que me quería trasladar es que comprendía perfectamente mis inquietudes, pero que era muy poco realista invertir tiempo en pensar que no era accionista, sencillamente porque no tenía ninguna posibilidad de serlo. Cada uno, venían a decir esas palabras, tiene que aceptarse como lo que es. Yo era un abogado del Estado, pero no un propietario capitalista y, por consiguiente, reflexionar de esa manera, en la opinión de Juan, no me llevaba a ningún sitio. Sus palabras eran un reflejo de su consciente interno, esa división estructural de la sociedad a la que antes me refería. Juan no necesitaba reflexionar su respuesta antes de traducirla en palabras, porque la explicitaba gestualmente todos y cada uno de los días de su vida.

La respuesta, aparentemente fría, preñada de distancia humana, me pareció congruente, porque mi discurso afectaba a la esencia del Sistema y nadie podría haber respondido de otra manera. Aguanté el silencio que se produjo detrás de aquellas palabras, un silencio denso, de textura múltiple, porque desde mi costado se trataba de una percepción vital, y desde el de Juan de una asunción de roles inamovibles. ¿Qué hacer? ¿Cómo responder? Reconozco que en ese momento cedí un poco al ímpetu algo agresivo que todo el proceso provocó en mi interior y respondí:

—Entonces, de acuerdo. Vamos a concedernos un plazo de unos meses para que yo termine los trabajos que tengo pendientes, aunque a partir de este momento me considero desligado profesionalmente de los laboratorios, sin perjuicio, como te digo, de que todo lo que tengo entre manos quedará terminado, pero te ruego que los nuevos temas se los encargues a otro.

Salí del despacho envuelto en silencio. Juan no pareció inmutarse demasiado. Tal vez pensó que se trataba solo de una estrategia negociadora, de que todo es reconducible, de que volvería… Estaba tan convencido de que la vida real que me aportaba mi estancia en la empresa de farmacia distaba tanto de la que se correspondería a un brillante abogado del Estado, por muy jefe de Servicios que fuera, que no tardaría en visualizarla, y lo que se presentó como una repuesta emocional se reconduciría a eso que Juan llamaba «lo pragmático», lo que equivaldría a que en un corto espacio de tiempo todo volvería a ser como antes y cada uno en su lugar.

Cuando crucé la puerta de su despacho pensaba para mis adentros que quizá había sido demasiado frío en mis palabras, pero no latía dentro de mí ningún sentimiento de culpabilidad, porque la auténtica frialdad había emanado de Juan, con esa frase de «inteligente pero no pragmática». De todas formas, una despedida tan cruda no casaba con el afecto que en aquellos momentos sentía por Juan, que era mucho en cantidad y calidad, pero en ocasiones desparramamos frialdad con aquellos por quienes sentimos más cariño. Es una de tantas contradicciones que adornan nuestra peculiar naturaleza humana. Lo que ignoraba en aquellos momentos es que todavía tenía un largo trecho por delante, especialmente complicado y difícil, en mis relaciones con Juan Abelló.

El 23 de diciembre de ese año tuvimos Juan y yo una cena muy emotiva en el restaurante Colony de Madrid, en la calle de Alberto Alcocer. Cuando nos sentamos en la mesa todavía Juan albergaba alguna esperanza de que reconsiderara mi postura, ofreciéndome una participación en los beneficios del laboratorio. Pero todo estaba decidido. No le expliqué a Juan mi razonamiento interior. Le contesté con una sonrisa afectuosa y un sincero «no puede ser».

En una especie de intento final de que nuestra relación continuara, me propuso que estableciéramos un contacto permanente, diario, a través de un sistema de radio que uniera nuestros despachos. También decidió que yo fuera consejero de Antibióticos, empresa en la que su familia tenía una participación significativa. Pero la decisión estaba tomada.

Retengo vivo el recuerdo de esa cena posiblemente porque al ver a Juan humanizado, desprovisto de esa corteza de la que se rodeaba en la mayoría de sus relaciones sociales, al percibir que al margen de sus necesidades profesionales comenzaba a destilar algunos trozos de afecto para conmigo, me di cuenta de hasta dónde llegaba el cariño que yo ya sentía por él.

Reunimos al Consejo de Administración de Abelló, S. A., y le trasladamos mi decisión. Juan fue informando al Consejo con voz suave y exposición deliberadamente lenta, dejando casi resbalar las palabras, sin especial dramatismo pero queriendo dar importancia al suceso. Sin embargo, los ojos y hasta los gestos del padre de Juan transmitían de forma inequívoca la tremenda preocupación que le causaba lo que estaba oyendo y ello no solo era debido a la simpatía que sentía por mí. Todas las mañanas, cuando yo estaba en Abelló, S. A., venía a mi despacho, abría la puerta, me miraba, yo le hacía un gesto expresivo de una broma que manteníamos entre nosotros, se reía con esa risa infantil que suelen tener las personas mayores, como expresando alegría y complicidad en alguna «trastada», y se iba.

Murió antes de que culminara la venta de los laboratorios, por lo que nunca conoció el destino final de la empresa que había creado, y precisamente el día en que cerramos esa operación fuimos Juan y yo a visitar el lugar en donde estaba enterrado; cuando miraba la piedra en la que estaba grabado el nombre de Juan Abelló Pascual, recordé que poco después de aquel Consejo vino a mi despacho y con las tremendas dificultades que tenía para poder hablar, porque había sufrido una operación de cáncer de laringe, me pidió, en un tono un tanto patético, que por favor siguiera ayudando a Juan.

Pero nada es definitivo. Al final, curiosamente, Juan cedió. Fueron varias las razones que llevaron a decidir la venta de su empresa a los americanos de Merck. Tuvo que deglutir las razones que en su día le expuse y me encargó, esta vez absolutamente en serio, que me pusiera al frente de la operación. No se trató solo de una venta. Fue algo mucho más profundo. No solo por los factores que concurrieron en ella, que ahora relato porque tienen importancia, sino porque marcó para Juan un momento decisivo de su vida al encontrarse por primera vez sin-sus-cosas, y su personalidad se encontraba vertida en ellas.

Pero por avatares del destino, una vez decidida la venta, todo se pudo haber ido al garete a consecuencia, precisamente, de una falsa información de prensa suministrada por el diario
El País
. Juan y yo ya vivíamos separados profesionalmente cuando aquella mañana del año 1983 el diario
El País
sacó en portada una noticia terrible: «El Frenadol puede causar un grave riesgo para la salud». Era una auténtica estupidez médica porque se trataba de un producto absolutamente inofensivo, combinación de paracetamol, cafeína, vitamina C y un antihistamínico, pero ya se sabe que este tipo de noticias crean una alarma general y acaban con la vida de cualquier especialidad farmacéutica. En el caso de Abelló, S. A., el tema resultaba sencillamente vital, puesto que el Frenadol era clave en los beneficios del laboratorio. Y Merck, comprador americano, lo conocía a la perfección. Pero no es que fracasara esa posible venta, sino que, además, el laboratorio se iría a pique y con él todo lo que Juan había soñado en su vida.

Juan me llamó consternado, hundido, destrozado. La noticia no podía venir en peor momento. En ese preciso instante, el diario de la llamada izquierda española se atrevía a publicar una estupidez científica de tamaño cósmico, pero que podría provocar no solo la ruina del producto, sino, además, el fracaso estrepitoso de unas negociaciones de venta cuya decisión había costado sangre, sudor, lágrimas y la caída de un sable sobre un cómodo sillón del despacho de Las Navas.

Cuando nos reunimos, Juan me contó que había recibido una llamada de Pablo Garnica hijo, a quien yo no conocía, que en aquel entonces era algo así como director comercial de Banesto y que, aparte de una muy buena amistad con Juan, creo que era padrino de uno de sus hijos o viceversa. En fin, una relación muy intensa. Pablo le dijo:

—Si quieres puedes pedirnos un crédito para financiar el stock que tengas porque estas cosas no tienen remedio y el Frenadol está muerto.

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