Los días de gloria (36 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Como Abelló conocía a todos, o casi todos los consejeros, organizamos un almuerzo en su casa con aquellos que considerábamos más próximos a nuestra causa, o que, al menos, podrían entender nuestros planteamientos.

La nueva casa de Juan en Serrano transpiraba riqueza ostensible por todos sus poros. Los picasso, modigliani, juan gris, braque y muchos otros componentes de una magnífica colección de arte transmitían con fulgor la fuerza del poder del dinero. Juan invertía ingentes cantidades de dinero en obras de arte. Le gustaba hacerlo y no solo porque estaba convencido de que el tiempo revaloriza lo bueno, sino porque, además, eso de exhibir en tu casa cuadros y piezas de muchos millones de pesetas o euros es gratificante, estimula tu ego, justifica tus esfuerzos, evidencia tu poderío. Los invitados se quedan atenazados ante el poder económico que destilan. Es de mal gusto, creo, poner en el plato de cada comensal invitado a la cena una copia autenticada de la cuenta corriente, o de la declaración de patrimonio, o de las escrituras que acreditan el tamaño de las fincas. Y si no puedes enseñar el dinero la cosa reduce su atractivo en muchos enteros. Y de ahí lo de las obras de arte. Cuelgas en la pared un picasso, un juan gris, un modigliani o algo de nivel parecido y la gente ya sabe que tienes un montón de dinero. No puede precisar cuánto, pero da igual porque eso significa mucho, pero mucho dinero de verdad. Por eso se quedan impactados. Sobre todo los políticos. Cuentan que cuando Juan Abelló llevó a Aznar a su casa por vez primera, el hombre político se rindió a los encantos cuantitativos del hombre económico, o, lo que es lo mismo, que Aznar se quedó mudo ante el despliegue de poderío financiero de Juan. A partir de ese instante, y no sé si solo por los efectos de ese instante, se hicieron amigos. Está claro que si quieres andar con tiento, eso del dinero tienes que tomártelo en serio.

Ahora, llegado el turno de la reunión con los consejeros de Banesto, a ellos les impactarían mucho menos que a Aznar las obras de arte de Juan, aunque solo fuera porque en su mayoría pertenecían a familias más viejas que la de Abelló y en sus casas tendrían obras de factura importante. Quizá no como las de Juan, pero tal vez más clásicas, menos modernas, pero no por ello necesariamente menos valiosas. Eran familias ricas las que visitaban el comedor de Juan y eso tiene importancia para calibrar el efecto impacto de la exhibición de poder financiero mediante la exposición de obras de arte.

Llegaron los consejeros. Nos saludamos de modo convencional, sin alharacas, muy medidos los apretones de mano, las sonrisas en su nivel freático adecuado, los movimientos acompasados, en fin, todo muy convencional,
comme il faut
que dicen los franceses. El almuerzo se desarrolló en el nuevo comedor de Juan. El clima, como digo, confeccionado con educación en las formas, se percibía un punto tenso en el fondo, dominado el aire que respirábamos por una expectativa mutua. Lo de los cuadros y obras de arte les importaba en ese momento lo justo, y lo justo aquí quiere decir más bien poco tirando a casi nada. Juan cumplió a la perfección su papel de introductor de embajadores. Conocía a todo el mundo. Y, lo más importante, todo el mundo le conocía a él. Su personalidad no revestía lugares de sombras para el resto de los comensales. El desconocido era yo, lo que me obligaba a ser el encargado de explicar nuestros planes. Cualquier cosa que hubiera dicho Juan habría sido colocada dentro del concepto ya formado de él. Por tanto, la novedad residía en la mentalidad de aquel joven abogado del Estado que, según se decía, ganó e hizo ganar mucho dinero a Juan Abelló. Me tocaba a mí, así que me puse manos a la obra. Tenía que hablar, que exponer delante de personas a las que no conocía, y les tenía que decir delicadamente que su situación no era muy buena y que si querían podíamos encontrar soluciones juntos, pero, claro, eso tenía un coste, y ese coste residía en que Juan y yo entraríamos en el Consejo desde la calle con una cierta posición de preeminencia. Y esto lo tenía que explicar un chico de treinta y ocho años que venía desde unos sitios rarísimos de Galicia, aunque imagino que en aquellos momentos a los consejeros les importaba un comino si yo era de Galicia, Cuenca, Salamanca o Salvatierra do Miño. Pero como tenía que hablar, llegado el momento, sin demostrar especiales muestras de dramatismo, tomé la palabra:

—Yo no os conozco pero quiero deciros cuáles son nuestras intenciones. Queremos llegar al banco y mantener lo que son sus esencias, si bien es verdad que tendremos que introducir los cambios de gestión que sean necesarios para ganar más dinero y poner el banco en vanguardia. No conocemos a López de Letona ni tenemos con él ningún tipo de compromisos. Ahora bien, nuestra presencia, sin duda, servirá para frenar al Banco de España en su intento de apropiarse de Banesto.

Un discurso convencional, sin gran énfasis, exento de cualquier emoción respecto al hecho de llegar a ser miembros del Consejo de tan prestigiosa casa, muy aséptico en las ideas, frío en contenido y exposición, típico de un recién llegado inteligente y algo poseído por el éxito de su vida. Los consejeros de Banesto lo soportaron sin el menor entusiasmo. En el fondo no estaban allí para entusiasmarse con nadie, sino para decidir qué hacer con el banco y con sus vidas. Conocían a Juan y tenían muy claro lo que podían esperar de él. Las palabras de aquel muchacho no pasaban de ser una mera convención.

El ataque de Mariano Rubio iba en serio. Pero tampoco deseaban precipitarse. Banesto había capeado temporales muy duros y, al final, había conseguido continuar navegando con la misma sangre en las venas de los miembros de la tripulación de altura. Claro que en ese año de 1987 la situación tenía tintes especialmente dramáticos. Desde sus orígenes nunca un extraño había alcanzado la presidencia de Banesto. En diciembre de ese año, si alguien no lo remediaba, López de Letona lo conseguiría. ¿Tendría poder suficiente para echarles a ellos? No a todos. Pactaría con algunos. Argüelles y Herrera colaborarían con entusiasmo. El poder del Banco de España era excesivo. Tal vez encontraran mecanismo de subsistir, pero el panorama inmediato se teñía de negro oscuro. Quedaban pocos meses hasta el 16 de diciembre de ese año, fecha en la que conforme a lo decidido por Mariano se produciría la sustitución de Pablo. El riesgo de Juan y su amigo el abogado del Estado no era desdeñable, desde luego, pero la situación ofrecía pocas opciones.

La reacción a mis palabras fueron sonrisas formales, gestos de asentimiento sin el menor entusiasmo, algunas descalificaciones educadas de los «traidores», sobre todo de Juan Herrera, ausente desde luego de aquella mesa, críticas al Banco de España en general y a Mariano Rubio en particular, cierto desprecio cariñoso para con la débil personalidad de José María López de Letona. Poco, muy poco más. Parecía que no se trataba de decidir entre dos bienes, sino, como tantas veces sucede en nuestras vidas, el dilema era la búsqueda del mal menor.

César Mora, el de menor edad de todos los asistentes, consejero relativamente reciente por el fallecimiento de su padre, una de las personas claves en la historia del Banesto, tomó la palabra para explicar, con el tono que suele adoptar cuando es consciente de que una situación es auténticamente importante, su posición sobre el asunto que presidía el almuerzo en el comedor de la nueva casa de Juan Abelló.

—A nosotros lo que realmente nos importa es el banco. Nuestras familias han estado siempre en esta casa y queremos cumplir con nuestro deber. No se trata solo de López de Letona ni del Banco de España, sino de mantener libre a Banesto. Si venís a ayudarnos en este punto, estamos de acuerdo con vuestra entrada. Si pretendéis otra cosa, mi posición será contraria.

—Por supuesto, César, eso es exactamente lo que pretendemos —contesté.

En el fondo de mis palabras existía algo de cinismo. ¿Qué podéis hacer distinto a darnos vuestro apoyo?, era la pregunta cuya respuesta tenía absolutamente clara en mi interior, pero que no necesitaba explicitar. Hubiera sido un gesto innecesario de mal gusto. Entonces no entendí que el discurso de César carecía de cualquier convencionalidad. Sentía, siempre sintió, el concepto Banesto, la idea de la responsabilidad, la dimensión familiar y humana que implicaba para todos ellos, herederos de una tradición positiva que debían conservar.

Con las familias de nuestro lado, la batalla con el Banco de España no tendría que ser excesivamente difícil. Se trataba de que nos nombraran consejeros y, dada nuestra inversión en acciones, que nos distinguieran con dos puestos de vicepresidentes. Toda una revolución en la casa, desde luego, pero de eso se trataba, de revolucionar el banco, en una u otra dirección: o en la de siempre, con las nuevas incorporaciones, o en la de Mariano Rubio. El objetivo: controlar aquella casa, dominarla, utilizar sus tremendas potencias. Era una atalaya clave en la estructura del poder financiero y social de España. Viejo, obsoleto, caduco, antiguo..., todo lo que se quiera. Pero Banesto era Banesto. Tanto que la lucha por él sería despiadada. Juan estaba a punto de acariciar su sueño: volver a casa siendo vicepresidente de Banesto. O, lo que era más importante, volver a casa siendo Juan Abelló y no el yerno de Gamazo.

Apenas concluida la amistosa despedida de los asistentes al almuerzo y sin darme prácticamente tiempo a comentar con Juan las incidencias del encuentro, Gamazo se acercó a mí, me cogió del brazo y utilizando ese tono que algunas mujeres creen que es el adecuado en las conspiraciones de salón, casi susurrándome palabras al oído, me dijo:

—No te fíes de mi primito.

Me habló alargando deliberadamente las sílabas finales de la última palabra, como queriendo introducir cierto barniz corrosivo.

—Y ¿quién es tu primito? —pregunté con alguna sorpresa en el tono de mi voz.

—César Mora.

—¿Por qué no debo fiarme de él?

—Porque le conozco y toda su vida ha sido un intrigante. Heredó de su papá el puesto en el Consejo y se cree que es el fin del mundo. Yo creo que es muy listo, pero no te fíes de él.

—Pues la verdad, Ana, es que la sensación que me ha dado es totalmente distinta, pero tomo en cuenta tu consejo y ya veremos.

Libre ya de las ataduras políticas de intriga familiar de Ana, me reuní con Juan y comentamos el almuerzo.

—¿Qué opinas?

—Bien, les conozco y ha funcionado. Creo que lo tienen claro.

—Por cierto, ¿qué pasa con César Mora? ¿Por qué me previene Ana contra él?

Juan dudó. La respuesta podía ser comprometida. Nunca se sabe por dónde van los tiros, y creo que acertó porque con el tiempo César y yo, que ese día no nos conocíamos, hemos llegado a mantener una auténtica y firme amistad.

—Nada especial, no le des demasiada importancia...

Se acercaba la hora. El clima de intrigas palaciegas comenzaba a aburrirme un poco. Mi proverbial impaciencia comenzaba a alborotarse en mi interior. Aquella noche, meditando en la cama los acontecimientos del día, me percaté de que algunas personas jamás renuncian a intrigar. Era algo así como la verdadera sal de su vida.

Pero lo importante, lo que cuenta, lo que podía servirnos en nuestros designios, sobre todo en los de Juan, era que pisábamos terreno firme. Banesto se encontraba al alcance de nuestras manos. Con el poder del dinero y la colaboración de los consejeros, nadie podría impedirnos llegar a consumar nuestra estrategia. Seguro que sentaría mal en los círculos próximos a Mariano Rubio, pero ese no era nuestro problema. Al menos eso era lo que pensaba con mi profundo desconocimiento de los reales circuitos del poder de la sociedad española. Nuestro objetivo no era cesar a López de Letona. Ni siquiera convertirnos en dique de contención de las ansias de dominio del aparato político que dirigían Mariano y Solchaga. Mi idea entonces carecía de semejante épica. Entendía que los socialistas quisieran dominar el mundo financiero. Ellos tendrían que entender que nosotros quisiéramos consolidarnos en Banesto. Si otros bancos se habían dejado o podían ser controlados en el futuro, pues peor o mejor para ellos, dependiendo de a quién te refieras, porque nunca nieva a gusto de todos. Pero nosotros, al menos yo, no teníamos un programa político al querer ascender a Banesto. Claro que si lo conseguíamos, si los dos, Juan y yo, alcanzábamos nuestros objetivos, habríamos frustrado sus designios. Eso podría ser peligroso, pero era su asunto.

Error. Pronto me daría cuenta de que sus asuntos son asuntos nuestros.

Una vez que sabíamos que quedaban escasos peldaños para llegar al final de la escalera, decidimos visitar al gobernador para «explicarle» nuestros planes. En el fondo era una puesta en conocimiento de que estábamos frustrando su diseño, que, nuevamente, el gran portaaviones Banesto se escurría como el agua entre las manos, precisamente en el instante en el que ya acariciaban su posesión.

Precisamente por ello, porque al margen de nuestros deseos y aspiraciones éramos perfectamente conscientes de todo ese cúmulo de sentimientos que vivían en los ostentadores del poder económico, nos sentíamos especialmente satisfechos aquella mañana en la que penetramos en el inmenso despacho del gobernador del Banco de España, el lugar en el que tantas y tantas decisiones capitales en la vida político-económica de nuestro país fueron ejecutadas, desde donde se introdujeron cambios decisivos en la composición del poder social y económico español, en fin, uno de los lugares capitales del Sistema político que dominaba España.

La verdad es que yo no era ni mucho menos consciente de hasta dónde podía llegar la capacidad real de Mariano Rubio, ni mucho menos la naturaleza e intensidad de los vínculos que le unían con el resto de los miembros de lo que vino en llamarse la
beautiful people
. No le conocía. Ni siquiera sabía bien por qué tenía que ir a rendir esa especie de tributo de informar al gobernador de que queríamos entrar en Banesto. Al fin y al cabo, un banco es una sociedad anónima y vivíamos, teóricamente cuando menos, en un libre mercado, aunque pronto aprendería que entre la palabra y la cosa, como dice Krishnamurti, existe una diferencia esencial. Pero aun así, en aquellos días, no quería acudir a ese despacho, al de aquel hombre que para mí tenía escaso atractivo intelectual, y una limitada capacidad de expresión oral. La verdad es que en sus movimientos exteriores, en su lenguaje corporal visto desde fuera, no me parecía adivinar las características propias del ostentador de tan potente poder. Y eso que, como digo, en tales instantes no tenía idea de hasta dónde podían llegar sus tentáculos, su capacidad de influencia.

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