Los días de gloria (60 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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—La presidencia propone la reelección de don Juan Abelló como vicepresidente.

Ricardo Gómez-Acebo tomó la palabra.

—Presidente, un numeroso grupo de consejeros es contrario a la propuesta de la presidencia por entender que don Juan Abelló Gallo no es digno de ostentar este cargo en Banesto. Sin embargo, como siempre hemos hecho en esta casa, nos sometemos al criterio del presidente porque pensamos y confiamos en que sus razones tendrá para hacernos esta propuesta.

Nunca un silencio resultó tan sonoro. Concedí tiempo para decantar almas. Pensé que tal vez Juan se elevaría sobre Cartera Central, que volvería a ser Juan Abelló, que no aceptaría semejante humillación, que por nada del mundo admitiría ser reelegido gracias a la amenaza de Cortina.

Segundos. Tal vez un minuto. Silencio. Nadie movía un músculo. Nada. Una terrible, descorazonadora, brutal y demoledora nada. Juan no se movió.

—Gracias, Ricardo. Creedme que las tengo. Comparto vuestros sentimientos. Acepto vuestras razones. Tengo las mías. Os agradezco que me apoyéis. Por eso os pido que renovemos a don Juan Abelló como vicepresidente por pedirlo Cartera Central.

—De acuerdo, presidente. Señor Abelló —dijo Ricardo mirando a Juan—, que sepa que es usted reelegido por pedirlo los Albertos y sus socios.

No se votó individualmente. Abelló siguió siendo vicepresidente. Aquello le afectó. Estoy seguro de ello. Recibir a unos consejeros en tu despacho pidiéndote que abandones el Consejo por dignidad, escuchar en la voz de Ricardo Gómez-Acebo, vicepresidente de Banesto, hijo y nieto de presidente del banco, que debería ser cesado por su comportamiento, tener que refugiarse en Cortina a sabiendas del nulo aprecio que los dos primos sentían por él... En fin, demasiado fuerte. Por muy dañado que su espíritu estuviera, siempre conservaría un punto y una dosis elevada de autoestima. Aparentemente ganó. Quien aceptó aquello no era mi amigo Juan Abelló. Estaba seguro de que volvería a serlo, pero inevitablemente ello, más pronto que tarde, le llevaría a tener que abandonar Banesto.

12

Superado el escollo del mes de noviembre, nuestra siguiente cita con los enemigos sería en enero de 1989, en el momento en que sometiéramos al Consejo la aprobación de las cuentas correspondientes al ejercicio de ese año. Sería su día cumbre, el instante preciso en el que consumirían sus mejores energías en lograr un rechazo a nuestros datos, y no porque fueran falsos o deliberadamente erróneos. No. Las cuentas de las grandes sociedades son el instrumento favorito de la oposición, sobre todo cuando se trata de entidades que cotizan en Bolsa, y, en el caso de las entidades financieras, la sensibilidad alcanza sus cuotas máximas. Y ya he dicho que quien manda en ellas es el Banco de España y pocas dudas teníamos de que Mariano Rubio y el ministro de Economía se situaban de su lado. Así que era necesario operar con extrema cautela.

Su estrategia solo podía consistir en conseguir que consejeros afines a nosotros se pasaran de bando. Por ello mismo teníamos que estar muy atentos a sus personalidades. Algunos no tenían duda, como era el caso de Argüelles y Juan Herrera, decantados sin fisuras al lado contrario. Abelló ya se había manifestado en el Consejo de noviembre. Garnica se movería en la indefinición, aunque finalmente cedería y se casaría con los Albertos. Serratosa y Cosío constituirían el verdadero campo de batalla. El primero pertenecía a una familia valenciana vinculada al mundo del cemento. Eran fieles a Pablo Garnica padre, lo que, vista la posición de su hijo, generaba una incertidumbre mayor, porque si nos fallaban... Si los situaban de su lado éramos hombres muertos. En otro caso podríamos ganar la votación y resistir. César Mora, Figaredo y Ricardo Gómez-Acebo se encargaron del seguimiento y vigilancia de tan preciados votos. Era cuestión de vida o muerte. Ni más ni menos.

Un día de aquellos, con ocasión de la firma de un contrato de préstamo del Estado español a algún otro sudamericano, fuimos convocados todos los banqueros para darle solemnidad al acto, al que también asistieron algunos ministros del Gobierno y, como es obvio, no podía faltar el señor Solchaga. Al terminar la ceremonia se formó un pequeño corro en el que estaban presentes Carlos Solchaga, Miguel Boyer, Rosa Conde —ministra portavoz del Gobierno en aquel entonces— y algunos banqueros. Alguien dijo:

—Vamos a reunirnos con el poder.

—El poder real no somos los ministros, sino los banqueros porque nosotros pasamos y ellos se quedan —contestó uno de ellos.

—Bueno, la verdad es que eso era antes, porque ahora los banqueros, o al menos algunos, duran muy poco —espetó Carlos Solchaga mientras dirigía una mirada llena de complicidad a Miguel Boyer.

Obviamente, la frase iba dirigida a mí. Me quedé pensando en ella mientras volvía en coche hacia Madrid. Tomé la decisión de pedirle entrevista a aquel hombre que se había expresado con esa claridad delante de testigos. Lo más sensato sería pensar que negara la mayor, es decir, que me asegurara que tal frase no iba dirigida a mí. Incluso más: posiblemente me jurase que no recordaba haber dicho semejante cosa. Tal vez se negara a recibirme, dadas las fechas en las que nos encontrábamos y la proximidad de la batalla.

Tal vez no. Carlos Solchaga tenía una considerable inteligencia, acompañada de una muy buena dosis de coraje. Con estas cualidades se convertía en un enemigo temible. Sin embargo, desde que nuestra aventura financiera comenzó, allá por octubre de 1987, perdió en todos los terrenos, incluso en algunos en los que no jugó por decisión propia. Comprobó cómo Mariano Rubio fue sometido a un castigo sin precedentes en su historia particular de gobernador del Banco de España. Hasta el momento el ministro consiguió salir escasamente dañado de la pelea. Posiblemente entendiera que lo mejor era dejar las cosas así y abstenerse de formalizar la guerra conmigo. Pero Carlos es sobre todo un soberbio. Su soberbia le descontrola. Carlos, como la inmensa mayoría de los españoles, bebía algo de vino en las comidas y el alcohol en ciertas almas puede estimular los defectos, y si en tales circunstancias espoleaba su soberbia, quizá fuera más fácil obtener de él alguna respuesta que podría darme una pista acerca de por dónde iban a venir sus tiros.

Solicité la entrevista. Pedí a mi secretaria que rogara al ministro que fuera por la tarde, a primera hora a ser posible. Increíblemente lo conseguí. A las cinco y cuarto de la tarde subía en el ascensor del Ministerio de Hacienda. La expresión de Solchaga me satisfizo: el brillo de sus ojos transmitía de forma inequívoca la información de que el estado en que pretendía encontrar a mi hombre no falló a la cita.

—Muchas gracias por recibirme, ministro.

Casi no contestó, lo que era un magnífico indicador de que el ambiente físico-emocional me iba a resultar propicio. No le concedí importancia a ese gesto de saludo a regañadientes. Lo que me importaba era espolearle un poco.

—Ministro, me extrañó mucho lo que te oí decir el otro día acerca de que determinados banqueros duran poco. Me pareció una imprudencia que comentaras tal cosa delante de testigos. No solo porque no sabes lo que van a durar unos y otros, sino porque, además, no creo que tengas que meterte en tales asuntos.

El color rojo que comenzó a poblar las mejillas sonrosadas del ministro me hizo temer por unos instantes que me había pasado en mi intención de espolear su soberbia. Solchaga no estaba, ni mucho menos, acostumbrado a que nadie le hablara así. Durante unos segundos pensé que Carlos me pediría educadamente que volviera a mi despacho, que recorriera el camino de vuelta desde el ministerio a Banesto. Pero no. Aguantó. Es un hombre con fuerza y coraje, sin duda, y gracias a eso mi estrategia funcionó.

Contuvo la ira lo más que pudo. Elevó la voz al comienzo para disminuirla gradualmente mientras avanzaba en su discurso.

—Mira, Mario, en principio yo no tengo por qué intervenir en el asunto de Banesto, como dices, pero si más de diez consejeros votan en contra de tus cuentas, entonces procederemos a nombrar un nuevo presidente y esta vez para siempre.

Magnífico, pensé para mis adentros. Me acaba de desvelar la estrategia. Ya tenía la información que deseaba. «Más de diez consejeros.» Nuestros cálculos no eran erróneos. Carlos se convirtió en una maravillosa fuente de información. No tuve el menor interés en seguir hablando con él. Puse la mejor de mis excusas y abandoné el ministerio.

Una vez en mi despacho, volví a repasar una y otra vez los nombres. Estaba claro: las claves eran Cosío y Serratosa. Con ellos en el bando de nuestros enemigos se cumpliría la amenaza del ministro. Bueno, ya veríamos si se cumpliría, pero lo diáfano era que sin ellos una vez más volveríamos a ganar. Claro que, como le dije en su día a Hernández Mancha, desconocía el verdadero valor de la victoria en esa batalla, pero no tenía más remedio que seguir.

Me pareció un tanto obsceno que un ministro socialista no tuviera el menor rubor en intervenir de una forma tan ostensible en un conflicto entre personas y entidades privadas. De no ser, evidentemente, porque estaba en juego el poder. Cuando de poder se trata, la derecha y la izquierda parecen seguir al pie de la letra, como si de un Catón político se tratara, el mismo comportamiento. Ocurre que la izquierda llevaba muchos años alejada de él y cuando lo ocupó quiso establecer los instrumentos adecuados para retenerlo en la hipótesis de ser vencidos en las urnas. La obscenidad no les preocupaba en absoluto. Solchaga ya la usó con Escámez antes de la Junta del Central de junio de 1988 para apoyar la entrada de los Albertos.

Al poco tiempo de anunciarse públicamente la creación de Cartera Central, una vez que los Albertos formalizaron la guerra contra Escámez, comenzaron a aparecer ciertas desavenencias entre Javier de la Rosa y los primos. En aquellos días no podía asegurar si se trataban de auténticas diferencias o de movimientos estratégicos del tipo de los que gustaban tanto a Javier como a Cortina y Alcocer. Madrid se convirtió en un constante rumor. Se decía que Alfonso Escámez movía sus «malas artes» para conseguir una ruptura del pacto, una separación entre los socios y de esta manera abortar la prevista toma de posesión de Cortina y Alcocer, acompañados de otros tres sicarios suyos, en el Consejo del Central.

Pasaba el tiempo y los rumores no se concretaban. Alfonso se desinflaba día a día. Nuestra Junta de Banesto en el mes de junio de 1988 no tuvo el menor incidente ni registró el más pequeño problema. La suya, por el contrario, sería la del triunfo de los primos. La de la claudicación de Alfonso Escámez. Aseguró a la opinión que nunca jamás aceptaría las pretensiones de Cortina y Alcocer, que consistían en el nombramiento de cinco consejeros y, además, ellos dos, los primos, tenían que ser vicepresidentes cada uno. Si lo conseguían la imagen de rendición de Alfonso sería inevitable. Toda la comunidad financiera lo sabía.

Jueves por la tarde. Recibo en mi despacho una llamada de Javier de la Rosa.

—Si queréis Alfonso y tú podéis comprar las acciones de Cartera Central. Kio es el que manda y yo, su representante.

—Sinceramente, me cuesta creerte, Javier. No estáis solos. ¿Qué diría Solchaga? ¿Y Mariano? ¿Y Felipe?

—No te ocupes de eso. Déjame esos temas a mí. Tú valora con Alfonso la oferta y contestadme cuanto antes porque tenemos prisa.

Llamé a Alfonso y me fui a verle al Central. Le relaté lo ocurrido.

—Si fuera cierto lo que me cuenta Javier, creo que estamos ante una buena oportunidad. El problema es que no tenemos comprador y no podemos hacerlo nosotros porque Mariano saltaría como una hiena y nos anularía la operación.

—De eso no te preocupes —contestó con tono sereno Alfonso—. Previendo esta posibilidad hablé con Generali hace tiempo y están dispuestos a ayudarme. Tendré que concederles algo en relación con Banco Vitalicio pero merece la pena.

—Entonces, ¿le digo que sí a Javier?

—Por supuesto, pero tenemos que ser precavidos y no hacer nada distinto de citarle mañana viernes en las oficinas del síndico de la Bolsa de Madrid, porque no me fío de este sujeto y no vaya a ser que nos meta en un lío.

Con estas palabras finales de Alfonso me volví a Banesto e hice llegar el mensaje a Javier, quien quedó en ponerse en contacto conmigo en la tarde del viernes, día siguiente y previo a la Junta General del Central. Cuando abandoné el despacho de Alfonso sus ojos transmitían una ligera brizna de esperanza. No se fiaba de Javier, pero sus deseos de que por una vez pudiera ser cierta la promesa del catalán le permitieron albergar ese mínimo de alegría que dejaba traslucir en su mirada.

Llegó el día siguiente y sentí un deseo ferviente de que las horas transcurrieran a la mayor velocidad posible, porque acariciábamos la libertad para desarrollar el proyecto de fusión Banesto-Central que tanto nos atraía. Aunque, si tengo que ser totalmente sincero, aquella noche me pregunté para mis adentros si una vez liberado del problema de los de «la gabardina» —como se conocía a Alcocer y Cortina a raíz de unas desgraciadas fotografías que se hicieron para su presentación en la opinión pública, en un depósito de basuras y vestidos con dos gabardinas blancas...— el presidente del Central preferiría romper la fusión y seguir su camino en solitario, pero, como no merecía la pena atormentarme con hipótesis, decidí concentrarme en mi trabajo.

Pasaron las horas y nada sucedía. Ni un gesto de Javier. Ni siquiera una mínima explicación. Comencé a ponerme algo nervioso y a eso de las nueve de la noche me fui al Banco Central. Alfonso estaba casi más desfondado que yo porque Javier había dado la callada por respuesta y todo nuestro gozo se consumía en un pozo. Hartos de esperar, nos fuimos a cenar al restaurante Príncipe de Viana de Madrid. Antes de que abandonáramos su despacho, los dos de pie, junto a la puerta, mirándome a los ojos me dijo:

—Nunca te fíes de Javier de la Rosa. No lo hagas nunca.

No fue una cena especialmente optimista y consumimos gran parte de ella en medio de un ruidoso silencio fruto de nuestra propia frustración. De repente, uno de los camareros se acercó a nuestra mesa con un teléfono portátil de color blanco en su mano derecha y dijo:

—Perdone, don Alfonso, le llaman por teléfono.

Después de un gesto indicando extrañeza por la llamada, lo cual era comprensible porque ya habíamos superado las doce de la noche, cogió el teléfono y se lo acercó al oído. Pronto me di cuenta de que algo grave estaba ocurriendo, porque Escámez cambió de cara y casi de color. Permanecía en silencio, como si al otro lado de la línea alguien le estuviera pronunciando un largo discurso, pero sus ojos denotaban que no eran argumentos lo que escuchaba, sino autoridad. Un segundo antes de concluir la conversación dijo:

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