Se alejó de la puerta caminando rápidamente de espaldas. De golpe, su cadera tropezó contra una silla que un técnico descuidado había dejado en medio de la sala. Sorprendida, trató de no perder el equilibrio. Por un segundo tuvo la sensación de que lo iba a conseguir, pero había retrocedido a demasiada velocidad y llevaba demasiado impulso. Lanzó su mano izquierda a la desesperada hacia una consola de control cercana, pero sus dedos resbalaron por encima de los botones, apretándolos al azar mientras caía. El bisturí que sujetaba en la mano derecha trazó un amplio arco contra su propia pierna y dejó una fina línea sobre una de las perneras de su uniforme blanco de enfermera, que inmediatamente empezó a teñirse de rojo.
-¡Aaaay! ¡Joder! -El grito de dolor se le escapó mientras maldecía su torpeza. La hoja del bisturí, pequeña pero muy afilada, había hecho un fino corte a lo largo de su muslo. No era excesivamente profundo, pero sangraba aparatosamente.
Un ruido sordo sonó del otro lado de la puerta. Cojeando y maldiciendo, Lucía se incorporó todo lo rápido que pudo, apoyándose en la consola de control. Cuando sus ojos estuvieron a la altura de los botones que acababa de apretar accidentalmente, se detuvo, horrorizada, al leer lo que decía una placa atornillada en una esquina.
La placa ponía SISTEMA DE APERTURA DE CELDAS. Y el gruñido ahogado que se oía al otro lado de la puerta le dijo exactamente qué celdas se acababan de abrir a causa de su torpeza.
Madrid
El grito de horror se ahogó en mis labios, al quedarse sin aire mis pulmones. Demasiado impresionado por lo que veía, se me había olvidado respirar durante unos segundos.
Aquel cuarto era un enorme mausoleo, el escenario escogido para el acto final de una película con un desenlace terrible.
Repartidos por todas partes, en grupos de dos, tres o más individuos, docenas de cuerpos alfombraban aquella habitación. La mayoría estaban tan hinchados como el cadáver con el que había tropezado al entrar, pero unos cuantos estaban totalmente resecos, como momias deshidratadas tras miles de años enterradas en el desierto. Había mujeres y hombres casi a partes iguales, la mayoría civiles, pero unos cuantos vestían uniformes militares. Todos los cuerpos sujetaban en sus manos un vaso de papel arrugado como el que ya había visto en dos de los cadáveres anteriores.
-¡Estás aquí! -La voz familiar de Viktor Pritchenko sonó a mi espalda, mientras el ucraniano entraba como un cohete en la sala, seguido por dos legionarios, que se detuvieron de golpe al ver el espectáculo.
-¿Cómo diablos has llegado hasta aquí? -preguntaba el ucraniano, mientras me palpaba todo el cuerpo, para asegurarse de que estaba de una pieza-. Si no llega a ser porque te oí gritar como un loco nunca te habríamos... -La última palabra de Prit se quedó flotando en el aire, cuando contempló la escena al levantar los ojos.
-¿Qué diablos...? -dijo uno de los legionarios.
Una terrible sospecha empezaba a tomar forma en mi mente. Apartando con extrema precaución un cuerpo, me acerqué hasta una mesa situada en medio de la sala. Sobre la misma reposaba una enorme tartera militar, con docenas de botellas de refresco vacías a su alrededor. Al acercarme más pude ver que debajo de la mesa había otras dos botellas de cristal, más pequeñas, que habían rodado hasta allí. Cogí una de ellas y la iluminé con mi linterna. Una sonriente calavera con dos tibias cruzadas, impresa sobre fondo naranja, me contemplaba imperturbable, justo por encima de una fórmula química y el logotipo del hospital. Sobre esta etiqueta alguien había rotulado a mano «ácido cianhídrico».
-Suicidio colectivo -murmuré mientras dejaba caer la botella en el interior de la tartera.
Los restos de líquido que pudiesen quedar allí se habían evaporado hacía mucho tiempo, pero no me cabía la menor duda de que en algún momento aquella tartera estuvo llena a rebosar de refresco mezclado con el potente veneno.
-Pero ¿quiénes son? ¿Y por qué? -se preguntó Viktor, perplejo.
-Supongo que son los últimos supervivientes del gobierno de la Comunidad de Madrid. Tank dijo que su convoy de evacuación nunca llegó a Barajas. -Mi mirada se paseó por aquellos cuerpos, sucios y delgados, vestidos de traje y corbata-. Lo más probable es que su convoy de evacuación no llegase a salir nunca de aquí. Se olvidaron de ellos.
-Joder -silbó entre dientes el mismo legionario que había hablado antes-. Vaya marrón. Tuvo que ser una putada enorme para ellos descubrir que todos los convoyes habían salido.
-Supongo que se sentían tan seguros dentro de su bunker que ni se les ocurrió echar un vistazo al exterior hasta unos cuantos días más tarde. -Me detuve al lado del cadáver de una mujer de mediana edad, sentada en un carísimo sillón, con los brazos caídos a los lados y la cabeza apoyada en la barbilla. Iba elegantemente vestida, y de su cuello colgaba un costosísimo collar de perlas, parcialmente cubierto por una media melena rubia, sucia y apelmazada. Estaba casi seguro de saber de quién era aquel cuerpo. Antes del Apocalipsis la había visto en la prensa en infinidad de ocasiones. Me estremecí.
-Estaban abandonados a su suerte, sin apenas armas ni provisiones -continuó Prit, siguiendo el hilo de mis pensamientos-. Podían escoger entre arrojarse a la multitud de No Muertos de ahí fuera, o morir de hambre lentamente. Los más valientes seguramente se arriesgaron a salir. -El ucraniano chasqueó la lengua, pensativo-. Por lo visto, los que decidieron quedarse escogieron una tercera vía más rápida y menos dolorosa para escapar de su situación.
-Tenían equipos de radio -objetó el otro legionario, señalando una enorme emisora militar apoyada en una esquina, entre dos cuerpos-. ¿Por qué no la usaron para pedir ayuda?
-No hay corriente, chico -replicó Prit, mientras señalaba con la linterna las luces apagadas del techo-. Probablemente se dieron cuenta de que algo iba mal cuando los generadores se quedaron sin combustible y se apagaron.
Por un momento guardamos silencio, imaginando la terrible angustia que tuvo que asaltar a aquella gente en sus instantes finales. La entrada de Tank, acompañado de los otros siete supervivientes del grupo, rompió el tenebroso hechizo.
-¡Hemos encontrado las escaleras! -dijo el alemán, nada más entrar en la sala. Por un instante se quedó mudo, mientras contemplaba la escena. Incluso él, con toda su flema germánica, palideció un tanto al ver aquella antigua mortandad. Finalmente, parpadeó e hizo un gesto cansado-. Vamos, señores, que aún tenemos que bajar dos plantas. Esto todavía está a medio hacer.
Tank se giró y salió de la sala, sin decir ni una palabra más. Con resignación, le seguimos lentamente. El ambiente opresivo del interior de aquel edificio estaba empezando a perturbar el espíritu de todo el equipo.
Las escaleras estaban situadas en una esquina del hueco central de ventilación. Habían sido cerradas con el expeditivo método de pasar unas gruesas cadenas por la parte interior de la puerta antiincendios. Mi mirada se cruzó con la de Viktor al ver aquello. Era exactamente el mismo sistema que habían utilizado en Vigo para atrincherar el Meixoeiro. Por un breve instante me imaginé que algún chupatintas de defensa había redactado en su día un protocolo de comportamiento en caso de invasión de No Muertos que incluía el atrincheramiento en edificios públicos. Me hubiese encantado poder tener unas palabritas con aquel genio para contarle lo bien que había resultado su propuesta.
Marcelo se adelantó con unas cizallas y con una facilidad insultante cortó la cadena. Acto seguido, se echó a un lado, mientras uno de los grupos de tres soldados cruzaban la puerta. No pasó más de un segundo antes de que oyésemos un único disparo al otro lado de la puerta, seguido de un grito de «¡Despejado!».
Cruzamos la puerta que daba a las escaleras. Al pie del tramo en el que estábamos, yacía el cuerpo de un No Muerto con la frente sangrando por una herida de bala. Tragué saliva, mientras apretábamos el paso.
Si a aquel lado de la puerta había un No Muerto, eso quería decir que seguramente habría más.
Muchos más.
Tenerife
Por un clavo, el reino se perdió.
Por un accidente estúpido, provocado por el pánico de una chica aterrorizada que trataba de salvar su vida, el caos salió de la caja de Pandora una vez más.
Pero en aquel momento nadie, ni siquiera sus protagonistas, eran conscientes de ello.
Ni lo serían.
Eric y Basilio Irisarri recorrieron rápidamente el primer laboratorio, escrutando al pasar hasta el último rincón. Al llegar a la puerta situada al fondo, Basilio le hizo señas a Eric para que se pusiera frente a ésta. Con un mudo gesto de asentimiento, el pelirrojo se colocó a dos metros de la puerta, sujetando la Beretta con las dos manos. Irisarri, por su parte, se acercó cauteloso al pomo y se pegó a la pared. Si aquella maldita chica les esperaba agazapada al otro lado, tratando de sorprenderlos con algo, se iba a quedar con las ganas.
Alzó sus ojos hacia el belga y levantó tres dedos. Con su mano derecha sobre el pomo, contó mentalmente tres segundos y a continuación le dio un fuerte tirón, apartándose de un salto.
Un montón de cosas empezaron a suceder en muy pocos segundos. La primera fue que alguien totalmente desnudo salió disparado como un obús nada más abrir la puerta («algo, no alguien», se corrigió Eric, totalmente aterrorizado, al contemplar al No Muerto que iba hacia él). En ese momento el belga cambió la agradable y cálida sensación de excitación sexual que disfrutaba por un miedo frío y pegajoso. Con los ojos desorbitados, levantó la Beretta e hizo dos rápidos disparos a bocajarro contra el No Muerto.
El primer proyectil atravesó el cuello de la criatura, liberando un espeso chorro de sangre negra. El segundo disparo le acertó en medio de la cara, dejando un enorme boquete sanguinolento donde hasta hacía un segundo había estado su nariz. El No Muerto se derrumbó como un fardo, pero Eric no tuvo oportunidad de relajarse, ya que otros tres salían en tromba por la puerta.
Maldiciendo en francés, el pelirrojo comenzó a retroceder, mientras volvía a disparar su arma, a pocos metros de las criaturas. Un chorretón de sangre salió como un surtidor de la cabeza abierta de uno de los No Muertos (un africano enorme, de más de dos metros) y salpicó la visera plástica del casco de su traje de aislamiento, cubriéndolo por completo. Eric pasó la mano enguantada por la visera, pero el resultado fue aún peor, ya que la empañó del todo.
Una mano como una garra le sujetó el brazo. A ciegas, el belga se giró y descargó un golpe seco con el codo contra alguien (algo) mientras disparaba a ciegas contra otro bulto que se le acercaba. De repente notó cómo alguien (algo) le aferraba una rodilla desde atrás y justo al mismo tiempo un dolor intenso, como una quemadura, le subía desde la pantorrilla.
Girándose, el belga disparó dos veces contra el No Muerto que, después de rodear la mesa, le había sorprendido por la espalda. El sudor corría a chorros por su cara, y la temperatura dentro de aquel condenado traje aislante parecía haber aumentado un millón de grados, más o menos. Además, la maldita visera empapada de sangre no le permitía ver más que un estrecho ángulo justo enfrente de él, de ahí que aquel cabrón hubiese podido sorprenderlo desde atrás.
Un aullido desgarrador le heló la sangre. Arrinconado contra una esquina, Basilio Irisarri, desarmado, se enfrentaba a dos No Muertos que le acosaban simultáneamente. El contramaestre, con los ojos inyectados en sangre, lanzaba unos puñetazos que hubiesen podido matar a un buey. Los No Muertos no sólo no hacían el menor gesto por esquivar los mazazos, sino que ni siquiera parecían notar su efecto.
Irisarri lanzó un demoledor uppercut contra el No Muerto de su derecha. La mandíbula de la criatura chasqueó como un cepo oxidado y fragmentos de dientes rotos volaron por el aire. El otro No Muerto aprovechó el momento en el que el marinero tenía el brazo extendido para clavar sus dientes en el antebrazo de Basilio. Los colmillos de la criatura perforaron fácilmente el delgado plástico del traje aislante y la fina camisa de algodón del disfraz de enfermero.
Basilio se giró como un tornado y le sacudió una patada demoledora que hubiese merecido la aprobación del mismísimo Chuck Norris. La criatura, caída como una tortuga boca arriba, trató de levantarse de manera torpe, mientras masticaba con fruición un fragmento del bíceps de Irisarri que había quedado en su boca.
-¡Eric! -El grito de Basilio era desgarrado-. ¡Ayúdame de una puta vez, joder!
El belga, con una expresión ausente en el rostro, disparó contra el No Muerto del suelo. La criatura murió del todo con la mandíbula a medio cerrar y un trozo del brazo de Irisarri asomando de su boca, como una pequeña lengua rosada y juguetona. Aquella imagen, incluso en medio de aquella situación, arrancó una sonrisa sádica del rostro del pelirrojo.
Los dos últimos No Muertos estaban en ese momento totalmente volcados sobre Basilio, y uno de ellos (o el propio Basilio, esto Eric nunca lo sabría) le había arrancado el casco del traje. El belga disparó dos veces sobre uno de ellos, que se derrumbó como un monigote de trapo, pero el otro fue más rápido y clavó sus dientes en el cuello del contramaestre. Con un rugido ahogado, Basilio Irisarri hizo un último esfuerzo y lanzó el cuerpo de su agresor por encima de la mesa, arrastrando a su paso un montón de probetas, matraces y microscopios que se estrellaron en el suelo con un estruendo enorme.
Eric aprovechó ese momento para vaciar las dos últimas balas de su Beretta sobre el cuerpo retorcido del No Muerto. Con la velocidad de una cobra se giró de nuevo, pero ya no quedaba nadie en pie en el laboratorio, excepto él. Un total de seis No Muertos yacían en el suelo con las cabezas reventadas por sus disparos.
Basilio Irisarri se había dejado resbalar lentamente y yacía sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Eric observó fascinado cómo de la herida de su cuello salían chorros de sangre a impulsos regulares, cada vez que el corazón de Basilio latía.
-Eric... -La voz de Basilio sonaba extrañamente encharcada. Un grumo de sangre roja asomaba de su boca y le resbalaba por la comisura de los labios hasta el cuello, donde se fundía con el reguero que salía de entre sus dedos apretados-. Eric... Ayúdame a levantarme... no puedo... Eric...
El belga se señaló el casco del traje y por signos le indicó que no le oía. Luego meneó la cabeza y levantó la mano despidiéndose de Irisarri.