-No... puedes... cabrón... -gorjeó Basilio-. Sácame...
-No te puedo oír bien, Basilio -dijo Eric desde dentro del casco-. Y no sé si tú me oyes bien a mí, pero esto ha dejado de ser divertido. Estoy cansado, estoy caliente, me apetece una cerveza fría, y opino que esa zorrita tuya debe de haber sido devorada por estas bestias... Además, por si no te has dado cuenta, creo que te estás muriendo, ¿sabes?
El corpulento contramaestre le miraba fijamente desde el suelo, sin decir nada. A cada latido de su corazón, un puñado de vida se le escapaba por la espantosa herida del cuello. Eric chasqueó los labios, y sacudió de nuevo la cabeza.
-Tengo que irme, amigo -dijo mientras se agachaba y colocaba la Beretta descargada en la mano libre de Basilio sin dejar de parlotear alegremente-. No quiero que pienses que me largo sin más, o que no me preocupo por ti, en serio. Te dejo esto de recuerdo. Cuando alguien llegue aquí, es mejor que piensen que tú eres el responsable de este estropicio, y no yo.
Miró a su alrededor, con la expresión apenada de alguien que ve el jardín de su casa arrasado por una noche de juerga loca.
-Saluda a Satanás de mi parte, viejo -dijo, dedicándole una última mirada a Basilio antes de girarse y volver hacia la esclusa de descontaminación. Cuando pulsó el interruptor de apertura, oyó el chasquido apagado del percutor de la Beretta. Se giró y vio cómo Basilio, haciendo un último esfuerzo, había levantado la pistola y le apuntaba directamente. El antiguo contramaestre contemplaba la pistola descargada de su mano con la expresión derrotada de alguien que acaba de descubrir que le han estafado.
-Somos bestias rabiosas, Basilio -dijo Eric con voz queda, aun sabiendo que el agonizante marinero no podía oírle-. Nos volvemos unos contra otros a la mínima oportunidad, pero no podemos evitarlo. Mira incluso estas putas islas... ¿Qué es lo primero que hicieron los supervivientes cuando se organizaron? ¡Empezar a matarse entre ellos! ¡Estamos al borde de una puta guerra civil, si crees lo que dicen los medios! Estos malditos monstruos nos han robado la poca humanidad que nos quedaba... ¡Así que tú al menos podrías intentar morir con dignidad, joder!
La puerta se abrió a sus espaldas. Haciendo una parodia de saludo militar se metió dentro de la cabina. Los ojos de Basilio, nublados por la muerte, le siguieron, cada vez más desenfocados. Su cerebro, sin oxígeno, se moría, pero por sus venas ya corrían millares de diminutos seres que aprovechaban el calor de su cuerpo agonizante para multiplicarse de forma explosiva.
En pocas horas, cuando fuesen suficientes, harían que Basilio se levantase una vez más. Pero Eric Desauss no estaría allí para verlo, si de él dependía.
El belga apretó el pulsador de la cabina e inmediatamente el chorro de desinfectante le envolvió por completo. Cuando el líquido se coló por el agujero abierto en su pantorrilla sintió una intensa sensación de ardor. Conmocionado, comprobó que tenía un enorme agujero en la pernera del traje, con los bordes chorreando sangre. Con los dedos torpes levantó el jirón de plástico hasta dejar a la vista una serie de hendiduras regulares.
-Ha sido uno de esos putos cristales al romperse -se dijo a sí mismo, sintiendo que el sudor se le helaba sobre la piel-. Sí, eso tiene que haber sido. El último cabrón voló sobre la mesa y rompió un millón de esos tubos de cristal al pasar. Seguro que alguno salió disparado y me rajó la pierna, eso es. -Su voz no sonaba tan segura como le hubiese gustado, pero al menos, al oírse, se relajó un poco.
Respirando algo más tranquilo, Eric aguardó pacientemente a que terminase la ducha desinfectante. Cuando la luz roja se apagó, el belga empujó la puerta exterior y salió de nuevo al pasillo que daba acceso a los laboratorios. Sin sacarse el traje, se coló por el hueco de la puerta de seguridad, que Basilio había reventado a disparos, y se alejó andando tranquilamente del laboratorio arrasado.
Unos metros antes de llegar a la garita de control se cruzó con un grupo variopinto de guardias civiles y militares que venían a la carrera.
-¡En el laboratorio! -señaló con su brazo hacia el punto de donde venía-. ¡Un tipo con una pistola y una chica! ¡Han entrado disparando a todo el mundo! ¡Yo he podido escapar, pero aún queda gente dentro!
-Mierda, el zoo no, por favor. Que no hayan llegado al zoo -murmuró el militar de más graduación mientras palidecía-. ¿Usted está bien, doctor?
-Una bala casi me da debajo de la rodilla -mintió Eric con soltura, mientras señalaba su pierna ensangrentada-, pero sólo es un rasguño, creo. Será mejor que algún compañero le eche un vistazo cuanto antes...
-Por supuesto, doctor, vaya hasta el piso de arriba cuanto antes para que le miren eso. Los froilos montaron un buen follón, pero la cosa ya se ha calmado -replicó el militar, dando por zanjada la conversación-. Vamos allá, pero con mucho cuidado. Si tan sólo una de las puertas del zoo está abierta, disparad primero y preguntad después, ¿entendido?
El grupo se alejó trotando hacia el laboratorio. Con una sonrisa satisfecha, Eric se sacó el casco del traje de aislamiento y por fin pudo apartarse de su rostro los mechones de pelo empapados en sudor. Al pasar por el puesto de control dejó el traje apoyado sobre el mostrador y cruzó cojeando el arco detector de metales. La condenada herida de la pierna le dolía cada vez más, y notaba cómo latía a cada paso que daba.
Dos minutos después, Eric atravesaba las puertas del hospital, convertidas en un caos absoluto, con docenas de militares entrando y saliendo y colas enormes de enfermos amontonados en pijama sobre la acera. Silbando entre dientes, se alejó hacia el centro de la ciudad, arrastrando ligeramente la pierna derecha al andar.
«Quizá sea una buena idea desinfectarla al llegar a casa», pero al instante se corrigió: «Qué diablos, tan sólo es una mierda de corte». «No es una mierda de corte y lo sabes perfectamente bien, gilipollas. Es una puta mordedura -aulló la parte razonable y lógica de su mente- y si fueses sabio te pegarías un tiro ahora mismo, desgraciado.»
«No, seguro que sólo es un corte. Recuerdo perfectamente cómo me corté con uno de aquellos cristales», se dijo a sí mismo, tajante, mientras sacudía la cabeza.
«¡Estás mintiendo, estás mintiendo! -aulló la vocecilla, pero esta vez de forma mucho más débil (Eric llevaba oyendo voces en su cabeza desde los catorce años y había aprendido a no escucharlas)-. Puede esperar un rato.»
Eric se dio cuenta en ese preciso instante de que antes de ir a casa, lo que deseaba desesperadamente era un trago. Parecía una idea muy buena. Qué cojones, era una idea colosal. Era la madre de todas las Geniales Ideas Brillantes de la historia.
Quizá un par de copas le calmasen el dolor de la pierna, donde millones de pequeños cayados de pastor se multiplicaban en aquel preciso instante, aunque él no los pudiese ver.
Y puede que de paso acallasen aquellas jodidas vocecitas que gritaban en su cabeza y que no le dejaban pensar con claridad.
Y además, quizá deshiciesen la bola de hielo en que se habían transformado sus testículos.
Qué coño, valía la pena intentarlo.
Por un clavo, el reino se perdió.
Por sólo un clavo. Un único y jodido clavo.
Madrid
Las plantas inferiores del edificio eran un caos, comparadas con la serenidad sepulcral de la planta bunker por donde habíamos entrado. Aquella parte no había sido transformada de forma apresurada en un centro de mando, como otras plantas, sino que aún presentaba la estructura y aspecto original del hospital. Viktor y yo caminábamos en silencio, hombro con hombro, mientras en nuestras cabezas se agolpaban los recuerdos del día en que nos colamos, exhaustos y casi agonizantes, en el hospital Meixoeiro. Era como volver a la escena del crimen.
Nuestro pequeño grupo se abrió camino rápidamente. Tan sólo nos deteníamos en algún punto para que Tank pudiera echar un vistazo apresurado a su plano del edificio y a continuación seguíamos adelante a toda velocidad. De vez en cuando nos cruzábamos con algún No Muerto, pero los soldados de la parte delantera los iban abatiendo con una eficacia letal. Viktor y yo contemplábamos el espectáculo desde el centro del grupo, sin tener que llegar a utilizar nuestras armas ni en una sola ocasión.
Finalmente, tras cruzar el último pasillo llegamos a la puerta del almacén médico. Sabiendo lo valiosos y escasos que eran los medicamentos, me había figurado que sería una pesada puerta blindada, pero lo cierto es que se trataba de una simple puerta doble de madera con un cerrojo sencillo que parecía poder caer de una simple ojeada. El soldado que iba en cabeza le arreó una patada sin contemplaciones y la puerta se abrió de par en par.
El interior era una amplia sala, con hileras de estanterías ordenadas donde se acumulaban miles de cajas de medicamentos.
-¡Esto es enorme! -protesté-. Aquí debe de haber toneladas de medicamentos... ¡No podemos llevarnos todo esto!
-No queremos llevarnos todo -replicó Pauli mientras pasaba velozmente a mi lado-. Tan sólo necesitamos los que figuran en la lista del comandante.
-Y los reactivos -añadió Marcelo, mientras revisaba a toda velocidad una estantería y me lanzaba un bote de plástico que pillé al vuelo-. Eso es lo más importante.
-¿Reactivos? ¿Para qué? -pregunté confundido, mientras llenaba a toda prisa mi mochila con las cajas y botes que Marcelo me iba pasando a toda velocidad.
-Son elementos imprescindibles para poder fabricar nuestros propios medicamentos en Tenerife -me explicó-. Cuantos más de estos botes nos llevemos, más tardaremos en volver a la península para conseguir medicamentos.
-Entonces creo que es una idea estupenda -dijo Prit sacudiendo entusiasmado sus bigotes mientras hundía cajas y más cajas en el fondo de su mochila.
No tardamos más de quince minutos en llenar las mochilas de medicamentos y de principios activos. Por lo que pude ver, en la lista había de todo un poco: antibióticos, opiáceos, estimulantes y un montón de cosas que no podría decir qué eran. Para ganar espacio habíamos sacado los medicamentos de sus cajas, y un montón de cartones vacíos alfombraban el suelo de la farmacia. Sentado como un buda sobre uno de los montones, David Broto iba sacando cajas de un enorme cesto, y tras examinarlas por un momento las desechaba lanzándolas por encima de su hombro. Finalmente dio un grito de alegría, al encontrar lo que estaba buscando.
-¡Estupendo! ¡Ya pensaba que no iba a encontrar de éstas! -Se levantó de un salto y se acercó hasta nosotros, desenroscando la tapa de un bote. Sacó un par de pastillas de un color blanco anodino y se metió una en la boca con un inconfundible gesto de satisfacción. A continuación, me ofreció el frasco.
-¿Quieres? -me dijo-. Creo que nos pueden venir muy bien.
-¿Qué son? -pregunté con desconfianza.
-Metanfetaminas -replicó Broto, guiñándome un ojo-. Sin sueño, sin hambre, sin sed, y con los sentidos más alerta que un indio apache. La bomba, amigo.
No quería ningún tipo de drogas en mi organismo, así que negué con la cabeza, pero Prit se adelantó y sacó un par de pastillas del bote con gesto decidido. Se puso una de ellas en la boca y me alcanzó la otra a mí.
-Tómala -me dijo, con expresión seria-. Y déjate de estupideces. Cualquier ayuda en estos momentos nos viene genial, incluso aunque sea dopándose. No sabemos cómo vamos a pasar las próximas horas.
Comprendí la lógica del ucraniano y me tragué la píldora que me ofrecía. No noté ninguna sensación en el momento, pero supuse que los efectos tardarían un rato en aparecer.
Me levanté, mientras me colocaba la mochila en la espalda. Pesaba bastante más de lo que había pensado y resoplé cuando Prit me pasó la linterna y la Glock que había dejado apoyadas descuidadamente en el suelo.
-Esto pesa una tonelada -protesté-. Voy a estar sudando como un toro dentro de cinco minutos.
-No seas gallina -dijo alegremente Viktor, mientras se echaba al hombro su mochila, tan llena como la mía-. Mi tía Ludmila levantaba todas las semanas cuarenta o cincuenta sacos de patatas de este tamaño en la procesadora del koljós donde trabajaba... Claro que mi tía Ludmila pesaba ciento quince kilos, tenía un ojo de cristal y era fea como una pesadilla... -apostilló pensativamente el ucraniano, que sin ningún tipo de pausa se lanzó a contar una delirante historia sobre su tía Ludmila, un pajar incendiado y una vaca lechera atrapada en un pozo de barro.
Escuchando el parloteo incansable de Viktor sobre su familia, me pregunté si aquello sería un indicio de que la metanfetamina empezaba a hacerle efecto. Recé para que no fuese así, porque de lo contrario me veía estrangulando a mi amigo en menos de diez minutos.
-... Entonces mi primo Sergei, que todavía estaba desnudo, salió por la ventana con un azadón y... -estaba diciendo Viktor, cuando sonaron dos disparos al otro lado de la línea de estanterías. En menos de un segundo, el ucraniano cesó su alegre cháchara. Con un gesto seco amartilló su HK y se deslizó sigilosamente hacia el lugar donde habían sonado las descargas. Yo traté de seguirle, medio sepultado por la mochila, mientras Marcelo se desembarazaba a toda velocidad de la suya para poder manejar el MG 3 con más comodidad.
Llegamos hasta la puerta justo cuando sonó una nueva ráfaga de fusil y oímos gritos de alerta. Tres legionarios trataban de contener a un grupo de No Muertos que había aparecido en la entrada de la farmacia. Aquello significaba que se nos había agotado el tiempo. Nuestra presencia en el edificio ya no era un secreto; toda la estructura retumbaba mientras cientos de criaturas aullaban, golpeaban las paredes o subían torpemente las escaleras hacia nuestra posición. Se estaban concentrando, atraídos por nuestra presencia, y en un instante aquello sería un hervidero de criaturas.
-¡Tenemos que salir de aquí! -oí que gritaba uno de los sargentos.
-¡La única posibilidad es llegar hasta la planta baja! -rugió Tank, tratando de hacerse oír por encima del tableteo de las armas de fuego-. ¡En las fotos del satélite se veían unos cuantos blindados aparcados al otro lado de la explanada de detrás del edificio! ¡Tenemos que llegar a ellos y largarnos a toda velocidad! ¡Vamos, vamos, vamos!
Sus palabras nos dieron alas. Galvanizados, formamos un compacto grupo y comenzamos a andar hacia el hueco de las escaleras. Cada pocos metros, un grupo de No Muertos surgía de repente, salidos de ninguna parte, pero la disciplina de fuego de los soldados que encabezaban la marcha era perfecta, y aunque de manera desesperantemente lenta, íbamos ganando metros. Si nos hubiésemos encontrado en un espacio más amplio no habríamos tenido ninguna posibilidad, pero encerrados dentro del edificio, la propia estrechez de las escaleras era nuestra mayor aliada. Las criaturas tan sólo nos podían atacar por delante o por detrás, y no más de dos o tres a la vez, todo lo cual jugaba a nuestro favor.