Los egipcios (5 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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Como era natural, cuando el rey moría ningún otro ritual era tan elaborado ni tan bello como el que se le dedicaba, pues se trataba de enterrar a Egipto, y todos los egipcios que habían muerto durante el reinado alcanzarían la vida eterna junto con el rey.

Con el paso del tiempo, sin embargo, y a medida que la riqueza de Egipto aumentaba, los distintos funcionarios importantes de la corte y los gobernadores provinciales —la nobleza— aspiraron también a un trato semejante.

Ellos también quisieron tumbas y exigieron ser momificados; desearon alcanzar una supervivencia personal, y no una ligada a la supervivencia del rey. Esto dio a la religión una base más amplia, pero contribuyó a desviar un peligroso porcentaje del esfuerzo nacional egipcio hacia un campo más bien estéril, el de los enterramientos. Esto, además, aumentó el poder de la nobleza hasta límites a veces muy peligrosos.

Dado que los ricos y poderosos tenían enterramientos costosos, era natural que surgiese la tendencia a «no ser menos que el vecino». Cada uno trató de superar a los demás, y las familias intentaron obtener prestigio a través de la magnificencia con que enterraban a sus difuntos.

Las riquezas enterradas con los muertos, bajo forma de metales preciosos, atrajeron naturalmente a los ladrones de tumbas. Los mejores métodos de preservar estos tesoros, de esconderlos, de cegar los accesos, de protegerlos con el poder de la ley y la invisible amenaza de la venganza de los dioses no bastaban para salvaguardar los tesoros, y son pocas las tumbas que han sobrevivido mínimamente intactas hasta nuestros días.

Nuestro primer impulso es, naturalmente, el de rechazar con horror a los ladrones de tumbas; primero, porque robar con miras a la ganancia personal es reprobable, y hacerlo a un muerto indefenso lo es aún más; y segundo, porque los arqueólogos se han visto privados, de este modo, de restos valiosísimos sobre el antiguo Egipto.

Por otro lado, tengamos presente que los egipcios, al enterrar tan insensatamente grandes cantidades de oro en una época en que no existía nada que, como el papel moneda, lo sustituyese, estaban descabalando innecesariamente su economía. Los ladrones de tumbas, cualesquiera hayan sido sus motivaciones, fueron útiles al menos para que las ruedas de la sociedad egipcia continuaran girando, al volver a poner en circulación el oro y la plata.

Son las tumbas, además, las que nos hablan de la creciente importancia de Menfis en la época Arcaica. Es una mera cuestión de números, pues hay una enorme cantidad de tumbas antiguas que horadan la piedra caliza de las lomas desérticas que bordean el valle del Nilo al oeste del antiguo emplazamiento de la ciudad de Menfis. Hoy en aquel lugar se alza una aldea llamada Sáqqara, y las tumbas se conocen por este nombre.

Las primeras tumbas eran estructuras oblongas, cuya forma se parece a la de los poyos rectangulares construidos en el exterior de las casas egipcias. Estos poyos se llaman
mastabas
en árabe moderno, y el mismo nombre se da a estas tumbas antiguas.

Las antiguas mastabas se construyeron de ladrillo. La cámara mortuoria, que albergaba los restos del difunto en un féretro protector, a veces hecho de piedra, estaba debajo, y solía estar, por razones de seguridad, cerrada. Por encima se hallaba una habitación abierta al público en la que se veían pinturas sobre la vida del muerto, y a la cual la gente solía acudir para rezar plegarias rituales por el muerto.

Algunas de las más antiguas tumbas de Sáqqara pertenecen al parecer a varios reyes de la I y II Dinastías. Si esto es así, ello quiere decir que Menfis fue su capital, al menos durante parte del tiempo.

3. El imperio antiguo
Imhotep

Se conocen muy pocos detalles relativos a la historia política de las dos primeras dinastías. Disponemos de los nombres de unos veinte reyes incluidos en la lista de Manetón, pero no mucho más. Hay leyendas que afirman que Menes reinó durante sesenta y dos años, que envió ejércitos contra las tribus que controlaban las zonas costeras del Egipto occidental, y que finalmente fue devorado por un hipopótamo, pero no es fácil aceptar todo esto como históricamente verídico, sobre todo lo último, dado que los hipopótamos son vegetarianos.

Sea como fuere, el período Arcaico presenció sin duda un aumento gradual de la prosperidad egipcia y, por ende, del poder del rey divinizado, que controlaba y guiaba esa prosperidad a los ojos del pueblo.

Obviamente, los monarcas deben de haber tenido interés en capitalizar esta interesada devoción popular. Por un lado, inevitablemente les tenía que agradar ser colocados tan alto en la estima del pueblo y ser considerados como dioses. Por otro, se producía algo así como una «realimentación» con respecto a estos asuntos. Cuando más suntuosa fuese la vida y la muerte del rey, tanto más convencido quedaba el pueblo del
carácter
divino de los monarcas y tanto mayor era la seguridad con que éstos reinaban.

Y, lógicamente, la necesidad de obtener tal seguridad resultaba más apremiante cuando subía al poder una nueva dinastía. No sabemos a ciencia cierta de qué manera llegaba a su fin una dinastía y empezaba una nueva. Es posible que una serie de monarcas débiles de una dinastía dejaran que el poder se les escapase de las manos; que algún poderoso general acabara haciéndose con él; que algún inteligente funcionario de la corte se convirtiera, primero, en consejero del rey, luego, en su eminencia gris, y finalmente, en monarca, en tanto que el anterior era apartado o ejecutado sin más. Pero también cabe la posibilidad de que la antigua dinastía se extinguiese por falta de herederos varones, y que un general o un funcionario se casase con un miembro femenino de la familia reinante, convirtiéndose así en el primer miembro de una nueva dinastía.

Es probable que el país acogiese calurosamente al nuevo y vigoroso monarca que sustituía a un gobernante débil, a un viejo chocho o a un pequeño vástago desamparado de la vieja dinastía. Aun así, el respeto hacia una familia de carácter divino no es algo fácil de sustituir, por lo que el monarca de la nueva dinastía podía considerar importante demostrar al pueblo su propia divinidad con algún espectacular despliegue de poder que eclipsase lo que había existido antes.

Esto fue, quizá, lo que sucedió cuando la III Dinastía subió al trono. Las muestras de poder desplegadas por esta dinastía son tan notables que el período que comienza con ella se conoce por Imperio Antiguo. (La razón de este adjetivo es la existencia de períodos posteriores de magnificencia y de poder real en la historia egipcia, que han recibido los nombres de Imperio Medio e Imperio Nuevo.)

El primer rey (o quizá el segundo) de la III Dinastía fue Zoser. Este comenzó su reinado hacia el 2680 a. C, y tuvo la inmensa suerte de tener como consejero a un sabio llamado Imhotep.

Imhotep es el primer científico de la historia cuyo nombre nos es conocido. Con el paso de los siglos surgirían todo tipo de leyendas sobre él. Alcanzó gran renombre como médico cuyas facultades curativas eran casi mágicas; de hecho, muchos siglos después fue incluido en el panteón egipcio como dios de la medicina. Se le atribuye además el hecho de haber guiado al pueblo egipcio, con éxito, a través de años de sequía gracias a haber previsto el almacenamiento de trigo, por lo que es posible que la historia bíblica de José se base en parte en la leyenda de Imhotep.

Aparte de su fama legendaria como médico, científico y mago, Imhotep fue sin duda el primer gran arquitecto. Fue él quien emprendió la construcción de la mastaba de Zoser, que iba a ser la mayor de las construidas hasta entonces, y que además lo fue en piedra en vez de en ladrillo. Esto satisfizo sin duda la necesidad de Zoser de impresionar a los egipcios con el poder de los reyes de la nueva dinastía.

Imhotep construyó la mastaba, que tenía 210 pies de longitud, por cada lado, y unos 25 pies de altura, en Sáqqara. Fue la primera estructura de piedra de grandes dimensiones del mundo, aunque muestra un conservadurismo típicamente humano en numerosos detalles, pues la piedra está trabajada imitando la madera y la caña de las antiguas y más sencillas estructuras.

Al parecer Zoser no quedó satisfecho de su mastaba; o quizá, el mismo Imhotep, descontento de su propia sobriedad, decidiera hacer algo mejor. Sea cual sea la razón, Imhotep amplió la mastaba por los dos lados, hasta que la base alcanzó una longitud de 400 por 350 pies. Luego colocó una nueva y más pequeña sobre la anterior, seguida más tarde por otra, aún menor, a la que siguieron otras cada vez más reducidas de tamaño. Al final había construido seis mastabas de tamaño decreciente, una encima de la otra, hasta alcanzar una altura total de casi 200 pies.

Además, la mastaba disponía de otras estructuras a su alrededor, de las que quedan algunos restos. El conjunto estaba rodeado por una elevada muralla construida con paneles de piedra caliza de concepción muy elaborada. El recinto tenía 1.800 pies de longitud y 900 de anchura.

Los detalles más refinados de la antigua magnificencia han desaparecido, pero el edificio central —muy deteriorado por falta de cuidados— subsiste todavía, 4.600 años después de haber sido construido. Y es no sólo la primera estructura de piedra de grandes dimensiones que se haya construido, sino que además constituye la más antigua edificación construida por el hombre que existe aún sobre la faz de la tierra.

Los hombres modernos han quedado estupefactos ante la mastaba múltiple de Zoser, y ante las mucho más elaboradas estructuras posteriores, que no tardaron en ser construidas. Para los arqueólogos del siglo XIX, dichas edificaciones surgían de la nada. Parecía que Egipto había sido en un primer momento una tierra de aldeanos neolíticos, no mucho más avanzados que lo que hoy llamamos «hombres primitivos», y que de repente, sin previo aviso, comenzó a producir monumentos que iban a maravillar a las sucesivas épocas, sin excluir a nuestra grandiosa era tecnológica.

Es evidente que Zoser vivió en tiempos de la III Dinastía, y que Manetón nos habla de una primera y de una segunda, pero no hay informes sobre las dos primeras dinastías, y muchos arqueólogos del siglo XIX sospechaban que las listas de Manetón, que contienen los nombres de los reyes antiguos, son míticas.

No debe extrañarnos, pues, que románticos y místicos crean que la civilización egipcia surgió, ya plenamente desarrollada, de la nada, que
quizá
fue llevada a orillas del Nilo desde otro lugar. Un origen «lógico» podría ser la Atlántida, sobre la que escribió el filósofo griego Platón un siglo antes del nacimiento de Manetón.

Según Platón, la primera versión de la historia se debe a los sacerdotes egipcios; éstos nos hablan de una tierra muy antigua, ubicada en el Oeste, que había alcanzado un elevado nivel de civilización y que fue destruida por un terremoto que provocó su hundimiento en el océano.

¿Por qué no suponer, así, que los que pudieron escapar del desastre llegaron a Egipto y establecieron allí una gran civilización (expulsando a los primitivos habitantes del lugar, o esclavizándolos), tras la total desaparición de toda huella de sus orígenes? Naturalmente, todo esto son meras fantasías. Nunca hubo una Atlántida, y Platón pretendía tan sólo escribir una fábula de intención moral.

Por otra parte, a comienzos del siglo XX los arqueólogos (en especial el inglés Sir Flinders Petrie) comenzaron a encontrar restos importantes de las dos primeras dinastías. Se pudo así establecer con mayor solidez la historia del desenvolvimiento de la cultura y de la técnica arquitectónica desde los primeros tiempos hasta las grandes estructuras de Imhotep.

Qué duda cabe que la construcción por Imhotep de la mastaba múltiple de Zoser constituye efectivamente una gran hazaña, un rotundo avance para su tiempo, algo que nunca nos cansaremos de admirar; pero no surgió de la nada. No hay que atribuirla tampoco a los esfuerzos de los refugiados de la Atlántida. Fue construida por egipcios que trabajaron sobre bases ya establecidas anteriormente gracias a un lento y penoso desarrollo de las técnicas a lo largo de muchos siglos.

Pero el Imperio Antiguo no se desarrolló solamente en la dirección de la construcción de monumentos grandiosos. En tiempos de Zoser se perfeccionó la escritura egipcia (se dice que Imhotep, a quien se atribuyeron posteriormente todos los progresos, realizó mejoras en la escritura, lo mismo que en la arquitectura). Los símbolos jeroglíficos dejaron de ser simples dibujos de objetos, comenzando a ser utilizados para expresar abstracciones y toda la extensión del pensamiento humano.

Las plantas del papiro (la palabra «papiro» nos ha llegado a través de los griegos, pero su origen es desconocido) que crecían a orillas del Nilo fueron utilizadas como materia para recibir la escritura. Se extraía el meollo, se le aplicaba cola, en capas separadas, hasta que se embebía adecuadamente, y luego se lo dejaba secar. El resultado era una superficie admirablemente ligera y duradera, sobre la que se podía escribir con pinceles o plumas hechas con otros tallos. Ningún otro pueblo de la antigüedad dispuso de un material tan adecuado para escribir. En la región del Tigris y del Eufrates se utilizaban voluminosos ladrillos de arcilla, sobre los que se grababan los símbolos gráficos. La escritura sobre arcilla resultaba adecuada, pero carecía de la calidad y belleza de la egipcia.

Las civilizaciones griega y romana utilizaron también el papiro, hasta el momento en que el aprovisionamiento de tallos comenzó a disminuir y su uso se hizo menos rentable desde un punto de vista económico. En la actualidad se usa un material semejante a partir de la madera, al que seguimos llamando
papel
(de
papiro
), aunque ya no proviene de los tallos de esta planta.

La utilización de una superficie, sobre la que se puede escribir, práctica y barata constituye una importante contribución al progreso del saber, puesto que es más sencillo escribir las instrucciones que tener que depender del más inseguro método de transmitirlas oralmente. Esto reviste particular importancia cuando se trata de instrucciones complejas y cuando los errores pueden tener graves consecuencias (como en el caso de técnicas quirúrgicas).

Quizá no sea casualidad que entre los más antiguos tratados escritos en papiro que se han descubierto hasta ahora (que datan del Imperio Antiguo, o bien son copias de tratados de esa época) se halle uno, llamado el Papiro de Edwin Smith, que contiene el tratamiento para heridas tales como fracturas.

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