Los Espejos Venecianos

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Authors: Joan Manuel Gisbert

Tags: #Infantil y juvenil, intriga

BOOK: Los Espejos Venecianos
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Giovanni Conti, estudiante de Letras en Padua, encuentra alojamiento en una casa vieja regentada por una anciana misteriosa. Desde la ventana de su cuartucho, divisa un antiguo palacio que parece abandonado. Advierte, sin embargo, algún movimiento, por lo que decide buscar información en la biblioteca de la universidad, pero no la halla. Una noche, entra en el palacio, allí descubre unos espejos donde observa una imagen que no corresponde exactamente a la realidad: cree ver en ellos el fantasma de Beatrice Balzani, miembro de la familia a la que pertenecía el palacio.

Joan Manuel Gisbert

Los Espejos Venecianos

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Khano
15.04.12

Los Espejos Venecianos

Joan Manuel Gisbert

Primera Edición Enero de 1994

Corrección de erratas:

UNA HABITACIÓN SOMBRÍA

EL joven estudiante de letras Giovanni Conti llegó a Padua al atardecer de un domingo de marzo. Había hecho un largo y penoso viaje desde Nápoles, su ciudad natal, para asistir a un curso de documentación histórica impartido por el ilustre profesor Giacomo Amadio, maestro de cronistas y literatos. Corría el año de 1792.

Giovanni bajó del traqueteante carruaje molido por los bandazos que había soportado durante la marcha. El polvo del largo camino cubría sus ropas y su cara. Los ojos le escocían. Anduvo unos primeros pasos con dificultad.

Pero estaba eufórico. Esperaba mucho de las semanas que se avecinaban. Aún no podía imaginar que sus días en aquella ciudad pronto iban a verse afectados por circunstancias que le llevarían a olvidar el motivo inicial de su viaje.

Aunque caminaba con el cuerpo entumecido, y la bolsa de equipaje se le hacía más pesada a cada paso, quiso contemplar cuanto antes la universidad. Preguntó por ella a unos hombres que estaban en el umbral de una taberna. Quedaba muy a mano. Muy pronto la tuvo delante.

Por ser día festivo, el edificio universitario estaba cerrado. Vio cómo el atardecer se adueñaba de su noble fachada, y, emocionado, pensó que allí transcurrirían sus jornadas hasta el verano.

Esperó a que la regia estampa se oscureciera tras las primeras sombras del ocaso. Luego, tomó de nuevo su equipaje y se orientó en busca de la hostería Veneciana. Tenía referencias de que, para los estudiantes llegados de otras ciudades, era el único lugar en Padua que ofrecía hospedaje a precio muy barato.

Estaba al final de una calleja. Más parecía un asilo o una cárcel que una hostería. Pero Giovanni no tenía posibilidad de elegir. En el zaguán había un mostrador destartalado. Tras él, un hombre apilaba paños raídos y mal doblados. Al ver a Giovanni, le dijo:

—Me imagino a lo que vienes. Llegas tarde.

Un tanto perplejo, el joven estudiante explicó:

—Voy a seguir un curso en la universidad; necesito alojamiento.

—Aquí no lo encontrarás. La gente casi se sale por las ventanas de tan lleno como está.

—Aceptaría una habitación compartida. Con un rincón puedo apañarme.

—Ya hemos metido en todas partes más camas de las que caben. No entra ni una más.

Giovanni estaba desolado. Sus pocos recursos no le permitirían costearse un alojamiento más caro. Se le planteaba un problema difícil de resolver.

En aquel momento, alguien, desde dentro, llamó al hombre del mostrador. Éste, sin acabar la conversación, o dándola ya por terminada, desapareció tras una deshilachada cortina que colgaba al fondo.

Sin que Giovanni lo advirtiera, una mujer de edad, severamente vestida de oscuro, había presenciado la escena. Estaba sentada en un banco, lejos del mostrador. Sin hacer ruido, se puso en pie y se acercó al joven napolitano.

—Si lo que busca es una habitación donde alojarse —dijo ella con voz cautelosa, casi furtiva—, le ofrezco una mejor que la que pudiera haber encontrado aquí. No está muy lejos. Si quiere acompañarme, se la enseñaré. Es muy espaciosa y tranquila. No tengo más huéspedes.

Giovanni pensó que aquella proposición venía a enmendar su mala suerte. Pero enseguida le preocupo el precio del hospedaje ofrecido. Y se lo manifestó a la señora:

—Mis recursos son escasos. No sé si podré afrontar el alquiler.

—No se preocupe, joven, me hago cargo. No le resultará más caro de lo que pueda pagar. ¿Quiere venir a ver el sitio? A nada se comprometerá por ello.

—Sí, claro —respondió el joven, gratamente sorprendido—. Se lo agradezco mucho.

Recorrieron en silencio un complicado entramado de callejuelas. El lugar quedaba algo apartado, pero en Padua no había grandes distancias.

—Aquélla es la casa —anunció la señora, indicando un edificio sombrío que parecía insignificante en comparación con otro al que estaba adosado.

Tras abrir la puerta y franquearle la entrada a Giovanni, la señora tomó un candil que ardía en el vestíbulo y condujo al joven a la planta superior, mientras explicaba:

—Nunca he tenido estudiantes. Hasta ahora mis huéspedes han sido siempre caballeros entrados en años. El último que ocupó la habitación era todo un erudito, un hombre culto y distinguido. Pasó muchos meses aquí. Y pensaba continuar algunos más, pero tuvo que irse inesperadamente por razones familiares. Por eso está desocupado el aposento. Véalo usted; es una oportunidad.

Hacia la mitad de un largo corredor había una puerta. La señora entró primero, y encendió un candelabro. Poco a poco, los dispersos muebles y objetos de la estancia fueron tomando forma.

Aparentaba, en efecto, una habitación muy espaciosa: incluso demasiado. El techo era muy alto y estaba ennegrecido por el humo de velas y lámparas. El ambiente general era triste y desangelado. Las escasas piezas del mobiliario, pobres y dispares, parecían perdidas y a la deriva en la inmensidad de la estancia. La cama tenía aspecto de ser muy poco confortable.

No obstante, se notaba que la señora se había esforzado en darle al conjunto un aspecto habitable. Sobre una mesa había una palangana y una jofaina llena de agua, acompañadas de un paño de lino para el aseo diario. En un rincón, dormía un brasero de tamaño mediano. El único armario era muy grande, desmesurado.

Tenía una gran ventana, cerrada y oculta tras una pesada cortina. Mientras la apartaba, la mujer apreció:

—Le entrará mucha luz por las mañanas.

La habitación le estaba causando a Giovanni una impresión gélida y desagradable. Pero, en el trance en que se encontraba, le convenía cogerla. Así pues, se mostró conforme con lo que veía y pasó a interesarse por el precio.

Las pretensiones de la señora eran en verdad moderadas. El joven las encontró tan de su agrado que insistió en pagar una semana por adelantado.

Ella le dijo que podía entrar y salir cuando quisiera, siempre que no fuese demasiado tarde. Le entregó una llave de la entrada, pero le pidió que se abstuviera de recibir visitas y de hacer ruidos por la noche.

—Suelo dormir profundamente —explicó ella—, pero, si algo me despierta o sobresalta en plena noche, se me hace muy difícil conciliar otra vez el sueño.

—Descuide —aseguró Giovanni, que se sentía dispuesto a avenirse a cualquier cosa para resolver su problema de alojamiento—; no tendrá motivo de queja, se lo aseguro.

—Eso espero. Me ha parecido usted un buen muchacho. ¿Viene de muy lejos?

—Sí. De Nápoles. Por cierto, mi nombre es Giovanni.

—El mío, Alessandra.

A continuación le dio unas cuantas explicaciones domésticas y, finalmente, le ofreció:

—Si necesita algo, me encontrará abajo. Nunca me acuesto antes de las diez.

Al quedarse solo, Giovanni dirigió su atención al ventanal. Era el elemento más interesante. Descorrió la larga cortina y lo abrió. Daba a un patio lleno de arcos y estatuas, con dos plantas porticadas. Enseguida recordó el imponente y majestuoso edificio contiguo. Estaba viendo parte de su interior.

Parecía sumido en el más completo abandono. Todo era silencio y oscuridad. No se veía ningún resplandor a través de los arcos y ventanales; sólo la claridad lunar atenuaba lo sombrío del ambiente. La compañía de aquel palazzo deshabitado aseguraba tranquilidad para el estudio. Pero no ayudaba a disminuir la mustia atmósfera de la habitación, sino que más bien la acentuaba. Parecía como si la tristeza del palazzo, reptando por los muros, se hubiese introducido en el aposento hasta posesionarse por completo de él.

Giovanni quiso alejar de sí aquellas impresiones tan poco estimulantes. Se apartó de la ventana y pensó que todo resultaría muy distinto con la luz de la mañana.

Le quedaban algunos restos de las provisiones del viaje. Rebuscó en su bolsa y dio con un trozo de queso seco. Estuvo mordisqueándolo un rato, con desgana. No tenía hambre; sólo notaba cansancio y dolor de espalda.

Sin embargo, le parecía muy pronto aún para acostarse. Salió de la habitación con el propósito de echar un vistazo por los alrededores de la casa.

En el corredor reinaba una gran oscuridad. Además de la suya, había otras cuatro puertas, todas cerradas, de las que nada le había dicho la señora.

Bajó las escaleras con cuidado, guiándose por un leve resplandor que venía de abajo. En el vestíbulo ardía una lámpara de aceite. Antes de traspasar la puerta de la calle se despidió.

La voz de Alessandra, remota y apagada, le llegó desde el fondo de la planta baja. Pero no se asomó.

Una vez en la calle, Giovanni quiso observar detenidamente el solitario palazzo. Era el edificio más antiguo de los alrededores. La casa donde se hospedaba y las cercanas a ella habían sido construidas con posterioridad. No era necesario ser un entendido para darse cuenta. El palazzo tenía tres fachadas completas a la vista. La cuarta quedaba extrañamente interrumpida por el edificio de la señora Alessandra. La puerta principal, como enseguida comprobó Giovanni, estaba en el lado opuesto. Allí el entramado de callejas se abría a una plazuela.

Sobre el pórtico, grabado en piedra, un escudo de armas resaltaba en la penumbra. El joven estudiante pensó que debía pertenecer a una familia extinguida o que había sufrido una completa dispersión de sus miembros. De otro modo no podía explicarse la situación de extrema dejadez que presentaba el suntuoso palazzo.

De pronto su atención fue alertada por el sonido de unos pasos. Una figura tambaleante avanzaba hacia él desde la solitaria oscuridad de la plazuela.

Giovanni giró sobre sí mismo para no estar de espaldas al desconocido, pues aún no sabía si podía suponer una amenaza.

Era un hombre de aspecto desastrado. La embriaguez era la causa de su andar vacilante. En su boca había una mueca desagradable.

—Malos vientos soplaron sobre esta casa —dijo el desconocido, señalando el palazzo con un movimiento de cabeza y dejando al descubierto sus encías desdentadas—. Ahora es un sitio muerto. Es mejor no acercarse demasiado —aseguró, tendiendo la mano en demanda de limosna, como si la mereciera por la información que había dado.

Por un instante, Giovanni tuvo la idea de pedirle a aquel hombre datos más concretos en relación con el palazzo. Mas enseguida pensó que sólo obtendría de él exageraciones y disparates.

Eludió la mano que apuntaba a su pecho como un arma y se alejó de allí, caminando rápidamente calle abajo.

La voz del borracho comenzó a inferir improperios, a los que siguió una gutural carcajada. Giovanni acalló su eco áspero con el sonido de sus propios pasos.

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