Los científicos se rompieron la cabeza con aquellos aparatos, pero se equivocaron al formular las preguntas. Estaban empeñados en averiguar cómo funcionaban los contadores, pero en aquel entonces a ninguno se le ocurrió preguntarse por qué los Heechees tenían tanto interés en milimetrar el flujo de las microondas. De haberlo hecho, habrían librado a un montón de gente de mucha confusión innecesaria.
En el túnel de un planeta, por lo demás nada interesante, un explorador encontró el primer ejemplar de máquina excavadora de túneles, y en una galería situada en el satélite tipo Luna de un planeta gaseoso gigante, otro encontró la «cámara» cuya «película» eran las llamadas «perlas de fuego». También en un túnel halló Vitaly Klemenkov el pequeño aparato que encendió la chispa de toda una nueva industria (aunque él sólo ganó una miseria).
Klemenkov tuvo muy mala pata. Descubrió un objeto que los científicos humanos acabarían llamando «piezófono». El componente operativo principal del mismo era un diafragma hecho del mismo material que aquellos «diamantes de sangre» que habían aparecido desperdigados por los túneles venusianos y tantos otros.
El material era piezoeléctrico, es decir, al comprimirse producía una corriente eléctrica y viceversa. Como ya sabemos, había muchos diamantes de sangre circulando por ahí, aunque antes de Klemenkov nadie había sabido que constituían la materia prima de artilugios piezoeléctricos. Klemenov ya estaba soñando con riquezas incalculables. Por desgracia, los principales laboratorios de telecomunicación de la Tierra, subsidiarios de las grandes multinacionales del cable, el teléfono y el satélite, transformaron el modelo Heechee en algo que podían fabricar ellos mismos. Klemenkov los demandó, como es natural, pero ¿quién puede vencer a los abogados de las mayores multinacionales del mundo? Así que se conformó con una pequeña regalía, en realidad poco más que los ingresos de un emperador medio.
Entre los distintos lugares donde se podían encontrar tesoros Heechees existía aún otra variedad sumamente productiva. Al principio nadie lo sabía, aunque si hubieran tenido en cuenta el ejemplo del propio Pórtico lo habrían deducido, y desde luego nadie podía imaginar que aquellas vetas tan ricas en realidad fueran trampas. Una mujer llamada Patricia Bover fue la primera exploradora de Pórtico en informar del hallazgo de una y, como tan a menudo sucedía, no le hizo ningún bien.
Patricia Bover partió en una nave del tipo Uno. No tenía ni idea de adonde iba. Se alegró de comprobar que había sido un viaje relativamente corto —cambio de posición a los siete días, destino a los catorce— y apenas dio crédito a sus ojos cuando los instrumentos le indicaron que aquella estrella diminuta y lejana a la que se había aproximado era el Sol, su viejo conocido.
Se encontraba en la nube de cometas Oort, más allá de la órbita de Plutón, y estaba atracando en un artefacto Heechee. Era grande —calculó que mediría unos doscientos metros de largo—, y no se parecía a ningún hallazgo descrito por nadie con anterioridad.
Cuando Bover se metió en el objeto y miró alrededor, comprendió que acababa de hacerse rica. El lugar estaba atestado de máquinas. No tenía ni idea de para qué servían, pero había tantas que quizá muchas de ellas serían tan valiosas como un calentador, una excavadora de túneles o un martillo anisoquinético.
El espejismo se disipó cuando descubrió que no podía volver a Pórtico. La nave no se movía. Hiciera lo que hiciese con los mandos, permanecía inmóvil. No sólo no la devolvería al puerto de origen, sino que no la llevaría a ninguna parte.
Patricia Bover estaba atrapada a miles de millones de kilómetros de la Tierra.
En realidad el aparato aún funcionaba. Una parte del mismo, que Pat Bover no llegó a ver, seguía fabricando comida, medio millón de años después de que los Heechees la dejaran allí, a partir de materias primas proporcionadas por los propios cometas: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, los elementos básicos de la dieta y el cuerpo humanos. Si Pat lo hubiese sabido —si se hubiese molestado en examinar el objeto— quizás hubiera podido sobrevivir allí bastante tiempo (aunque, desde luego, no tanto como para que alguien acudiera a rescatarla).
Pero no lo sabía. Lo que sí sabía era que tenía graves problemas, así que lo que hizo fue mandar por radio un largo mensaje a la Tierra, a veinticinco días luz de allí, explicando dónde estaba y lo que había pasado. Después se metió en el módulo y puso rumbo al Sol. Se tomó una pastilla para dormir, se metió en el hibernador... y murió allí.
Era consciente de que lo tenía complicado. Difícilmente podrían reavivarla, pues el proceso de hibernación no era el más adecuado, y de todos modos había pocas probabilidades de que alguien encontrase su cuerpo congelado e intentase reanimarlo. La verdad es que nadie lo encontró.
La factoría alimentaria no era el único aparato Heechee del espacio que actuaba como una trampa para los incautos. En total había veintinueve objetos similares perdidos por la galaxia (los llamaban «ratoneras»).
El aciago hallazgo de Patricia Bover en la nube de Oort no era el único aparato que los Heechees habían dejado en marcha, y muchos estaban pre-programados en las naves espaciales de Pórtico. Por ejemplo, fue hallado otro aparcamiento para naves espaciales abandonado que giraba en órbita alrededor de otra estrella, en un lugar muy lejano. Era casi tan grande como Pórtico, y los humanos lo llamaron Pórtico Dos.
Y no olvidemos la Casa de Ethel.
La Casa de Ethel la descubrió una mujer en una de las primeras misiones. (La mujer se llamaba Ethel Klock.) Más tarde volvió a descubrirla un grupo de canadienses en una Tres acorazada; y fue descubierta una tercera vez por otra nave tipo Uno, cuyo piloto era un hombre de Cork, Irlanda, llamado Terrance Horran. Los canadienses no sólo encontraron el artefacto, sino también a Ethel Klock, puesto que estaba allí cuando arribaron. Cuando llegó Horran, los encontró a todos, y grupos posteriores fueron descubriendo a los que habían llegado antes, porque nadie se había movido de allí. Igual que le había sucedido a Pat Bover en la factoría alimentaria, para todos ellos aquel viaje sólo fue de ida. No había posibilidad de retorno. Los mandos de todas las naves se desactivaban al llegar.
Resultaba imposible abandonar el artefacto.
Todos lo lamentaban mucho, porque la Casa de Ethel era una maravilla. Se trataba de un aparato del tamaño aproximado de una nave crucero de pasajeros, pero sin motores de ningún tipo, al menos a la vista. Tenía máquinas de alimentos, regeneradores de aire y agua, y también luz. Todo seguía funcionando a pesar de los milenios transcurridos. Las máquinas Heechees estaban hechas para durar. Y no sólo eso: había un montón de instrumentos astronómicos en la Casa de Ethel, y también funcionaban.
Los náufragos tenían todo el tiempo del mundo para investigar su nuevo hogar, a falta de otra cosa que hacer. Las máquinas de comida los alimentaban y sus vidas no corrían peligro. La verdad es que constituían una pequeña colonia totalmente autosuficiente. Incluso podrían haberla convertido en permanente, con varias generaciones de colonizadores, si a Klock no se le hubiera pasado la edad de tener hijos cuando llegaron los canadienses o si la última tripulación hubiera incluido a una mujer.
Pronto se dieron cuenta de que la Casa de Ethel era una especie de observatorio astronómico.
Saltaba a la vista qué objeto constituía el foco de atención de aquel observatorio. La Casa de Ethel giraba en órbita a una distancia de unas mil unidades astronómicas (digamos unos cinco días luz) alrededor de una espectacular estrella doble. Las estrellas binarias no se consideraban especialmente interesantes, pero aquéllas eran únicas. Una pertenecía a un tipo bastante corriente, aunque aquélla en particular presentaba algunas características curiosas: se trataba de un espécimen supergigante, caliente y pulsante de las estrellas jóvenes y brillantes conocidas como tipo F. Sólo por aquello ya habrían merecido una pequeña recompensa (si hubieran tenido modo de pasar los informes), pero su compañera era mucho más llamativa. La estrella tipo F presentaba un anillo de gas inclinado en torno a ella, lo cual indicaba que aún seguía en proceso de completar su estadio final de madurez. En cambio, la compañera era toda gas, y no un gas muy caliente: se trataba de un inmenso disco de materia casi transparente.
Cuanto más la miraban, más extraña les parecía. Se suponía que las estrellas tenían forma de esfera, no de disco. Aquella compañera en forma de disco resultaba difícil de observar incluso con los instrumentos ópticos Heechees. Visualmente recordaba una débil mancha escarlata en el cielo, y era demasiado fría para emitir mucha radiación.
No podían averiguar su temperatura mediante los instrumentos Heechees, porque los Heechees no habían sido tan previsores como para incluir en los mismos tablas de conversión a escala Celsius, Kelvin o Fahrenheit. Klock hizo un cálculo aproximado y aventuró que debía de rondar los 500 K, una temperatura mucho más baja que la de la superficie de Venus, por ejemplo, más incluso que la de un tronco ardiendo en una chimenea en la Tierra.
Descubrieron que el mejor momento para observarla era cuando eclipsaba a su compañera del tipo F. Dado que la Casa de Ethel describía una órbita retrógrada respecto al disco, aquellos eclipses tenían lugar más a menudo que si el artefacto hubiera permanecido estacionario en el cielo. Aun así, no se producían muy a menudo. Ethel Klock había observado un eclipse estando aún sola, poco después de aterrizar. El segundo pudo compartirlo con Horran y los canadienses, pero ya habían transcurrido más de veinte años.
La historia de la Casa de Ethel tuvo un final feliz para sus cautivos, bueno, bastante feliz. Finalmente los seres humanos aprendieron a llevar las naves adonde querían que fueran. Poco después un grupo de exploradores con mejor dominio de su nave que aquellos antiguos exploradores encontró a los cinco náufragos, y por fin fueron rescatados.
Llegaba un poco tarde. A esas alturas, Ethel Klock ya había cumplido los setenta y ocho años, y Horran rozaba los cincuenta. Para colmo, ni siquiera recibieron recompensas científicas. Hacía tiempo que la Corporación Pórtico había dejado de entregarlas, porque ya no existía.
Descubrieron que de todos modos la suerte no les habría favorecido, porque aunque hubiesen regresado antes, no habrían ganado mucho en concepto de recompensa. Por desgracia, aquel sistema binario no era nada nuevo. Resultó que los astrónomos de la Tierra estaban muy familiarizados con él debido a sus características singulares. La estrella se llamaba Auriga Épsilon, y sus misterios no constituían ningún secreto. Los astrónomos humanos los habían desvelado con instrumentos convencionales cuando la órbita del disco binario había pasado entre la Tierra y su estrella primaria tipo F en el eclipse del año 2000 d.C.
Pasaron más de cincuenta años desde que el primer explorador de Pórtico aterrizó en una de aquellas ratoneras hasta que fue descubierta la última. Un total de ocho misiones habían ido a parar a una trampa, cada una por su cuenta. Cuando les sucedía algo así, no podían volver. La mayor parte de las ratoneras albergaba factorías alimentarias, ya fuera en el interior o en un artefacto independiente, desde el cual unas naves automáticas efectuaban el transporte de la comida, así que los náufragos no morían de inanición ni por falta de aire y agua. Unas pocas no contaban con aquellos servicios, al menos, no en funcionamiento. En esos casos los equipos de rescate sólo encontraban naves Heechees abandonadas y unos cuantos cadáveres resecos.
Los heecheeólogos empezaron a sospechar que aquellas «ratoneras» existían con algún propósito concreto; quizá con varios propósitos, aunque no acertaban a adivinar ninguno. Los hipotéticos habitantes de los planetas cercanos no podían acceder a ellas; en esos planetas deshabitados no había túneles ni nada de interés a menos que se contase con una nave espacial.
Parecía una especie de test de inteligencia planteado por aquellos extraterrestres desaparecidos, casi como si los Heechees, cuando partieron hacia un destino desconocido, hubieran dejado adrede pistas para ellos mismos. No obstante, incluso las pistas eran difíciles de encontrar. Ninguna raza inteligente podría dar con ellas si antes no había conseguido dominar por su cuenta el viaje interplanetario más elemental.
En cuanto a los premios más importantes, estaban aún más escondidos.
Oficialmente no podría decirse que un explorador de Pórtico realizase el primer viaje de ida y vuelta a la Factoría Alimentaria. El de Pat Bover sólo fue de ida. La expedición —gracias a la cual el alimento de carbono-hidrógeno-oxígeno-nitrógeno (CHON) ayudó a erradicar el hambre de la Tierra— llegó allí en un cohete químico terrestre cuando se alejaba en espiral por los últimos tramos del sistema solar.
No se limitaron a eso, porque gracias a la Factoría Alimentaria se realizó el segundo gran descubrimiento, que fue bautizado como
Paraíso Heechee.
Se trataba del mayor artefacto Heechee jamás descubierto, de más de seiscientos metros de largo, dos veces el tamaño de un trasatlántico. Tenía forma de huso (un típico diseño Heechee), y no estaba deshabitado. Albergaba a los descendientes del grupo de cría de australopitecos que los Heechees habían capturado en la superficie de la Tierra hacía medio millón de años y a un único ser humano vivo, el hijo de una pareja de exploradores que habían llegado al
Paraíso Heechee
en su nave y que habían quedado allí atrapados. También contenía las mentes almacenadas (de cualquier manera, pues las máquinas encargadas del almacenaje no habían sido diseñadas para seres humanos, que aún no habían aparecido cuando aquellos aparatos fueron construidos) de más de veinte exploradores de Pórtico que habían aterrizado allí para no volver.
Todo aquello era maravilloso...
No, más que maravilloso. Por primera vez, la tecnología Heechee no sólo estaba al alcance del ser humano sino que era accesible. Por fin se podía comprender una parte de ella... y copiarla... ¡e incluso mejorarla! Aquellos tesoros no sólo constituían unas gotas de agua para saciar la curiosidad de los científicos, o riqueza para unos cuantos descubridores afortunados. Significaban una vida mejor para todo el mundo.
Paraíso Heechee
no era una simple estación espacial. Se trataba de una nave, una nave grande que podía transportar a muchos colonos en cada viaje, tantos como para empezar a hacer mella en la miseria humana: tres mil ochocientos emigrantes cada vez, al destino de su elección, una vez al mes, indefinidamente.