No obstante, había estado allí. La nave había girado en órbita alrededor de un planeta situado a buena distancia de una estrella pequeña y roja; un planeta con tan poca luz que parecía grisáceo, y en cuyo cielo se arremolinaban nubes amarillentas; algo parecido al aspecto que tendrían Júpiter, Saturno o Urano si sus órbitas estuvieran tan alejadas del Sol como la del sombrío Plutón.
La primera reacción del gobierno de Estados Unidos fue formarle consejo de guerra. Se lo merecía, desde luego. Incluso se lo esperaba. Sin embargo, antes de que el consejo fuera convocado, los servicios de inteligencia informaron de que el parlamento brasileño, llevado por la idea de tomar parte en la explotación de la galaxia, había decidido entregar a Kaplan una recompensa por valor de un millón de dólares. A continuación los soviéticos no sólo lo nombraron ciudadano de honor, sino que lo invitaron a Moscú para hacerle entrega de la Orden de Lenin. La bomba había estallado. Los programas de variedades de todas las cadenas de televisión le pedían que acudiera como invitado.
No se puede formar un consejo de guerra a un héroe.
Así que el presidente norteamericano ascendió al teniente Kaplan a coronel, y después a general, y su ascenso se debió a los mismos méritos que lo mantendrían apartado de sus funciones para siempre. Después el presidente convocó una reunión con todas las naciones que tenían proyectos espaciales en marcha para decidir cómo manejar aquella situación.
El resultado fue la Corporación Pórtico.
Al igual que su antecesor, el teniente Kaplan no había caído en la cuenta de algo esencial: cada una de las naves Heechees era, en realidad, dos naves. Una parte funcionaba como navío interestelar capaz de viajar más rápido que la luz a un destino programado. La otra era un módulo de aterrizaje, más pequeño y sencillo, acoplado a la base de la propia nave.
Los mismos navíos interestelares y sus irreproducibles viajes por el hiperespacio escapaban totalmente a la comprensión de los científicos humanos. Transcurrió mucho tiempo antes de que ningún terrestre supiera cómo funcionaban aquellas naves. Los que se esforzaban demasiado en averiguarlo solían acabar muertos, porque los motores estallaban. Las módulos de aterrizaje eran mucho más sencillos. A grandes rasgos, se parecían a un cohete normal y corriente. Claro que funcionaban mediante sistema de teledirección Heechee, pero, por suerte para los exploradores de Pórtico, el manejo de los mandos resultaba aún más sencillo que el de los navíos interestelares. Los exploradores podían pilotar el módulo de aterrizaje sin problemas, aunque no acabaran de entender su funcionamiento, igual que cualquier persona de diecisiete años puede aprender a conducir un coche sin tener la mínima noción de cómo funcionan los mecanismos de la dirección o los engranajes del cambio de marchas.
De modo que cuando un explorador de Pórtico abandonaba el hiperespacio y llegaba a las cercanías de un planeta prometedor, podía usar el módulo de aterrizaje de acuerdo con su función: bajar a la superficie del planeta y ver qué podía ofrecerle.
Para eso existía Pórtico.
Se trataba de visitar planetas, porque eran los lugares más apropiados para buscar la clase de tesoros que los exploradores podían llevarse a casa y cambiar por dinero contante y sonante, aparte, claro está, de sumarlos al patrimonio de la Corporación.
Es fácil describir el tipo de planetas que andaban buscando. Iban detrás de una segunda Tierra, o al menos de algo tan parecido a ésta como para albergar alguna forma de vida orgánica, porque los procesos inorgánicos casi nunca acarreaban nada que valiera la pena llevarse a casa.
Los planetas más decepcionantes resultaron ser los más cercanos. Cuando los Heechees llegaron al sistema solar de la Tierra echaron un buen vistazo, como reflejaban algunas de las naves de Pórtico. Aún quedaban códigos de navegación programados a destinos tan próximos que los seres humanos podrían haberlos visitado por su cuenta... si hubieran querido. De hecho, los rudimentarios cohetes humanos ya habían viajado a varios de aquellos lugares, como Venus, la Luna, el casquete polar sur de Marte. Algunos, como Dione, una de las lunas de Saturno, ni siquiera merecían la pena.
Los exploradores apuntaban más alto. Querían viajar a planetas que ningún hombre ni mujer hubiera visto anteriormente, y su deseo se vio satisfecho.
En su alucinante viaje particular encontraron planetas de todas las formas y tamaños. Podríamos hablar de dos tipos básicos: las rocas en órbita (como la Tierra, sólidos, que permitían el aterrizaje) y las estrellas en potencia (como Júpiter, gigantes gaseosos, no tan grandes como para que en sus núcleos se desatase una fusión nuclear que los convirtiese en soles). Ningún explorador de Pórtico había aterrizado nunca en un gigante gaseoso, desde luego, porque en ellos no había nada sólido donde posarse, (lo que era una pena, porque a pesar de todo, algunos resultaban muy interesantes... pero eso es otra historia).
Las rocas en órbita fueron exploradas con tanto anhelo como sólo unos cientos de seres humanos asustados y acuciados podían hacerlo. Había planetas sólidos a montones. Desgraciadamente, la mayoría no albergaba ninguna clase de vida. Se hallaban muy lejos de su sol, por lo que vivían cubiertos de hielos perpetuos, o demasiado cerca, por lo que estaban tan requemados como Mercurio. Muchos tenían una atmósfera insuficiente (o ninguna en absoluto), como Marte (o la Luna). Algunos poseían su propio satélite, como la Luna de la Tierra. En ocasiones los exploradores viajaban a satélites, aunque siempre se trataba de cuerpos grandes, tan grandes como para retener una atmósfera y permitir un aterrizaje.
Había algo más de doscientos mil millones de estrellas en nuestra propia galaxia, y un número alucinante de éstas poseía planetas de un tipo u otro. Las naves Heechees ni siquiera tenían programados rumbos para todos los planetas susceptibles de exploración. De hecho, las posiciones del selector de rumbos apenas comprendían un planeta de cada cien mil. Aun así, había de sobra para todos los exploradores de Pórtico, muchos más de los que unos millares de hombres y mujeres podrían abarcar en el transcurso de unas pocas décadas.
Lo primero que descubrieron los exploradores de Pórtico fue que había un montón de planetas para escoger. Los astrónomos humanos se alegraron de saberlo, porque siempre habían tenido la duda, y la Corporación ni siquiera se vio obligada a pagar una recompensa por averiguarlo: bastaba con ir registrando los nuevos hallazgos de los exploradores que regresaban. Se estableció que las estrellas binarias generalmente no poseían planetas; en cambio las estrellas solitarias solían tenerlos. Los astrónomos pensaron que aquel fenómeno seguramente estaba relacionado con la conservación de la velocidad de rotación. Al parecer, cuando dos estrellas se condensaban juntas a partir de una única nube de gas, cada una de ellas se ocupaba del exceso de energía de rotación de la otra. Las estrellas sin pareja tendían a dispersarla en satélites más pequeños.
Sin embargo, casi ninguno de los planetas se parecía mucho a la Tierra.
Se podían realizar muchas pruebas al respecto desde una distancia considerable. Medir la temperatura, por lo pronto. Al parecer, la vida orgánica sólo se desarrollaba allá donde el agua existía en estado líquido, lo que equivale a decir en la estrecha franja que va de los 270 K a los 370 K. A temperaturas más bajas, el elemento se convertía en hielo estéril. Y a temperaturas más altas, solía desaparecer, porque el calor la evaporaba y los rayos del sol —de cualquier sol que hubiera por allí cerca— desprendía el hidrógeno de la molécula del agua y éste se perdía en el espacio.
En consecuencia, las estrellas poseían una zona bastante limitada de posibles órbitas planetarias que valiese la pena investigar. Dado que a los planetas, cuando se condensaban a partir de los gases interestelares, les daba igual si sus condiciones iban a permitir o no el desarrollo de la vida, casi todos establecían su órbita o bien demasiado cerca del sol o bien en los fríos espacios que quedaban más allá de aquella zona susceptible de desarrollar vida.
Casi toda la vida extraterrestre, como ocurría con la terrestre, se basaba en la química del carbono. El carbono es ideal a la hora de formar cadenas de elementos compuestos, y afortunadamente está presente con tanta frecuencia que se considera el cuarto elemento más común del universo. Además, casi toda la vida extraterrestre tenía algo parecido al ADN, no por panspermia sino porque los sistemas como el ADN proporcionaban a los organismos un modo económico y eficaz de reproducirse.
Casi todos los seres presentaban ciertas coincidencias, seguramente porque su origen era más o menos el mismo, pues existe un patrón en el desarrollo de la vida. El primer paso es meramente químico: sustancias químicas inorgánicas que reaccionan con otras estimuladas por una fuente de energía exterior, normalmente los rayos de su estrella cercana. Entonces aparecen unas criaturillas unicelulares y rudimentarias, meras fábricas cuyas materias primas son el resto de sustancias químicas inorgánicas del caldo que las rodea. También usan la energía del sol (o la que sea) para procesar las sustancias inorgánicas y convertirlas en otras como ellas, y más o menos en eso consiste su vida. Dado que son fotosintéticas, las podemos llamar plantas.
Resulta que esas «plantas» primitivas constituyen una fuente muy rica de sustancias químicas asimilables. Dado que se han tomado la molestia de concentrar los componentes inorgánicos más apetitosos y darles una forma preprocesada, sólo es cuestión de tiempo que algunas de ellas aprendan a alimentarse de otro modo. Las nuevas no comen la materia prima del medio ambiente, sino que se comen a sus parientes, más débiles y primitivas. Llamemos a esta nueva tanda de criaturas «animales». Los primeros animales no suelen ser gran cosa. Consisten en una boca a un extremo, un ano al otro y algún tipo de sistema de asimilación en medio. Eso es todo. Claro que no necesitan nada más para zamparse a sus vecinos.
Después, la cosa se complica.
Empieza la evolución. Los mejor adaptados sobreviven, más o menos tal como Charles Darwin dedujo mientras acariciaba sus pinzones cautivos a bordo del
Beagle.
Las plantas siguen fabricando sustancias químicas apetitosas para que los animales se las zampen, y los animales siguen zampándose las plantas y los unos a los otros... pero algunas plantas desarrollan de forma fortuita atributos que suponen una dificultad para los depredadores, y esas plantas sobreviven; y algunos animales aprenden trucos para burlar dichas defensas. Posteriores generaciones de animales desarrollan sentidos para localizar a sus presas más fácilmente, musculaturas para capturarlas y, a la larga, comportamientos complejos (como la tela de la araña o el acecho del tigre) que les facilitará la caza. (Más tarde, las plantas, los herbívoros o los depredadores menos avezados empezarán a desarrollar sus propios mecanismos de defensa: el veneno de una hoja de arbusto, las espinas del puercoespín, las patas ligeras de la gacela.) La competición resulta cada vez más dura y sofisticada... hasta que por fin algunas de las criaturas se vuelven «inteligentes». No obstante, la evolución aún se hará esperar... y los exploradores de Pórtico tuvieron que esperar aún más para encontrar a uno solo de aquellos seres.
En la miríada de mundos que los Heechees habían explorado —y adonde los rastreadores humanos de Pórtico los habían seguido cientos de miles de años más tarde—, todo aquel proceso evolutivo se había producido un millar de veces, de mil maneras distintas. En ocasiones las variantes resultaban de lo más sorprendentes. Por ejemplo, las plantas terrestres poseen una característica singular en común: no se mueven. No obstante, aquella característica no tenía por qué ser universal, y, de hecho, no lo era. Los exploradores de Pórtico encontraron arbustos que se movían de un sitio a otro, apoyando las raíces por un lado y estirándose por el otro, como plantas rodadoras que avanzasen a cámara lenta buscando los terrenos más fértiles, los mejores accesos al agua y la luz solar más apropiada. Otro ejemplo: los animales terrestres no se molestan en hacer la fotosíntesis. En cambio, en los mares de otros mundos había cosas parecidas a medusas que de día flotaban en la superficie para generar sus propios hidrocarburos a partir del sol y el aire y después se sumergían para comer algas por la noche. Los corales terrestres permanecen siempre en el mismo sitio. Los exploradores encontraron corales extraterrestres —o unas cosas muy parecidas a corales— cuyas pequeñas criaturas se disgregaban cuando la costa estaba despejada para comer y emparejarse, y después volvían a formar fortalezas colectivas duras como piedras cuando los depredadores marinos empezaban a merodear.
Los exploradores, cuyo mayor interés era hacerse ricos, consideraban inútiles la mayoría de aquellos seres. Aunque no todos. Encontrar un organismo de cierto valor tenía una ventaja: era fácil importarlo. No era necesario transportar toneladas de material al volver a Pórtico. Bastaba con llevar plantas o animales suficientes para que criasen en la Tierra, pues casi todos los seres vivos le hacían a uno el favor de reproducirse encantados en cualquier parte.
Los zoos de la Tierra empezaron a crecer, y también los acuarios y las tiendas de animales. Para estar a la última, había que tener un terrario de helechos extraterrestres o un animal peludo procedente de otro planeta.
Sin embargo, antes de que los exploradores de Pórtico pudieran ganar un solo dólar limpio gracias a la venta de animales, tenían que empezar por encontrar seres vivos, y no resultaba fácil. Tal vez todo apuntase a la presencia de vida, pero a veces estaba ahí y a veces no. El sistema para comprobarlo era buscar alteraciones químicas en la atmósfera. (Bueno, sí, el planeta en el que se habían depositado las esperanzas debía poseer una atmósfera, pero eso no era difícil de encontrar.) Si resultaba que la atmósfera contenía gases reactivos que no habían reaccionado —por ejemplo, si contenía oxígeno libre y había sustancias como carbono o hierro por alguna parte—, cabía suponer que algo debía de estar reponiendo aquellos gases sin cesar. Probablemente aquel algo estuviese vivo, en algún sentido.
(Más tarde los exploradores descubrieron que aquellas reglas tan sencillas tenían excepciones... aunque no muchas.)
El primer planeta en el que se descubrió algún tipo de vida parecía perfecto observado desde la órbita. Lo tenía casi todo: cielo y mar azules, nubes algodonosas y mucho oxígeno, lo cual implicaba que algo antientrópico (por ejemplo, vida) lo mantenía así.