Los exploradores de Pórtico (16 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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En cambio, con las naves Heechees era posible viajar al espacio y verlo de primera mano.

Los astrónomos tuvieron una suerte increíble... aunque con frecuencia no se pudo decir lo mismo de los hombres y mujeres que viajaron al espacio.

El problema de la astronomía, desde el punto de vista de un explorador que se había jugado la vida a bordo de una nave Heechee, era que una estrella de neutrones no se podía vender. Los exploradores iban detrás del dinero. Con algo de suerte, tal vez encontrasen algún artilugio Heechee de alta tecnología que pudieran llevarse a casa para ser examinado, copiado y convertido en una fortuna. No había mercado para un remanente de supernova ni para una nube de gas interestelar; con aquellas cosas no se pagaban las facturas.

Para solucionar ese problema, la Corporación Pórtico puso en marcha un programa por el cual se daban recompensas científicas a los exploradores que regresaban con imágenes y datos magníficos pero sin nada que ofrecer al mercado.

Ese pago por el conocimiento puro y duro fue un gesto noble por parte de la Corporación Pórtico. También constituyó un buen sistema para convencer a más humanos hambrientos de que se embarcaran en aquellas navecillas espeluznantes y a menudo mortales.

Para cuando la Corporación Pórtico llevaba dos años enteros en funcionamiento, se habían emprendido más de cien viajes, y 62 naves habían regresado sanas y salvas. Más o menos. (Sin contar los exploradores que llegaron muertos, agonizantes o locos perdidos.)

Las naves habían visitado al menos cuarenta astros distintos; toda clase de estrellas: gigantes azules, inmensas y muy jóvenes, como Régulus, Spica y Altair; estrellas amarillas de secuencia normal, como Procyon A y sus homologas enanas, como Procyon B; estrellas estables tipo G, como el Sol y sus parientes gigantes, de color amarillo, como Capella. Las gigantes rojas, al estilo de Aldebarán y Arturo, y sus homologas supergigantes, como Betelgeuse y Antares... y sus parientes enanas rojas, como Próxima Centauri y Lobo 359.

Los astrónomos no cabían en sí de gozo. La cosecha de cada viaje corroboraba triunfalmente muchas de las cosas que creían saber sobre el nacimiento y la muerte de las estrellas; y también exigía rápidas modificaciones de muchas otras cosas que creían saber, pero que en realidad no sabían. Los mandamases de la Corporación no compartían su alegría. Estaba muy bien ampliar los horizontes de la astronomía, pero las imágenes de la vigésima enana blanca se parecían mucho a las de la primera. Los miles de millones de pobres de la Tierra no podían alimentarse de fotografías astronómicas. Ya había una buena cantidad de observatorios en órbita. No les gustaba que su tesoro sin igual se convirtiera en uno más.

No obstante, incluso la Corporación se mostraría satisfecha ante algunos de los tesoros hallados por los exploradores.

MISIÓN PULSAR

Un hombre llamado Chou Yengbo fue el primero en recibir una recompensa científica, y no la habría conseguido si no se le hubiese ocurrido hacer unos cuantos cursos de ciencia elemental antes de descubrir que, en aquellos tiempos, ni siquiera una licenciatura le proporcionaba a uno un trabajo decente en la provincia de Shensi.

Cuando la nave de Chou salió al espacio normal, al piloto no le costó adivinar por qué los Heechees habían programado aquel rumbo en el selector.

En realidad había tres objetos a la vista. Muy raros. El primero era totalmente distinto de cualquier cosa que Chou hubiera visto jamás, ni siquiera en los hologramas de su curso de astronomía. Tampoco se parecía a nada que otro ser humano hubiera visto nunca, salvo en su imaginación. El objeto era una mancha de luz irregular, en forma de cono, cuyos colores le hacían daño en los ojos incluso al mirarla en la pantalla.

El objeto recordaba a un rayo de reflector proyectado entre jirones de bruma. Cuando Chou lo miró con mayor atención, ampliando la imagen, descubrió otro rayo igual al primero pero más rudimentario y débil que se proyectaba en la dirección opuesta. Entre los dos vértices de los conos formados por aquellos rayos había un tercer objeto, tan minúsculo que apenas se distinguía.

Cuando amplió la imagen al máximo, vio que aquel cuerpo era una estrella pequeña, de color macilento y aspecto raquítico.

Le pareció demasiado pequeña para tratarse de una estrella normal. Aquello reducía las posibilidades. Aun así, Chou tardó un tiempo en comprender que estaba en presencia de un pulsar.

En aquel momento, las 101 clases de astronomía volvieron a su memoria. A mediados del siglo XX, Subrahmanyan Chandrasekhar había calculado la génesis de las estrellas de neutrones. Las bases eran simples. Una estrella grande, dijo Chandrasekhar, consume el hidrógeno disponible y se desintegra. Se deshace de la mayor parte de sus capas exteriores al modo de una supernova. Lo que queda cae hacia el centro de la estrella, casi a la velocidad de la luz, y prácticamente toda la masa de la estrella se condensa en un volumen menor que el de un planeta; en realidad menor que el de algunas montañas. Este tipo de desmoronamiento sólo les puede suceder a las estrellas grandes, calculó Chandrasekhar. Su tamaño debe ser 1,4 veces mayor que el del Sol de la Tierra, como mínimo. Aquella cifra recibió el nombre del «límite de Chandrasekhar».

Tras la explosión de la supernova y el desmoronamiento, lo que queda —pesado como una estrella y del tamaño de un asteroide— es una «estrella de neutrones». Debido a su inmensa gravitación, se ha comprimido tanto que los electrones de sus átomos se precipitan hacia los protones y aparecen las partículas sin carga llamadas neutrones. Su sustancia es tan densa que tres centímetros cúbicos de la misma pesan unos dos millones de toneladas; equivaldría a comprimir el mayor de los antiguos petroleros terrestres en algo del tamaño de una moneda. Los objetos no abandonan una estrella de neutrones fácilmente; con esa masa, inmensa y concentrada, atrayendo las cosas hacia su centro, la velocidad de escape es de unos ciento ochenta mil kilómetros por segundo. Lo que es más: su energía de rotación también ha quedado «comprimida». La gigante azul que antes giraba sobre su eje una vez por semana se ha convertido en un objeto superpesado del tamaño de un asteroide que gira muchas veces por segundo.

Chou sabía que debía realizar una serie de observaciones: magnética, de rayos X, de rayos infrarrojos y muchas más. Las lecturas del magnetómetro eran las más importantes. Las estrellas de neutrones poseen un núcleo superfluido, y en consecuencia al girar generan intensos campos magnéticos, igual que la Tierra. Bueno, no exactamente igual, porque el campo magnético de la estrella de neutrones también está comprimido. Es un billón de veces más fuerte que el de la Tierra, y cuando gira genera radiación. Ésta no puede limitarse a fluir desde toda la estrella al mismo tiempo porque los campos de fuerza magnética se lo impiden. Sólo puede escapar por los polos magnéticos norte y sur de la estrella de neutrones.

Los polos magnéticos de cualquier objeto no se encuentran indefectiblemente en el mismo lugar que los polos de rotación. (El polo norte magnético de la Tierra se halla a cientos de kilómetros del lugar donde se encuentran los meridianos de longitud.) De modo que toda la energía emitida por una estrella de neutrones surge en forma de rayo, que gira sin cesar, y cuyo vértice se halla un poco alejado, a veces muy alejado, de sus polos de rotación.

Aquello explicaba lo que Chou estaba viendo. Los conos eran los dos rayos polares, norte y sur, emitidos por la estrella situada entre ambos y proyectados desde los polos. Como es lógico, Chou no veía los propios rayos, sino aquellas zonas donde éstos, al propagarse, iluminaban tenues nubes de gas y polvo.

Lo importante para Chou era que ningún astrónomo terrestre lo había visto desde aquella perspectiva. Para ver el rayo de una estrella de neutrones desde la Tierra tenía que darse la contingencia de que alguien se hallase en algún punto situado a lo largo del borde de la forma cónica que los rayos trazaban al girar. En ese caso, sólo se veía un vertiginoso parpadeo, tan rápido y regular que el primero en observarlo lo tomó por una señal de inteligencia extraterrestre. A la señal la llamaron HV (por «hombrecillos verdes») hasta que dedujeron lo que causaba aquel tipo de fenómeno estelar.

Esos cuerpos recibieron el nombre de «pulsares».

El descubrimiento le reportó a Chou una recompensa científica por valor de cuatrocientos mil dólares. No era un hombre codicioso. Tomó el dinero y volvió a la Tierra, donde se abrió camino dando conferencias en clubes femeninos y universidades sobre la vida del buscador de tesoros Heechees. Tuvo mucha suerte, porque fue uno de los primeros exploradores que regresó a casa con vida. Viajeros posteriores no fueron tan afortunados. Por ejemplo, los que emprendieron la...

MISIÓN HALO

En cierto sentido, la misión Halo resultó la más triste así como la más hermosa de todas. Fue considerada un fracaso, pero la apreciación resultó incorrecta. La nave no se perdió, sólo su tripulación. Se trataba de una Tres y no era acorazada. Su regreso pilló a todo el mundo por sorpresa. Llevaba tres años en el espacio. Se sabía con seguridad que nadie podía sobrevivir a un viaje tan largo. De hecho, nadie había sobrevivido. Cuando el personal de Pórtico abrió las escotillas, retrocediendo por el hedor que surgía del interior, descubrieron que Jan Mariekiewicz, Rolph Stret y Lech Szelikowitz habían dejado un informe detallando de sus experiencias. Los demás exploradores lo leyeron con compasión; los astrónomos, con júbilo.

«Cuando llevábamos doscientos días de viaje sin cambiar de posición —había escrito Stret en su diario—, comprendimos que estábamos perdidos. Lo echamos a suertes y gané yo. Quizá debería decir que perdí, pero en cualquier caso Jan y Lech se tomaron sus pastillas de suicidio y yo metí sus cuerpos en el congelador.

»El cambio de posición llegó al fin a los 271 días. Sabía que yo tampoco iba a conseguirlo, aunque tuviera la nave para mí solo. Así que he intentado disponerlo todo de modo automático. Espero que funcione. Si la nave regresa, transmitan nuestros mensajes, por favor.»

Los mensajes no llegaron a ser entregados. No había nadie a quien entregárselos. Todos los mensajes iban dirigidos a otros exploradores de Pórtico que habían formado parte de la misma remesa centroeuropea, que no fue una de las afortunadas. Todos y cada uno se perdieron con sus naves. No obstante, las fotografías que trajo la nave pertenecían al mundo entero.

El apaño de Stret había funcionado. La nave se había detenido en su destino. Los instrumentos habían registrado a conciencia todo cuanto había a la vista. A continuación, el mecanismo del regreso se había disparado automáticamente, mientras el cadáver de Stret se abotargaba bajo los mandos.

Los datos demostraban que la nave había abandonado la Vía Láctea.

Trajo las primeras fotografías de nuestra galaxia vista desde fuera. En éstas aparecían un par de estrellas bastante cercanas y un gran conglomerado lejano —las estrellas y los conglomerados del halo esférico que rodea nuestra galaxia—, pero, por encima de todo, mostraban nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, desde el núcleo hasta la última voluta en espiral, con sus grandes y famosos brazos: el brazo de Perseo, el brazo del Cisne, el de Sagitario-Carina —así como el pequeño brazo de Orion, la pequeña espuela que alberga la Tierra—, y también un brazo grande y lejano que los astrónomos terrestres nunca habían visto. Al principio lo llamaron sencillamente el «brazo lejano», pero después lo rebautizaron como el brazo Stret-Mariekiewicz-Szelikowitz en honor de los difuntos descubridores. En el centro estaba el barrigudo cuerpo del pulpo, la masa central de estrellas envuelta en nubes de gas y polvo donde se apreciaban los nacimientos de otras estructuras en espiral que tal vez, al cabo de otros cien millones de años, se convertirían en nuevos brazos.

También mostraban las impresiones de una estructura aún más interesante, aunque no con suficiente detalle como para que fuera reconocida en aquel momento; sino cuando otros acontecimientos hubieran indicado a los seres humanos qué debían buscar en el núcleo. En cualquier caso, eran unas imágenes hermosas.

Como nadie regresó con vida de la misión Halo, no sería necesario pagar la recompensa científica, pero la Corporación Pórtico decidió hacer una excepción y entregar cinco millones de dólares a los herederos de Mariekiewicz, Szelikowitz y Stret.

Fue un gesto generoso y a la vez muy rentable, como se vería después. Nadie reclamó la recompensa. Como tantos otros exploradores de Pórtico, los tres tripulantes de la nave no tenían familia conocida, de modo que el administrador de la Corporación Pórtico devolvió rápidamente el dinero a las arcas de la misma.

La principal esperanza de cualquier explorador, aquello que éste deseaba por encima de todo, era encontrar un planeta maravilloso en el que hubiera increíbles tesoros. Algunos lo consiguieron finalmente, pero aún habría de pasar un tiempo. Desde el inicio del programa de exploración sistemático, durante una buena cantidad de órbitas, las tripulaciones fueron y volvieron sin nada a excepción de imágenes e historias lacrimógenas, si es que volvían.

Sin embargo, siempre veían alguna cosa maravillosa. Volya Shadchuk fue con una nave tipo Uno al corazón de una nebulosa planetaria con un matiz verde debido a la radiación de los átomos de oxígeno y consiguió cincuenta mil dólares. Bill Merrian vio una nova recurrente, una enana blanca que aspiraba los gases de una gigante roja; por suerte, mientras estaba allí no se había acumulado tanta materia como para que la nova estallase, pero consiguió los cincuenta mil y un diez por ciento más en concepto de «plus de peligrosidad». Y también hay que hablar de los Grantland.

Los Grantland eran cinco: dos hermanos, sus esposas y el hijo mayor de una de las parejas. Llegaron a un conglomerado globular: diez mil estrellas viejas, la mayoría rojas, que se deslizaban hacia el crepúsculo por la parte inferior derecha del diagrama Hertzspung-Russell conforme envejecían. El conglomerado estaba situado en el halo galáctico y, como es lógico, fue un viaje largo. Ninguno sobrevivió. Surcaron el espacio durante 314 días y todos estaban vivos cuando llegaron a su destino (pero habían subsistido racionando al máximo los alimentos). Tomaron imágenes. Una joven, la segunda esposa de uno de los hermanos, murió a los treinta y tres días del viaje de regreso; pero las imágenes llegaron sanas y salvas.

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