No tardó mucho. Una vez que hubo empezado, fue claro y conciso y no omitió ningún detalle importante. En realidad yo lo podría haber adivinado casi todo. (Pero no lo había hecho. A posteriori es mucho más fácil.)
El quid de la cuestión era que un hombre de la edad de Cochenour tiene dos opciones: o es muy rico, pero mucho, o está muerto. Él se enfrentaba a un problema: sólo era relativamente rico. Había hecho todo lo posible por mantener en marcha sus industrias con el reducido capital que había quedado después de desviar los importes de trasplantes y tratamientos, calcifilaxis y prótesis, regeneración proteínica por aquí, vaciado de colesterol por allá, un millón por esto, cien de los grandes por lo otro... Sí, la pasta había volado rápido. Me daba cuenta.
—Nadie se imagina lo que cuesta mantener vivo a un hombre de cien años hasta que lo intenta —dijo sin autocompasión, sólo constatando un hecho.
No, claro, precisamente yo no me lo imagino, pensé. Le dejé continuar la historia de cómo los accionistas minoritarios empezaron a preguntar más de la cuenta y los inspectores federales estrecharon el cerco... así que se largó de la Tierra para volver a hacer fortuna en Venus.
Hacia el final de la historia, ya no escuchaba atentamente. Ni siquiera le mencioné que había mentido acerca de su edad. ¡Qué vanidoso! ¡Sólo confesaba noventa años!
Tenía pendientes asuntos más importantes que seguir torturando a Cochenour. En lugar de escuchar, estaba escribiendo en el dorso de un formulario de navegación. Cuando hube terminado, se lo pasé al viejo.
—Fírmalo —dije.
—¿Qué es?
—¿Qué más da? Que yo sepa, no tienes elección, pero es una revisión de nuestro contrato. Reconoces que el alquiler es nulo, que no puedes reclamar nada, que tu cheque no tenía fondos, y que voluntariamente renuncias en mi favor a la propiedad de cualquier cosa que encontremos.
Frunció el entrecejo.
—¿Qué es esa cláusula del final?
—Ahí accedo a darte un diez por ciento de los beneficios, en caso de que encontremos algo que tenga valor en metálico.
—Es una limosna —dijo alzando la vista hacia mí, pero ya estaba firmando—. No me importa aceptar una pequeña limosna, sobre todo porque, como tú bien has dicho, no tengo elección. Sin embargo, puedo interpretar ese gráfico tan bien como tú, Walthers. Ahí no hay nada.
—No, es verdad —convine al tiempo que doblaba el papel y me lo metía en el bolsillo—. Ese sector está tan vacío como tu cuenta del banco, pero no vamos a excavar allí. Vamos a retroceder y a excavar en el punto C.
Encendí otro cigarrillo —el cáncer de pulmón constituía la menor de mis preocupaciones en aquel momento— y reflexioné un instante mientras ellos aguardaban, observándome. Estaba considerando hasta qué punto podía hablarles de cinco años de averiguaciones y deducciones, conteniéndome para no proporcionar a nadie la menor pista. Sabía que ya daba exactamente igual lo que contase, pero aun así tenía muy arraigados los hábitos que había mantenido durante aquellos años. Las palabras no querían salir. Me costó un enorme esfuerzo arrancar.
—¿Recordáis a Subhash Vastra, el dueño del garito donde os conocí? Sub llegó a Venus durante su estancia en el ejército. Era un experto en armas. Esos especialistas tienen pocas salidas en el mundo civil, sobre todo en Venus, así que cuando finalizó su contrato usó casi toda la indemnización para montar el negocio. Con el resto se trajo a sus esposas. Sin embargo, en el ejército había aprendido mucho sobre armas.
—¿Qué estás diciendo, Audee? —preguntó Dorrie—. Nunca he oído hablar de armas Heechees.
—No. Nadie ha hallado jamás un arma Heechee, pero Sub cree que encontraron blancos.
Experimenté auténticas dificultades físicas para obligar a mis labios a proseguir, pero lo conseguí.
—Al menos, Sub Vastra pensó que eran blancos. Dijo que el mandamás no lo creyó, y me parece que ahora el asunto está enterrado en los archivos de la reserva. Lo que encontraron fueron piezas triangulares de metal Heechee, esa sustancia azul y luminiscente con la que recubrían los túneles. Los objetos se contaban por docenas. En todos había un dibujo de líneas radiales. Sub dice que a él le parecían blancos. Además, estaban perforados, y algo había dejado los agujeros tan blancos como el polvo de talco. ¿Sabéis de algo que pueda dejar así el metal Heechee?
Dorrie estuvo a punto de decir que no, pero Cochenour se anticipó.
—Pero eso es imposible —dijo con voz monocorde.
—Claro, eso es lo que el mandamás le dijo a Sub Vastra. Decidieron que los agujeros habían sido realizados en el proceso de fabricación con un propósito Heechee desconocido. Vastra no se lo cree. El dice que eran algo parecido a los muñecos de cartón que se utilizan de blanco en las galerías de tiro. Los agujeros no estaban todos en el mismo sitio. Las líneas le parecieron marcadores de puntuación. Todo parece indicar que Vastra tiene razón. Nada lo demuestra. Ni siquiera Vastra pudo demostrarlo. Pero, en cualquier caso, es evidente.
—¿Y crees que en el punto C encontrarás la pistola que hizo esos agujeros? —preguntó Cochenour.
—Yo no lo afirmaría tan rotundamente —respondí titubeando—. Digamos que tengo la esperanza. Quizás incluso una esperanza muy remota. Sin embargo, hay algo más. Esos blancos, o lo que sean, los encontró un explorador hace casi cuarenta años. En aquel entonces no había ninguna base militar. Los registró por si alguien se los compraba, pero nadie demostró mucho interés. Después salió en busca de algo mejor, y al cabo de un tiempo lo mataron. En aquellos tiempos sucedía a menudo. Nadie prestaba mucha atención a las cosas hasta que algún militar se fijaba en ellas, y entonces alguien tuvo la misma idea que Vastra tendría años más tarde. Se tomaron en serio el asunto y registraron el lugar donde habían aparecido los blancos, cerca del Polo Sur, según el informe. Lo cercaron todo en un espacio de mil kilómetros a la redonda y prohibieron el paso: así llegó la reserva adonde está. Excavaron y excavaron. Desenterraron alrededor de una docena de túneles Heechees, pero la mayoría estaban vacíos y el resto aparecieron agrietados y estropeados. No encontraron nada parecido a un arma.
—Entonces allí no hay nada —gruñó Cochenour, desconcertado.
—Ellos no encontraron nada —lo corregí—. Recuerda que todo aquello sucedió hace cuarenta años.
Cochenour me observó unos instantes confundido, y después se hizo la luz en su mirada.
—Ah —dijo—. La ubicación del hallazgo.
—Exacto —asentí—. En aquellos tiempos los exploradores mentían mucho. Si encontraban algo bueno, no querían que nadie mis metiese las narices allí. Así que daban una ubicación falsa del túnel. El explorador vivía con una joven que más tarde se casó con un hombre llamado Allemang. Su hijo, Booker, es amigo mío. B.G. Lo conocisteis. El se hizo con un mapa.
Cochenour adoptó una expresión de total escepticismo.
—Ya, claro —dijo con tono agrio—. El famoso mapa del tesoro. Te lo dio por amistad, ¿no?
—Me lo vendió —dije.
—Estupendo. ¿Cuántas copias crees que vendió a otros incautos?
—No muchas. —No culpaba a Cochenour por dudar de la historia, pero me estaba sacando de quicio—. Salió a buscarlo por su cuenta y yo lo pillé cuando acababa de llegar. No tuvo tiempo de vendérselo a nadie más. —Vi que Cochenour abría la boca y me anticipé a su pregunta—. No, no encontró nada. Pensó que había seguido las indicaciones correctamente, y por eso no tuve que pagar mucho. Sin embargo, creo que se equivocó de lugar. Según el mapa, por cuanto me puedo imaginar, pues los sistemas de navegación de entonces no eran como los de ahora, el túnel quedaría más o menos por donde aterrizamos la primera vez, con cierto margen de error. Vi señales de un par de excavaciones. Parecían muy antiguas. —Mientras hablaba, me saqué del bolsillo la pequeña magnetoficha privada y la introduje en el monitor del mapa virtual. En el centro apareció una marca, una X anaranjada—. Creo que ahí encontraremos el túnel, en alguna parte cerca de esa X. Como veis, queda muy cerca del punto C.
Se produjo un minuto de silencio. Escuché el rumor sordo y distante de los vientos del exterior, mientras esperaba a que dijeran algo.
Dorrie parecía inquieta.
—No me acaba de gustar la idea de buscar un arma —dijo—. Es como traer de vuelta los malos tiempos.
Me encogí de hombros.
Cochenour estaba empezando a recobrar el dominio de sí mismo.
—La cuestión no es si queremos encontrar un arma, ¿verdad? La cuestión es que deseamos encontrar un yacimiento Heechee intacto, haya lo que haya en su interior. Sin embargo, los soldados creen que podría haber un arma en algún lugar de la zona, así que no nos dejarán excavar, ¿es eso?
—No lo creen. Lo creían. Dudo que ninguno lo piense ya.
—Da igual, dispararán primero y preguntarán después. ¿No habías dicho eso?
—Sí, eso dije. Nadie puede entrar en la base sin acreditación. No por las armas Heechees, sino porque tienen un montón de armas propias que quieren mantener ocultas.
Asintió.
—¿Y cómo te propones solventar ese problemilla? —preguntó.
Si fuera un hombre del todo sincero, habría respondido que no las tenía todas conmigo. Considerando la cuestión fríamente, las posibilidades estaban en nuestra contra. Probablemente nos pescarían y era bastante más probable que nos disparasen, aunque tampoco no me habría atrevido a afirmarlo.
Pero teníamos tan poco que perder, al menos Cochenour y yo, que no me pareció necesario mencionarlo.
—Intentaremos engañarlos —me limité a decir—. Enviaremos el aerotaxi a otra parte. Tú y yo nos quedaremos atrás para excavar. Si creen que nos hemos ido, no nos tendrán controlados. Habrá que andarse con cuidado con la patrulla de perímetro, pero no suelen tomarse muy en serio las inspecciones rutinarias. Espero.
—¡Audee! —exclamó la chica—. ¿De qué estás hablando? Si Boyce y tú os quedáis aquí, ¿quién va a pilotar el aerotaxi? ¡Yo no sé hacerlo!
—No —reconocí—, no sabes, o al menos no muy bien, aunque yo te dé un par de clases, pero el cacharro puede volar solo. Bueno, gastarás bastante combustible y tendrás que soportar unas cuantas sacudidas, pero llegarás a tu destino gracias al piloto automático. La nave incluso aterrizará por sí sola.
—Tú no has aterrizado así —señaló Cochenour.
—No he dicho que vaya a ser un buen aterrizaje. Será mejor que te sujetes bien.
Desde luego, más que un aterrizaje sería un accidente controlado. Alejé de mi mente la imagen de cómo quedaría mi único aerotaxi tras un aterrizaje de esas características. Pero Dorrie sobreviviría. Tenía un noventa y nueve por ciento de posibilidades.
—¿Y luego qué hago? —preguntó Dorrie.
En mi plan había grandes lagunas al respecto, pero también me las arreglé para llenarlas.
—Depende de adonde vayas. Creo que lo mejor será que te dirijas directamente al Huso.
—¿Y dejaros aquí? —exclamó, presa de una súbita rebeldía.
—No será para siempre. En el Huso buscas a mi amigo B.G. Allemang y le cuentas lo que pasa. Querrá una parte del botín, claro, pero no hay problema. Le daremos un veinticinco por ciento, y con eso tendrá más que suficiente. Te entregaré una nota para él con las coordenadas y todo eso, y él volará directamente hacia aquí para recogernos. Digamos veinticuatro horas más tarde.
—¿Tendremos tiempo de hacerlo todo en un día? —quiso saber Cochenour.
—Claro que sí. Debemos hacerlo.
—¿Y si Dorrie no encuentra a tu amigo, o se pierde, o le pasa algo?
—Lo encontrará, y no se perderá. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que surja algún problema —admití—. Hay un pequeño margen de error. Nos quedaremos depósitos de aire y electricidad de reserva; debería bastar con una cantidad suficiente para cuarenta y ocho horas. Nada más. Será arriesgado, pero creo que habrá tiempo de sobra. Lo que de verdad me preocupa es excavar el túnel y no encontrar nada. Entonces habremos perdido el tiempo. Ahora bien, si encontramos algo...
—Parece muy arriesgado —comentó Cochenour, pero estaba mirando a Dorrie, no a mí. Ella se encogió de hombros.
—No hay ninguna garantía de que la cosa vaya a salir bien —señalé—. Sólo he dicho que es una posibilidad.
Empezaba a tener muy buena opinión de Dorotha Keefer. Era una persona encantadora, además de fuerte e inteligente, teniendo en cuenta su edad y la posición en que se hallaba. Pero carecía de confianza en sí misma. No había aprendido a desarrollarla, simplemente. La extraía de los demás. Supuse que últimamente era Cochenour quien se la proporcionaba, y antes de él quienquiera que lo hubiese precedido, su padre tal vez, pues aún era joven. Parecía como si hubiera vivido mucho tiempo rodeada de personas dominantes.
Aquél fue el mayor problema: convencer a Dorrie de que sería capaz de llevar a cabo su cometido.
—No funcionará —repetía una y otra vez mientras yo repasaba con ella los controles de la nave—. Lo siento. No es que no quiera ayudar. Lo intento, pero no puedo. Sé que no funcionará.
Pues sí que funcionaría. O, al menos, eso creía yo. Llegado el momento, las cosas salieron de otro modo.
Finalmente, entre Cochenour y yo logramos convencer a Dorrie de que lo intentase. Primero guardamos el poco equipo aprovechable que habíamos sacado. Después volamos de regreso a la quebrada, aterrizamos y empezamos a preparar las cosas para la excavación. Sin embargo, yo me encontraba mal —pesado, torpe, dolorido— y supongo que Cochenour tampoco estaba muy fino, aunque debo reconocer que no se quejó. Entre los dos nos las arreglamos para encajar el cajón de la taladradora en la escotilla al tiempo que intentábamos descargarlo.
Mientras yo lo empujaba desde arriba, tratando de desatascarlo, Cochenour tiraba de él por abajo... y entones aquel objeto duro y pesado le cayó encima.
No lo mató. Sólo le desgarró el traje, le rompió la pierna y lo dejó inconsciente, y el accidente lo eximió por completo de tener que ayudarme a excavar en el emplazamiento C.
Lo primero que hice fue comprobar si la taladradora no había sufrido daños. Estaba bien. En segundo lugar, llevé a pulso a Cochenour hasta la escotilla del aerotaxi.
La suma del peso de los trajes y los cuerpos de ambos, el esfuerzo de quitar de en medio la taladradora y mi estado físico general me dejaron agotado. No obstante, lo conseguí.
Dorrie estuvo maravillosa. Nada de histeria ni de preguntas estúpidas. Le quitamos el traje y lo examinamos.