Los exploradores de Pórtico (15 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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Fue entonces cuando descubrí quién había pagado mi cuenta del hospital.

Por unos instantes tuve la esperanza de haber sido yo, que me había hecho asquerosamente rico gracias al botín del túnel, pero pronto se desvanecieron mis ilusiones. El túnel se encontraba dentro de la reserva militar. Nadie se iba a quedar con nada, salvo los militares.

De habernos sentido animados habríamos conseguido escamotear algo mediante alguna mentira ingeniosa. Podríamos haber transportado unas cuantas cosas a otro túnel y haberlas declarado, y probablemente nos habríamos salido con la nuestra... pero no en aquel estado. La muerte nos había pasado rozando, y no estábamos en condiciones de tramar nada.

De manera que los militares se quedaron con todo.

No obstante, demostraron poseer algo que yo jamás habría sospechado. Por lo visto tenían algo parecido a un corazón. Duro y atrofiado, sí, pero un corazón al fin y al cabo. Entraron en el yacimiento mientras yo seguía recibiendo enemas de glucosa en sueños y les gustó lo que encontraron. Decidieron pagarme una especie de recompensa por el descubrimiento. No mucho, ciertamente, pero sí lo bastante para que siguiera con vida. Suficiente para hacer frente a la factura del hospital por todos los apaños que los matasanos habían llevado a cabo en mi interior, e incluso quedó un remanente para meterlo en el banco y pagar el alquiler atrasado de mi cubículo, al que Dorrie y yo nos trasladaríamos cuando la casa Vastra decidiese que estábamos en condiciones de vivir solos.

En cuanto al hígado nuevo, nadie tuvo que pagarlo, porque no había costado nada.

Durante un tiempo me preocupó que los militares se callasen lo que habían encontrado. Hice lo posible por averiguarlo. Incluso intenté emborrachar a la sargento Rodillitas para sonsacárselo, cuando vino al Huso de permiso. No funcionó. Dorrie estaba allí, y ¿cómo se hace para emborrachar a una chica cuando hay otra delante que no te quita la vista de encima? De todas formas, no creo que Amanda Rodillitas lo supiese. Seguramente nadie lo sabía, salvo unos pocos especialistas.

No obstante, a juzgar por la recompensa, debía de tratarse de algo importante, sobre todo si se tiene en cuenta que no nos procesaron por haber traspasado los límites de la reserva militar.

De modo que salimos adelante sin problemas, los dos. O los tres.

A Dorrie se le dio muy bien vender molinillos de oración falsos y perlas de fuego de imitación a los turistas Terry, sobre todo cuando se le empezó a notar el embarazo. Ambos éramos una especie de celebridades. Ella fue la encargada de traer a casa el dinero para comer hasta que empezó la temporada alta. Para entonces, yo ya había descubierto que mi estatus de famoso descubridor de túneles tenía cierto valor, así que pedí un crédito a cuenta del mismo y me compré un aerotaxi nuevo. Para ser ratas de túnel, las cosas nos iban muy bien. Le he prometido que si tenemos un hijo varón me casaré con ella, pero lo cierto es que pienso hacerlo de todas formas. En el yacimiento se portó de maravilla.

Sobre todo cuando me ayudó a llevar a cabo mi plan privado.

Aunque Dorrie no podía imaginar por qué quería llevarme el cadáver de Cochenour, no puso objeciones. Pese a hallarse enferma y exhausta, me ayudó a arrastrar el cadáver por la antecámara del aerotaxi antes de regresar al Huso.

La verdad es que yo necesitaba aquel cuerpo desesperadamente. Al menos una parte de él.

El hígado que me han trasplantado no es nuevo, ni mucho menos. Seguramente, ni siquiera de segunda mano. Sabe Dios dónde lo compraría Cochenour, pero estoy seguro de que no se trataba de una pieza original. No obstante, funciona. Y por muy cabrón que fuese, en parte me caía bien, y no me importa nada tener que llevar siempre a cuestas una parte de él.

TERCERA PARTE
EL ASTEROIDE PÓRTICO

El mayor tesoro que contenían los túneles Heechees de Venus ya había sido descubierto, aunque los primeros descubridores no lo supieron. En realidad no lo supo nadie, salvo Sylvester Macklin, una solitaria rata de túnel, y no estaba en situación de contarle a nadie lo que había encontrado.

Sylvester Macklin había descubierto una nave espacial Heechee.

Si Macklin hubiera informado de su hallazgo se habría convertido en el hombre más rico del sistema solar. También habría vivido para disfrutar de su riqueza. Sin embargo, Macklin era un solitario, tan cascarrabias como todas las ratas de túnel, e hizo algo completamente distinto.

Advirtió que la nave parecía en buen estado, y pensó que quizá consiguiese ponerla en marcha. Por desgracia para él, lo consiguió.

La nave de Macklin hizo exactamente lo que debía, esto es, aquello para lo que habían sido diseñadas las naves Heechees, y los Heechees eran unos diseñadores magníficos. Nadie sabe qué proceso mental, experimental y deductivo siguió Macklin cuando se enfrentó, con tan mala pata, al maravilloso hallazgo. No sobrevivió para contarlo. Sin embargo, es evidente que en algún momento se metió en la nave, cerró la escotilla y empezó a toquetear los aparatos que parecían los mandos.

Como la gente sabría más tarde, a bordo de cualquier nave Heechee hay un objeto en forma de teta de vaca. Se trata del mecanismo que la pone en marcha. Cuando lo aprietas, es como cuando colocas el cambio automático de un coche en posición de «avanzar». La nave echa a volar. El rumbo que tome dependerá del destino marcado en los sistemas de navegación automática.

Como es natural, Macklin no indicó un rumbo concreto, ya que no sabía hacerlo.

Así que la nave hizo lo que los ingenieros Heechees habían programado para tales contingencias: se limitó a volver al lugar de donde había venido cuando su piloto Heechee la abandonó, hacía de eso medio millón de años.

Resultó que aquel lugar era un asteroide.

Se trataba de un asteroide peculiar en muchos aspectos. Astronómicamente, era singular, porque su órbita quedaba en ángulo recto respecto al plano de la eclíptica. Por aquella razón, aunque era un pedazo de roca de buen tamaño y en ocasiones pasaba bastante cerca de la órbita terrestre, los astrónomos humanos no lo habían descubierto.

Tenía otra rareza: los Heechees lo habían convertido en una especie de aparcamiento para sus naves espaciales. En total había allí cerca de un millar de ellas.

Sin embargo, el asteroide carecía por completo de agua y comida, de manera que Sylvester Macklin, que podría haberse convertido en el hombre más rico de la historia, acabó como cualquier otro: muerto de inanición.

No obstante, antes de morir consiguió mandar una señal a la Tierra. No fue un grito de auxilio. Nadie podría llegar hasta él a tiempo para salvarle la vida, y Macklin lo sabía. Se resignó a morir; sólo quería que la gente se enterase de la existencia de aquel lugar tan maravilloso e insospechado en que iba a morir. Al cabo de un tiempo, otros astronautas, volando en los burdos cohetes humanos de la época, acudieron a investigar.

Durante la década siguiente, el asteroide Pórtico se convirtió en la capital de la industria más importante de la humanidad: la exploración de la galaxia.

El asteroide no pertenecía a Macklin, por mucho que lo hubiera descubierto. No tuvo tanta suerte. Como estaba muerto, se quedó sin nada.

De todas formas, pronto se hizo evidente que Pórtico era demasiado importante como para pertenecer a un solo individuo, ni siquiera a una única, nación. Las Naciones Unidas se pasaron varios años debatiendo la cuestión en el Consejo de Seguridad y en la Asamblea General; más de una vez los gobiernos estuvieron a punto de pasar a las armas, al margen de las Naciones Unidas. Las grandes potencias mundiales acabaron por crear la Corporación Pórtico, un consorcio de cinco poderes fundado para controlar el asteroide.

Pórtico no era un lugar muy agradable para vivir, cosa lógica por otra parte, pues no había sido proyectado para los seres humanos, sino para los Heechees, y éstos se lo habían llevado todo al marcharse. Consistía en un pedazo de roca del tamaño de Manhattan, traspasado por un sinfín de túneles, cámaras y poco más. Ni siquiera era redondo. Un explorador de Pórtico describió su forma como «la de una pera deformada, picoteada por los pájaros». Su estructura interna recordaba las capas de una cebolla. Las naves Heechees estaban acopladas a la capa exterior, en unos hangares enclavados en cámaras con trampillas. (Aquellas cámaras, desde el exterior, parecían picotazos de pájaro.) En el interior había grandes recintos que los humanos utilizaban para almacenar suministros y repuestos, y el gran embalse de agua al que llamaban Lago Superior. Cerca del centro estaban los túneles de viviendas, flanqueados de cuartos semejantes a celdas de monasterio, donde vivían los humanos mientras aguardaban a embarcarse en una nave. En el corazón del asteroide se encontraba la caverna en forma de huso. Por lo visto, a los Heechees les gustaban los espacios en forma de huso, aunque nadie sabía por qué. Los inquilinos de Pórtico lo usaban como centro de reunión, un lugar para beber, jugar y olvidar lo que les aguardaba.

Pórtico no olía bien. El aire era escaso. Tampoco causaba buena impresión, al menos a los exploradores recién llegados de la Tierra. El asteroide giraba lentamente, por lo que poseía una especie de microgravedad, pero no servía de mucho. Cualquiera que hiciese un movimiento repentino en cualquier parte de Pórtico se arriesgaba a salir flotando.

Evidentemente, nadie consideraba Pórtico un centro turístico paradisíaco. Sólo existía una razón por la que un ser humano se mostraba dispuesto a soportar el gasto, la inaccesibilidad, las incomodidades y el hedor del asteroide: las naves espaciales Heechees.

Pilotar naves Heechees requería mucho valor y poco más. Todas eran idénticas a las de su tipo. En las más grandes, las Cinco, apenas había espacio: más o menos el mismo que en un cuarto de baño de hotel a compartir entre cinco personas. Las naves llamadas Uno (porque sólo podían albergar a una persona en cada viaje) no eran mucho mayores que una bañera. Cada nave contenía un mínimo de accesorios, cuya importancia se desconocía en la mayoría de los casos. Siempre había una espiral dorada que parecía relacionada con la conducción de la nave, porque se había observado que su color variaba al principio y al final de cada viaje, así como cuando se producía un cambio de posición. Siempre había también una caja dorada en forma de diamante del tamaño de un ataúd. Algunas naves contenían un aparato aún más misterioso que recordaba a una varilla retorcida de cristal sobre una base ébano negro; se ignoraba para qué servía (aunque más tarde descubrirían que era capaz de algunas proezas asombrosas). Nadie sabía con exactitud qué había en el interior de esas cosas, porque cada vez que alguien intentaba abrirlas explotaban. Por último estaba el cuadro de mandos, ante el cual se sentaba el piloto, en un banco ahorquillado, incómodo y extraño. Tiradores retorcidos, luces parpadeantes, la palanca de avance; todo eso ponía la nave en funcionamiento.

Como es lógico, las naves carecían de muchas cosas necesarias para los seres humanos: la gente que finalmente consiguió pilotarlas añadió algún mobiliario humano, como congeladores, asientos cómodos, hamacas... y una amplia colección de cámaras, antenas de radio e instrumentos científicos de todo tipo.

Pilotar una nave Heechee no era nada difícil. Cualquiera podía aprender todo lo que se sabía en medida hora: jugueteabas con ruedas del selector de rumbo, más o menos al azar porque nadie tenía ni idea de qué indicaba cada posición. En realidad (se supo mucho más tarde y hubo que pagar un precio muy alto), había 14.922 destinos distintos preprogramados en las 731 naves útiles del asteroide; unas doscientas no funcionaban, simplemente. No obstante, hizo falta mucho tiempo, y muchas vidas, para descubrir cuáles eran algunos de aquellos destinos.

Después, tras seleccionar alguna combinación (y después de cruzar los dedos o santiguarte) pulsabas la palanca de avance. Una vez hecho eso, estabas en camino. No tenía más misterio.

Cualquiera podía convertirse en explorador, es decir, cualquiera que estuviese dispuesto a pagar el viaje a Pórtico y los abusivos precios del aire, el agua y el espacio vital mientras estaba en el asteroide... y que fuera tan valiente o estuviera tan desesperado como para correr el riesgo de enfrentarse a una muerte casi segura, y a menudo muy desagradable.

Con los años, gran cantidad de seres humanos escapó de la pobreza en la Tierra para probar suerte con una nave de Pórtico. En aquellos años inciertos, antes de que fuera posible pilotar correctamente las naves Heechees y se suspendiera el programa de exploración al azar, hubo 13.842 exploradores.

Muy pocos sobrevivieron. Bastantes se hicieron famosos. Un puñado ganó una fortuna. Y nadie recuerda a los otros.

CUARTA PARTE
LOS EXPLORADORES ESTELARES

Cuando uno de aquellos primeros exploradores, audaces y bastante chiflados, iniciaba un viaje en una nave espacial Heechee, no esperaba que ésta fuese exactamente a donde le habría gustado ir. Él (o, casi con idéntica frecuencia, ella) no podía confiar en que así fuese por muchas razones, sobre todo porque ninguno de aquellos primeros exploradores tenía la menor noción de cuáles eran los destinos que merecían la pena. No obstante, aquella ignorancia no jugaba en su contra. Como ningún explorador de Pórtico sabía pilotar una nave Heechee, tomaban el rumbo que mucho tiempo atrás había dejado programado el último piloto Heechee.

Teniendo en cuenta los riesgos, aquellos primeros exploradores de Pórtico tuvieron suerte de que los Heechees se pareciesen a los humanos en algunos aspectos esenciales. Por ejemplo, los Heechees, al igual que los primates-humanos, poseían el instinto de la curiosidad; de hecho, eran muy curiosos. Debido a eso, muchos de los destinos pre-programados despertaban también el interés de los seres humanos. Resultaban tan apasionantes para los terrestres como lo habían sido para los antiguos Heechees, y el grupo de la raza humana que más se entusiasmó con los hallazgos de las primeras oleadas de exploradores fueron los astrónomos. Los astrónomos de aquel entonces se las ingeniaban para sacar información de cualquier fotón que fuese a parar a sus instrumentos, ya fuera luz visible, rayos X o infrarrojos, cualquier cosa. Sin embargo, los fotones no les daban toda la información deseada. Los astrónomos humanos suspiraban al enfrentarse a la certeza de que el espacio estaba lleno de materia que no irradiaba en absoluto; agujeros negros, planetas... ¡Dios sabía qué! Sólo podían especular sobre aquellas cosas.

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