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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (41 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Vergino sabía que una antigua escritura conservada en los archivos del Temple instituía que un vestido así ofende menos a Dios, pero nunca le había concedido demasiado crédito. Encomendó su alma y, sin más titubeo, apartó la cortina.

Pesaba como si estuviera tejida de hierro. El templario se deslizó por un lateral e invadió el recinto prohibido, un espacio oscuro apenas iluminado por la mínima lamparita del fondo, cerca del Señor, que había escogido morar en las tinieblas.

Beaufort también entró y dejó caer la cortina a su espalda. En la oscuridad resonaban las respiraciones entrecortadas de los dos hombres.

El deambulatorio era un muro circular decorado con figuras de flores y animales en vivos colores que la luz no había alterado.

Algunos rayos de sol penetraban por los resquicios del tejado y se filtraban a través del finísimo polvo en suspensión. El suelo estaba acolchado con alfombras votivas. El
tesfa markut
dormía apaciblemente al fondo, en un camastro. El vino había hecho su efecto.

Ante el camastro del guardián se abría un hueco provisto de una cortina azul, sutilísima, con una cenefa de oro. A un lado, en un hueco del muro profusamente pintado, había una hornacina con una extraña joya, una lámina cuadrangular con doce piedras engarzadas en tres filas de cuatro, ámbar, cuarzo, lapislázuli, cornalina, y quizá ébano, tachonada con adornos de plata. Vergino puso los dedos sobre el tejido sutil, invocó la misericordia de Dios y la apartó.

Allí estaba el Arca de la Alianza.

El escabel de Dios, el objeto más terrible y a la vez más precioso, yacía sobre un pedestal de piedra. Sobre la tapa del propiciatorio, los querubines que cruzaban las alas estaban cubiertos con sábanas y sólo se adivinaban sus pies tallados en el estilo de los artífices antiguos. Sonaba un zumbido de abejas, quizá en algún punto de la oscuridad hubiera un enjambre. El zumbido subía o descendía de tono como a impulsos de una respiración. Una nube aromática de incienso brotaba de dos braseros y creaba una especie de niebla en torno al Arca.

Vergino alargó una mano hasta rozar la sábana que cubría uno de los ángeles. Una sensación eléctrica le recorrió el cuerpo.

—¡Señor, ayuda a tu siervo o mátalo si lo merece!

Su angustiada súplica no obtuvo respuesta.

La mano temblorosa del templario se deslizó hasta el Arca y rozó con los dedos una de sus esquinas. El metal estaba tibio y su tacto era irregular, como el de una plancha abollada o acaso cincelada con adornos. No la distinguía bien porque los ojos le lagrimeaban a causa del humo.

Tocó con toda la mano. La misma sensación eléctrica, nada desagradable, que le recorría la espalda.

—¡Gracias, Dios mío!

El escabel de Dios toleraba su contacto. Con precaución,
se
atrevió a posar ambas manos en la tapa del propiciatorio y empujó con cuidado. La tapa cedió y los ángeles comenzaron a girar turbando con el movimiento de la sábana la espesa nube de incienso.

La pobre luz de la lámpara votiva no iluminaba el interior del Arca. Vergino tuvo la sensación de que se asomaba a un abismo, a un precipicio, al espacio más dilatado que el hombre pueda imaginar, a un cielo desprovisto de estrellas, inmenso como la misma inmensidad de Dios, aunque, se tranquilizó, quizá fuera una sugestión. Se esforzó por distinguir algún contorno en aquella absoluta oscuridad y creyó percibir un brillo tenue, como de terciopelo, en el fondo irregular del recipiente. Había, en la parte central, dos nervaduras de madera con sendos encastres que sujetaban dos tablas.

—Urim y Thummin —murmuró.

El anciano comprendió: aquéllos eran los verdaderos
tabotat
, los originales, de los que los miles de
tabotat
de las iglesias etíopes eran sólo copias.

Allí residía el secreto de Dios y su terrible poder.

Aquélla era el Arca.

—¡Urim y Thummin!

Beaufort, agitado por un temblor irrefrenable, cayó de rodillas. Como un látigo de fuego, el
Shem Shemaforash
, el Nombre secreto de Dios, había acudido a su memoria con la misma voz con que el moribundo maestre Guillaume de Beaujolais se la había susurrado al oído en la cripta de Acre quince años atrás. Sus labios habían pronunciado la Palabra tan quedamente que Vergino no llegó a percibirla. Al instante, el zumbido de las invisibles abejas creció hasta hacerse ensordecedor, y un leve resplandor azul iluminó el habitáculo.

Vergino alargó las manos hacia los
tabotat
, pero antes de tocarlos comprobó con el cordón de su cíngulo la distancia a la que se encontraban las acanaladuras que los sostenían: un codo real. Después introdujo la mano derecha y la deslizó por la superficie interior de un
tabot
. Tenía el tacto de la piedra pulimentada; era lisa, con leves rayaduras, ¿inscripciones quizá? Continuó por la superficie exterior, algo abombada. Encontró idéntica disposición en el otro
tabot.

Sentía el sudor corriéndole por la espalda y un ardor de fuego en el vientre, que se apoyaba en el borde del Arca. Cerró los ojos por el escozor que lo cegaba y, a tientas, tomó el primer
tabot
. Con un ligero esfuerzo lo desprendió del encastre de madera. Lo elevó en el aire. Pesaba como si fuera de piedra, seguramente era de piedra o de algún metal desconocido, y guardaba la tibieza de un cuerpo palpitante, no de un objeto inerte. Lo envolvió en un paño y lo depositó en el fondo de su mochila. Después repitió la misma operación con el otro
tabot
. Hecho esto, cerró cuidadosamente el Arca, devolviendo a su lugar el propiciatorio con las figuras de los querubines. Los braseros humeaban más que nunca, pero las ascuas habían disminuido bruscamente y parecían próximas a extinguirse.

El guardián del Arca continuaba durmiendo profundamente en la misma postura en que lo hallaron y con una expresión beatífica en el rostro. Vergino se apiadó de él al imaginar lo que sentiría cuando descubriera el despojo. Rechazó la piadosa tentación de devolver la reliquia y, levantando nuevamente la cortina, abandonó el sanctasanctórum. En el ambulatorio exterior, Beaufort notó que tenía el rostro arrebolado como si hubiera estado ante la boca de un horno.

—¿Estás bien, hermano? —le preguntó al tiempo que lo ayudaba a despojarse del ropón protector.

—Estoy bien —murmuró el anciano—. He sentido la presencia de Dios. Es… infinito.

—¿Puedes caminar?

Vergino anduvo un par de pasos vacilantes.

—Puedo.

—Pues entonces salgamos sin perder tiempo —urgió Beaufort—. Tenemos que huir cuanto antes.

Beaufort envolvió los
tabotat
en el manto impregnado de aceite griego y los introdujo en su mochila, que aseguró con nudos.

En el exterior los esperaba Huevazos, nervioso, vigilando el camino.

—Dios está con nosotros —anunció Beaufort mostrando la abultada mochila—. Ahora no hay tiempo que perder.

Descendieron por la calzada. Había un ciego junto a la fuente y pasaron por su lado sin detenerse y sin devolverle el saludo. En el bosquecillo de sicómoros, Lucas y Aixa aguardaban con los caballos ensillados.

—Vamonos ahora mismo —ordenó Beaufort atajando toda conversación.

Montaron a caballo y tomaron el camino de Lalibela, a galope. Sólo cuando estuvieron a una legua de Aksum aminoraron la marcha y permitieron que los caballos continuaran a paso vivo.

57

Descendió el sol y el horizonte se tino de nubes rojas. En el prado comenzaron a encenderse lamparitas y dentro del castillo del estanque se relevaron los sacerdotes. La salmodia y el tamborileo eran más suaves y cadenciosos que al principio. Así transcurrió toda la noche. Lotario, desde su mirador en una orilla del estanque, observaba el trajín de los celebrantes, que iban y venían entre risas descompuestas, algunos con indicios de haber ingerido excesivo hidromiel. Los amigos se visitaban, algunos se acercaban al estanque para escuchar la salmodia del castillete, otros se retiraban a los linderos del bosque. Lotario observó que los diáconos que lo custodiaban dormían por turnos. Cuando comprendió que no lo liberarían hasta que terminara la ceremonia y el sumo sacerdote decidiera su suerte, se arrebujó en su capote de lana y se durmió. Iba a necesitar toda su energía para afrontar el nuevo día.

A la luz indecisa del amanecer, los que dormían se despertaron y otra vez comenzaron a bullir los que iban y venían del bosque al estanque. Dentro del castillo se reavivaron los cantos y la música. Lotario se despertó y observó la llanura animada. La fiesta tocaba a su fin.

—¿Cuánto dura todavía la ceremonia? —preguntó al diácono jefe.

El hombre ignoró la pregunta. Quizá el sumo sacerdote le había prohibido comunicarse con el sospechoso. Porque evidentemente era sospechoso. De otro modo no lo habrían retenido.

Por un momento pensó que quizá los templarios habían intentado robar el Arca y estaban detenidos o muertos. En tal caso, él no tardaría en seguir el mismo destino. Miró su caballo, que seguía atado al otro lado del puente. El equipaje parecía intacto, con la empuñadura de la espada sobresaliendo indiscretamente. Nadie parecía haber reparado en el arma.

Cuando el sol despuntó por encima de los árboles iluminando la tierra, la puerta del castillo se abrió de par en par y la muchedumbre de los devotos se agolpó en el puente para recibir el Arca. Se reprodujeron las músicas de sistros, panderos, címbalos y tambores, y las algarabías que acompañaron al Arca víspera, si bien esta vez con menos danzantes, porque muchos estaban tan extenuados o tan borrachos que no se podían valer.

Los diáconos que escoltaban a Lotario le indicaron que los siguiera, y se incorporaron a la muchedumbre detrás de la nube de incienso del Arca. Así recorrieron gran parte del camino por la vieja calzada empedrada que conducía a la aldea, pero antes de llegar vieron correr a un diácono que profería gritos enloquecidos. El hombre se arrojó a los pies del sumo sacerdote y, aferrándose a sus vestiduras, le comunicó, entre sollozos, la luctuosa noticia. La procesión se detuvo al instante. Cesaron las músicas y las danzas. La muchedumbre guardó silencio y un momento después prorrumpió en lastimeros alaridos.

Un diácono joven llevó la noticia hasta el grupo que escoltaba a Lotario.

—¡Han robado el Arca! ¡Los extranjeros han robado el Arca!

El diácono jefe lanzó una mirada furibunda a Lotario.

—¡Tú lo sabías, hijo del diablo! —le gritó—. Has venido a vigilarnos para que tus compinches cometieran su fechoría. —Se volvió a los diáconos y ordenó—: ¡Maniatadlo!

Al momento, los fornidos mocetones inmovilizaron al extranjero y le ataron las manos a la espalda.

El diácono que llevaba de reata el caballo de Lotario se acercó al jefe y le señaló el equipaje.

—¡Lleva una espada!

El jefe asió la empuñadura y tiró de ella con fuerza, desenvainando el arma.

—¡Arrodilladlo! —ordenó secamente. Los diáconos obligaron a Lotario a arrodillarse.

La espada se elevó en el aire. Lotario cerró los ojos. Su última visión fue la losa en la que iba a rebotar su cabeza.

58

Habían cabalgado durante dos días, desde el amanecer hasta que la oscuridad impedía ver el camino. Sólo se detuvieron lo justo para que descansaran los caballos, aunque también entonces seguían caminando, con los animales de reata. Sabían que las escasas horas de ventaja que habían conseguido se consumirían rápidamente y que, en un par de días, la noticia del robo del Arca habría alcanzado las más remotas regiones y todo el país estaría buscando a los extranjeros blancos. Los etíopes conocían su tierra, podrían adelantar por atajos, los perseguirían incluso de noche, con caballos de refresco, estimulados por la desesperación de haber perdido los
tabotat
y por la gloria que aguardaba a quien los recuperase.

Al amanecer del tercer día avistaron los cañaverales espesos, las aguas oscuras, tranquilas y profundas y las islas cubiertas de vegetación verde del lago Tana.

—Estas riberas están muy pobladas —observó Huevazos al regresar de un reconocimiento—. Será mejor que nos mantengamos apartados de la orilla.

Durante varias horas discurrieron por los caminos menos frecuentados pero, a pesar de ello, se cruzaron con algunos campesinos que iban o venían a sus quehaceres y con un par de recuas. Con las armas ocultas y las cabezas cubiertas por velos, a usanza árabe, confiaban en no llamar mucho la atención, pero era evidente que no pasaban desapercibidos y que, tarde o temprano, los perseguidores darían con su pista.

Al caer la tarde bajaron al lago y descansaron junto al agua aprovechando la soledad del paraje a aquella hora en que nadie transitaba por los caminos. Tamariscos y retamas proyectaban largas sombras acariciados por el sol poniente. Cuando el sol se ocultó tras las colinas, establecieron el campamento en la espesura de unos árboles, junto al bancal de cañas en las que el viento arrullaba como una paloma. Mientras Beaufort y Vergino conferenciaban y Huevazos se ocupaba de cepillar y masajear a los exhaustos caballos, Aixa y Lucas bajaron hasta la orilla y pasearon en silencio.

—Andas muy callada estos días.

—Estoy preocupada. Temo la reacción de mi padre cuando regresemos a Túnez. Ya debe de saber que huí de mi futuro marido.

—¿Es severo? —preguntó Lucas—. Tu padre, quiero decir.

Aixa reflexionó un momento.

—Sí, lo es. O no. Quiero decir, está acostumbrado a que lo obedezca. Y se habrá tomado muy mal mi huida. Para él era muy importante dejarme bien casada antes de morir. Está algo enfermo.

Tomaron asiento en un claro del cañaveral, a la vista del lago. Lucas arrojó una piedrecita a las aguas tranquilas, que se abrieron en una sucesión de ondas concéntricas. Sentía una cálida congoja en el corazón, un deseo de que aquel momento se prolongara hasta la eternidad, que no acabara nunca. Entrecerró los ojos, aspiró el intenso perfume de la vegetación lacustre, sus sentidos se alertaron hasta percibir la reposada palpitación del cuerpo femenino que yacía a su lado.

—Se está bien aquí —observó Aixa con un suave estremecimiento.

Lo había dicho en un susurro, con una voz levemente ronca. Lucas contempló la suave garganta, los labios jugosos, finos, Presumiblemente suaves, que pronunciaban las moduladas palabras. El idioma de sus enemigos a tanta distancia de Castilla sonaba tan acariaciador y musical como las canciones de los trovadores. Pensó que vivir toda la vida al lado de aquella mujer podría hacer feliz a cualquier hombre.

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