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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (13 page)

BOOK: Los Girasoles Ciegos
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Era tarde y era sábado. El ascensor se detuvo en el tercero. El silencio se transformó en quietud y el cubilete y los dados quedaron suspendidos en el aire hasta que sonó el timbre.

A mi alrededor comenzó un caos premeditado. Mi padre se fue diligentemente a su armario, mi madre recogió sus fichas del tablero, sólo las suyas, y a mí, que ya estaba en pijama, me acostó en una de las camas de su dormitorio.


Pase lo que pase, hazte el dormido —me dijo.

Recolocó el rosario que ocultaba las bisagras del armario donde se escondía mi padre y, atenta a cualquier desorden, fue a abrir la puerta que estaba aporreando sin misericordia el visitante inoportuno.

La habitación se quedó a oscuras y, cuando mi madre abrió la puerta a los visitantes, el silencio regresó como si nadie lo hubiera ahuyentado, pero fue entonces cuando me acordé de que, con las prisas, no habíamos recogido los papeles de la mesa de mi padre. Ahora lo cuento como si estuviera hablando de las travesuras de un niño ajeno a mí y me resulta imposible, porque el miedo es inefable, describir el tremendo esfuerzo que supuso para aquel niño que tengo en la memoria abrir la puerta del dormitorio procurando no hacer ruido, ir a oscuras hasta la mesa de trabajo donde estaban las cuartillas que mi padre utilizaba para traducir, agruparlas en silencio mientras oía unas voces desabridas que insultaban a mi madre al otro lado del pasillo y, por último, regresar al dormitorio y arrojar los papeles dentro del armario
donde se escondía mi padre y su silencio. Lo único que lamenté después de aquello es no poder contar a mis amigos mi proeza.

Desde el verano del año en que acabó la guerra, la policía no había vuelto a registrar la casa de Elena, pero una noche en la que la rutina familiar disimulaba las asperezas del miedo, llegaron cuatro hombres vocingleros al mando de uno más joven, con camisa azul y abrigo de mezclilla, que se ponía en jarra para preguntar y se atusaba el pelo lacio y grasiento mientras esperaba la respuesta. Los otros tres policías se sabían implacables, pero el joven se consideraba un dandi.

A empellones, llevaron a Elena hasta la cocina. Dos de ellos siguieron avanzando por el pasillo y el joven y otro policía que tenía la cara picada de viruela se quedaron junto a ella. Con la pistola sobre la mesa de mármol comenzó un interrogatorio caótico que Elena apenas escuchaba y que resolvía con monosílabos no siempre congruentes con las preguntas porque todos sus sentidos estaban persiguiendo a los dos policías que registraban la casa.

A las preguntas de si era cierto que su marido estaba escondido en Madrid, de si su marido había muerto, de si ella estaba amancebada con un cura, de si su hija era puta en Barcelona, de si no se le apetecía un revolcón con unos hombres de verdad, de si su marido había matado monjas en la guerra, de si era adepta al Movimiento Nacional, a todo esto, contestó que sí.

Sin embargo, contestó que no cuando le preguntaron si sabía que su marido estaba preso en Salamanca, que vivía con una furcia en el sur de Francia, si era adepta al Movimiento Nacional, si sabía quién era el padre de su hijo, si tenía contactos con el Imperio Británico o si pensaba huir a Rusia para reunirse con su marido que era un capitoste del Ejército Rojo.

El interrogatorio y sus respuestas, que hubieran sido distintas de haberse formulado en otro orden, quedó interrumpido cuando uno de los policías que registraban la casa apareció en la puerta de la cocina llevando a Lorenzo arrastrado de una oreja. El niño estaba descalzo y caminaba de puntillas como si quisiera levitar para mitigar el dolor.

—¡Deja a mi hijo en paz! —gritó Elena mientras se abalanzaba a coger a su hijo en brazos.

A partir de ese momento la conversación de los cuatro policías se tejió entre ellos como un juego de obscenidades y procacidades dichas al desgaire mientras recorrían la casa desordenando los armarios, los libros, la vajilla, los juguetes de Lorenzo y todo aquello que pareciera estar en su sitio.

Pero a pesar del tiempo que estuvieron en el dormitorio de Elena comentando las infinitas posibilidades de felicidad que podrían proporcionarles aquellas camas si ella fuera de verdad una mujer, no descubrieron que, tras el rosario de cuentas de madera, había unos goznes que abrían el armario donde estaba escondido un hombre angustiado por si no lograba contener el llanto.

La verdad, Padre, es que me gustaba verla moverse entre la gente, caminar recatada y grácil hacia su casa con el paso apresurado de la mujer hacendosa. En dos ocasiones me hice el encontradizo y la invité a sentarse en la terraza de un café donde servían malta con leche y mojicones. Mis desvelos por el pensamiento encontraban siempre una respuesta adecuada en el ámbito de sus sentimientos. Todo parecía armónico. Éramos como dos ángeles procedentes de distintos coros. En nada nos parecíamos y en eso estribaba nuestra armonía. Yo pensaba y ella sentía, yo analizaba y ella sufría por lo agitado de los tiempos que le había correspondido vivir.

El hombre reflexiona con la cabeza para que el pensamiento descienda al corazón donde encuentra su vigor, mientras que la mujer discurre con el corazón para que su instinto recobre la luz de la razón. Ahora sé que sus procedimientos para comunicar la verdad son tan diferentes de los nuestros como los modos que tienen de alcanzarla. Yo trataba de desvelar su enigma, ella de persuadirme de su candidez. Si al varón corresponden los sonidos brillantes y mayores, a la
mujer competen los tonos menores, suaves y velados. Ella se adecuaba a la armonía del Universo.

Todo esto pensaba yo, padre, para justificar lo esquivo de sus respuestas, lo que convertía a Elena en algo cada vez más codiciado. Decidí aproximarme más a ella, buscar más su contacto.

—No bebas más, Ricardo, te estás matando.

—¿Beber es lo que me está matando? No digas bobadas.

—Necesitamos estar lúcidos para...

—Para vivir como si no existiéramos, ¿es eso?

—No, para seguir juntos, para resistir todo el tiempo necesario. No me gusta que Lorenzo te vea tan deshecho. Por favor...

Con un gesto rápido retiró la botella de la mesa y fue a la cocina a guardarla en la fresquera. La casa estaba a oscuras y la tenue luz del pasillo sólo insinuaba los perfiles de las cosas. Aun conociendo la casa como la palma de la mano, había momentos en los que tenía que caminar a tientas. Cuando Elena regresó al comedor, la luz estaba encendida y su marido asomado a la ventana abierta de par en par. Pese al frío, casi todas las ventanas estaban abiertas para que el olor a manteca quemada y a coliflor revenida no impregnara su pobreza. Serían las diez de la noche y Lorenzo hacía tiempo que dormía.

Como si quisiera protegerle de una lengua de fuego, se precipitó sobre Ricardo con tal vehemencia que le hizo caer al suelo. Así permanecieron, arrebujándole con su cuerpo, hasta que comprobaron que otras voces y otros silencios daban los hechos por no ocurridos. Nada alteraba el frío.

Casi inmóviles, fueron desplazando suavemente con sus cuerpos el aire que mediaba entre sus cuerpos, entrelazándose hasta guarecerse mutuamente de la noche y sus miradas. Escondidos el uno en el otro hablaron del miedo, de Lorenzo y su entereza cómplice, de Elena huida, de la necesidad de no caer en el desánimo.

—No es eso, Elena, es estupor. No por haber perdido una guerra que ya estaba perdida el día en que empezó, es otra cosa.

—¿El qué?

—Que alguien quiera matarme no por lo que he hecho, sino por lo que pienso... y, lo que es peor, si quiero pensar lo que pienso, tendré que desear que mueran otros por lo que piensan ellos. Yo no quiero que nuestros hijos tengan que matar o morir por lo que piensan.

Rompió en un lamento sofocado, gutural y sordo, que su mujer fue rebañando con los labios, buscando con su lengua los ojos de su esposo y apretando sus labios contra el llanto. Gota a gota, fue sorbiendo el dolor de su marido. Y también su rabia.

Elena se levantó, cerró la ventana, apagó la luz y, a tientas, se acercó a Ricardo, que seguía inmóvil en el suelo tiritando. Tomó sus manos, suavemente le forzó a que se levantara y, sin soltarle, le llevó hasta el dormitorio con una dulzura que empezó con besos y caricias en la cara humedecida por las lágrimas y terminó desnudándole con la misma delicadeza con la que vestía al niño. Tuvo que reconstruir el camino de las caricias de antaño y jadear quedamente para atraer las pasiones enterradas en los rincones del miedo. Ayudó a que las manos de Ricardo emprendieran la búsqueda de sus secretos y terminó arrodillándose para llamar con los labios el vigor que se escondía bajo todas las tristezas. Cuando obtuvo respuesta, en el suelo para eludir los chirridos de la cama, se enzarzaron en un cúmulo de posesiones que tuvo lugar sin un jadeo, sin un grito, sin un te quiero para seguir guardando el secreto de la vida.

Una de las cosas que más me sorprende es que inevitablemente, todos teníamos recuerdos de la guerra civil, del cerco de Madrid, de los acosos de las bombas y de los obuses. Sin embargo nunca hablábamos de ello.

En el colegio, Franco, José Antonio Primo de Rivera, la Falange, el Movimiento eran cosas que habían aparecido como por ensalmo, que habían caído del cielo para poner orden en el caos, para devolver a los hombres la gloria y la cordura. No había víctimas, eran héroes, no había muertos, eran caídos por Dios y por España, y no había guerra porque la Victoria, al escribirse con mayúscula, era algo más parecido a la fuerza de la gravedad que a la resolución de un conflicto entre los hombres.

Del grupo de amigos que formaban parte de aquel universo sólo uno, Javier Ruiz Tapiador, vestía muy de tarde en tarde el uniforme de Flecha. Tenía ocho años y ya parecía un hombre en miniatura: hablaba con voz grave, tenía un tupé inalterable por la brillantina y una forma de vestir que reflejaba cierto bienestar en su familia. Su casa era caliente y acogedora y, para corroborar su liderazgo, tenía un hermano mayor, Carlos, que nos contaba cuentos de terror a todo el grupo de amigos con una pasión en sus descripciones, con una maestría para crear situaciones horrendas, que aún hoy sigue sorprendiéndome su inefable capacidad de narrar historias improvisadas.

A la luz de una vela que le confería un aire fantasmal, hablando cadenciosamente y salpicando su narración de onomatopeyas escalofriantes, comenzaba siempre su relato hablándonos de unos hechos pavorosos que él había presenciado.

Los protagonistas eran siempre un grupo de niños de nuestra edad acosados por un ejército de leprosos que se movían lenta y amenazadoramente buscando nuestras v
ísceras como si fueran su única posibilidad de sobrevivir. La lepra no era una enfermedad infecciosa, era una enfermedad del alma y su peligro no estribaba en el contagio sino en su voracidad caníbal.

He dudado mucho antes de escribir esta carta y ahora tengo la tentación de no terminarla. Pero quiero contar la verdad para conocerla, porque la verdad se me escapa como el agua de lluvia entre los dedos del náufrago. Lo que no logro encontrar, Padre, es el arrepentimiento porque nadie me enseñó a diferenciar el amor de la lascivia y yo pensaba que me estaba enamorando. Atribuí a la Naturaleza la hecatombe que se estaba produciendo en mi alma, aunque eso ocurrió más adelante.

Durante muchos años conservé el miedo a los leprosos, y lo que en el imaginario de otros niños era el ogro, el sacamantecas, el demonio o las brujas con escoba, para mí lo fueron aquellos seres sanguinolentos que caminaban lenta e imparablemente perdiendo jirones de carne mientras me perseguían para comerse mis entrañas.

A medida que pasaban los meses, la actitud de Ricardo se hacía cada vez más taciturna. Elena notaba que contarle lo que ocurría fuera de aquellas paredes le alteraba y dejó de comentar cómo era la vida más allá de la puerta de la casa.

Que la ciudad hubiera reinventado su rutina tras tres años de asedio, que todos se comportaran como si no hubieran perdido una guerra, que la complicidad de sus amigos de antaño no estuviera en la derrota sino en el borrón y cuenta nueva, sencillamente le enfurecía.

Poco a poco se fue empequeñeciendo, agachando cada vez más la cabeza. El hombre pulcro que había sido se fue desvaneciendo en días sin afeitar, en aspectos desaseados, en desganas plomizas y en ensimismamientos impenetrables.

Cada vez más raramente reaparecía el hombre recto y decidido que conquistó a Elena en los tiempos en que la palabra era importante porque con ella se construía el pensamiento, cada vez más raramente emergía el pensador que pensaba en cómo se hacía viable un proyecto colectivo, el intelectual que creía que lo humano era lo único importante.

Comenzó a prevalecer el hombre inerte, empeñado en adquirir cada vez más transparencia, en ocupar un lugar cada vez menor en el espacio. Aun estando solo en casa permanecía horas y horas encerrado en el armario.

Sólo la desbordante ternura de Elena, sus sutiles sugerencias para que hiciera por favor esto o aquello, su insistencia en que terminara la traducción de Milton que había comenzado en plena guerra, o en que pusiera por escrito sus opiniones sobre la ramplonería poética de Lope y otros mil requerimientos para que regresara el profesor que había sido, sólo esto lograba devolver el brillo a unos ojos cada vez más impregnados por la sombra, cada vez más olvidados del paisaje. Únicamente si Lorenzo estaba en casa, reaparecía el hombre resoluto capaz de seducir y entretener a un niño cubierto de zozobras.

Yo procuraba no invitar a nadie a casa para que mi padre no tuviera que encerrarse en el armario, pero mi madre, quizá por amor, quizá por estrategia, establecía un ritmo de reuniones con mis amigos en nuestro piso. Cuando esto ocurría, mi padre se encerraba en su armario con un candil de carburo y unos libros hasta que todos se habían marchado. Afortunadamente, la portera, mal encarada y grosera, y su marido, Casto, un albañil silicótico y macilento, montaban en cólera siempre que veían pasar a algún niño que no fuera vecino de la casa que tan celosamente guardaban. Esto, además de añadir un miedo más a nuestras vidas, evitaba las visitas imprevistas de mis amigos y los sobresaltos que siempre producían los timbrazos.

No podré olvidar nunca que en una ocasión en que la reunión tuvo lugar en nuestra casa, mi padre se sintió enfermo y tuvo que ir al cuarto de baño perentoriamente. A pesar de que teníamos la puerta del comedor cerrada, a través de los cristales y de los visillos q
ue la adornaban alguien entrevió una sombra recorriendo el pasillo.

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