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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (12 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Así fue revelada a los socios del Casino la existencia de Lola. Fueron descritas sus propiedades con meticulosidad casi científica, si bien con exceso de hipótesis. Pero sucedió que se mostraba esquiva a los primeros cortejadores, y que la peña de cazadores en descanso forzoso empezó a considerarla como pieza apetitosa por lo difícil.

Por qué Remigio tuvo más suerte que los otros, sólo puede conjeturarse. Persiguió a Lola, que tenía veinte años; la persiguió, primero, por cuidar de su reputación y porque no tenía mejor cosa que hacer; más tarde, porque le gustaba; finalmente, porque se había enamorado de ella. Y una noche, Lola, que vivía cerca de la Torre, le dejó entrar en su casa.

Guardó el secreto durante algunos días. Fue capaz de callarse la primera semana, pero, a la segunda, no le cabía en el cuerpo, se le escapaba como un sudor, como una sonrisa. Aquellas cosas, después de todo, había que contarlas. Fuera de la satisfacción personal, se hacían para que la gente las supiese, y mantenerlas ocultas era como el que tiene un buen traje metido en el armario. El traje en el armario y la aventura secreta se apolillan. Había que lucirla, aun a riesgo de que Eulalia se enterase. Lo exigía su buena reputación. Se decidió y lo contó al más indiscreto de sus amigos. Como no fue creído, invitó a que se hiciesen averiguaciones.

Cuando se supo en el Casino, Remigio fue respetado. Le preguntaron cómo había hecho, y respondió con una sonrisa picarona. Le propusieron cambiar a Lola por una finca con muchas perdices, y dio una bofetada al proponente. El escándalo conmovió a la ciudad durante un par de semanas. La reputación de Remigio subió unos cien enteros.

Cuando Lola le dijo que estaba embarazada, lo consideró como una fatalidad tan desagradable como las cuentas del sastre o del armero, pero igualmente inevitable.

Nació Juan. Doña Eulalia lo supo en seguida. Era tan orgullosa como tonta, y no podía concebir que nadie la humillara, ni aun su marido. Después de muchas vueltas, descubrió una razón que la tranquilizaba: «¡El pobre tiene tantas ganas de ser padre, y como yo no le doy hijos!» Durante diez o doce años, permaneció fiel a esta idea, y se valía de ella para justificar la conducta de su marido y la suya propia.

Pasaron los dos inviernos, murió el padre de Eulalia, y hubo dinero para marcharse a Madrid. Reforzada su capacidad financiera, Remigio se llevó a Lola consigo y le puso un piso modesto en la calle del Sombrerete. Eulalia lo supo, y se enteró también del nacimiento de Inés.

La existencia de Juan la preocupaba de vez en cuando, pero la de Inés la llenó de cuidados. Apenas nacida la niña, pensaba en su porvenir, pensaba en los riesgos que correría cuando fuese mayorcita, etc. Acudió al confesor, y como no halló respuesta satisfactoria, buscó otro, y otro, y otro, hasta que un fraile sentimental le aseguró que se hallaba en la obligación moral de apartar a aquellos niños del ambiente en que vivían, de cuidarse de su educación y casi, casi, de garantizar la salvación de sus almas, de las que sería responsable ante el Tribunal Divino.

Eulalia llamó, una noche, a su marido, puso las cartas boca arriba, y exigió que Juan e Inés dejasen la calle del Sombrerete y viniesen a vivir bajo su tutela. A Remigio le pareció monstruoso, pero cómodo, porque Eulalia no le había exigido que abandonase a Lola, ni nada parecido. Puso, sin embargo, algunas dificultades: «¿Qué va a decir la gente? ¿Y los criados?». Eulalia le respondió que lo tenía bien estudiado, que sus amistades no tenían por qué enterarse, y que con cambiar de barrio y de servidumbre, estaba todo listo.

La transferencia se efectuó en un mes de septiembre, al regresar del veraneo en Pueblanueva. Remigio se había quedado en el pazo, con veinte amigos y grandes esperanzas sobre los patos de aquel año. Eulalia, ella sola, recogió a los niños, los vistió de nuevo, los llevó al piso recién alquilado en la calle de Lista, y a la servidumbre que contrató dijo que eran suyos. No se cuidó de si la creían o no, ni le importó durante los años que le quedaron de vida, si sus amigas o las visitas de casa estaban en el secreto, y si la compadecían o la admiraban.

Empezó a vivir sólo para los niños y, sobre todo, para su salvación. A Inés le bastaría, seguramente, con la fe, pero Juan necesitaba algo más; necesitaba, por ejemplo, admirar a su padre, tan elegante y tan buen cazador, tan excelente caballero. Los trajes de Remigio, sus escopetas, su cortesía y aquellos sus modales imponentes fueron para Juan, asombrado, las señales externas de una eminencia humana que estaba obligado a alcanzar por el camino de la admiración imitativa. Y, a Remigio, la devoción de su hijo le satisfacía tan hondamente que, al menos en apariencia, procuraba acomodar su conducta al exquisito patrón trazado por Eulalia. Cada vez que un fracaso le metía en tristezas, procuraba consolarse con aquella seguridad de que, al menos para Juan, era un hombre sin tacha.

Se preocupó también Eulalia de consultar con un abogado la situación legal de los niños. El abogado le leyó la legislación sobre hijos adulterinos, y Eulalia la halló cruel. Tomó la determinación de adoptarlos en cuanto llegasen, ella y Remigio, a la edad prescrita; pero no le dio tiempo, porque un otoño la cogió un frío en la Red de San Luis, y se murió.

No se llevaba de este mundo otra pena que la suerte de las criaturas. Remigio tuvo que jurarle que, en cuanto pasase un tiempo decoroso, se casaría con Lola. El tiempo decoroso hubo que abreviarlo, porque Lola, ya en la treintena, había quedado otra vez embarazada, y puesto que las cosas se habían puesto fáciles, no había por qué traer al mundo otra criatura con irregularidades en el Registro.

Así, Clara María Eugenia fue la única hija legítima de Remigio y de Lola. Cuando nació, la
Cigarrera
empezaba a engordar, y a estar triste, porque Remigio no la quería como antes, o, más bien, no la quería en absoluto. Se había casado por fidelidad al juramento prestado a la difunta, cuya distinción, cuyas virtudes, cuya generosidad le conmovían después de muerta. Pero no se arrepintió enteramente de haberla engañado, no sintió necesidad de arrepentirse del todo, porque, como Eulalia había reconocido, a él le gustaban mucho los niños y su primera esposa había sido estéril.

A pesar del amor de los niños, antes de casarse con Lola dejó el piso de la calle de Lista y alquiló otro, mucho más modesto, en la del Conde Duque, frente al Cuartel. Allí se alojó Lola con sus hijos y una criada para todo. Remigio, por su parte, se fue a vivir a la Gran Peña, y no dijo a nadie que hubiera vuelto a casarse.

Ahora que Lola era su mujer, la visitaba con más tapujos y más espaciadamente que en la calle del Sombrerete. Le había enorgullecido como amante, le avergonzaba como esposa. Las pocas veces que pensaba en sí mismo, no dejaba de lamentar la ocurrencia final de Eulalia. Los niños le parecían muy bien, y hasta los quería, a su modo; pero a Lola la hallaba ordinaria, llorona, impresentable.

Inés y Juan iban a los mejores colegios de Madrid, porque también Eulalia así lo había dispuesto, y porque había dejado una manda en su testamento para que se les pagase la mejor educación. Con Inés no había problema, porque, entonces, las hijas de buena familia no solían estudiar bachillerato. Pero a Juan, en cambio, hubo de matricularle en un Instituto, y cuando Remigio tuvo en sus manos la partida de nacimiento —hijo natural de Lola Muiños Salgueiro, de veinte años… —,comprendió que el niño no podía enterarse de aquello. Inventó una historia para no matricularlo en Madrid, y lo llevó a Alcalá de Henares. Una escena patética con el director del Instituto, y unos duros al oficinista bastaron para que en la papeleta de examen el nombre de Juan Álvaro Muiños Salgueiro se transformase en un Juan A. Muiños sin más, que podía ser favorablemente interpretado. Pero al curso siguiente no volvió a Alcalá de Henares, por si una indiscreción —¿de quién, Dios mío? ¿De un bedel, de un catedrático mala sangre, de un chupatintas descontento?— revelaba al niño su condición bastarda. Entonces, marchó a Cuenca, un día antes de los exámenes, contó otra historia, pagó matrículas dobles, y Juan A. Muiño aprobó condicionalmente el primer curso, hasta que llegasen sus papeles de Alcalá de Henares. De esta manera, repitiendo el truco, pasó Juan el segundo curso en Ávila, el tercero en Ciudad Real, el cuarto en Valladolid, el quinto en Guadalajara. En el quinto hubo un tropiezo, porque Remigio fue reconocido por un funcionario que antes había estado en Cuenca, y que ahora vivía en Madrid, pero iba a Guadalajara tres días por semana. Se encontraron en el tren, y Remigio hubo de cantar de plano. Empezó a temer que el funcionario abusase del secreto, le convidó a comer, le dio coba, le hizo regalos, habló por él en el ministerio y consiguió su traslado a un centro de Madrid… Gracias a Dios, Juan terminó el bachillerato en Logroño.

«Ahora, lo mejor será que te vayas a la Argentina —le dijo—; no andamos muy bien de dinero, y no hay como América para rehacer una fortuna. En pocos años puedes volver millonario.» Quería sacudírselo de encima, pero a Juan le apetecía más la Universidad, y Remigio no era capaz de facturarlo por las buenas a Buenos Aires. «Me parece bien que estudies, pero, ¿qué carrera te gusta? A tu edad no se sabe bien para lo que uno sirve. Ya me ves a mí: soy abogado como si no lo fuera. ¡Ah, si hubiese sido ingeniero!» De modo que lo mejor era pasar un par de cursos de oyente, a ver si se aficionaba al Derecho, o a la Medicina… La cuestión era ganar tiempo. Cuando Juan decidió que el Derecho y las Letras le atraían igualmente, y que podía estudiar al mismo tiempo las dos carreras, Remigio lamentó que no le gustasen más las Ciencias Químicas, porque las Ciencias Químicas, con los adelantos, tenían un gran porvenir. Pero transigió. Sin embargo, a la hora de matricularse, andaba tan mal de dinero, que hubieron de dejarlo para septiembre, y en septiembre se prolongó el veraneo por razones misteriosas que desesperaban a Juan. «Mira, lo mejor será que vayas a la Universidad y estudies lo que te parezca, pero sin matricularte. Después que hagas el servicio, echas toda la carrera en un par de cursos, y no has perdido nada.» Y así, Juan estudiaba lo que le daba la gana, o no estudiaba y se iba al Ateneo y leía, y asistía, desde un rincón, a las tertulias políticas y literarias, y andaba solo. Empezaba a tener conciencia de que algo le sucedía, sin saber qué: algo conocido de su padre, sólo de su padre, que evidentemente le engañaba, y le huía, y escurría la vista cuando Juan le miraba a los ojos. «¡Nada, hombre, no pasa nada, sino lo de siempre: que estamos mal de dinero y que hay que tener paciencia!»

Pero Juan no le creía. Juan sospechaba ya que, detrás de la fachenda impresionante de su padre, se escondía un pobre diablo tan cobarde como tramposo, o quizá tramposo por cobardía; un ser inquieto y acosado que no miraba de frente ni a los hombres ni a la vida, que tenía tanto miedo de la verdad como de los acreedores, y que se defendía con palabras vacías. Juan le perdió el respeto y dejó de amarle: se sentía burlado y necesitado de revancha. Inés también amaba a su padre: tenía que destruir aquel amor, hacer ver a su hermana que Remigio era un ser indigno. Tenía que conseguirlo, además, para que Inés le amase exclusivamente a él, para sentirse con ella solidario en el amor y en el desprecio.

Hasta que Juan fue llamado a quintas, y se enteró del secreto. Su padre tuvo que confesarlo, tuvo que explicarse, avergonzado: tuvo que disculparse también, aunque no lo consiguió: «¡Ya tenía veinticinco años, y a esa edad…! ¡Si supieras lo que he llorado en este tiempo!». Juan no le decía nada, ni le miraba siquiera, pero su silencio era tremendo. «Claro está que muy pronto lo arreglaremos. La Comisión estudia una reforma del Código Civil. En cuanto cambie el gobierno…» Mientras cambiaba el gobierno, Juan marchó a África y pasó allá todos los años de la guerra. Remigio pensaba piadosamente que una bala oportuna le ahorraría muchos sufrimientos, y Juan lo pensaba también, o, al menos, lo pensó durante algún tiempo. Pero terminó la guerra, y regresó a Madrid con galones de sargento, y un aire a la vez triste y terrible. Su padre le sugirió que se quedase en el ejército, que podía hacer carrera, y Juan le miró con desprecio, y se arrancó los galones dorados. Bueno…

Juan tenía una gran facha, aunque desgarbada y sin aliño. Miraba de frente al hablar, decía la verdad sin embarazo y sabía mandar: ¡dos años de sargento le habían dado una gran seguridad! Remigio empezó a pensar que Juan era un hombre importante. Allá en el fondo de su alma, le admiraba, quizá también le quería. Le gustaría verle contento.

«Ya verás. Estas gentes de la Dictadura vienen a transformarlo todo. La reforma del Código será un hecho en seguida. Yo soy amigo del General, como sabes, y tengo su promesa…» Juan se encogía de hombros, y marchaba a reunirse con poetas de vanguardia o con estudiantes comunistas. Otras veces, daba grandes paseos con Inés, la única persona de la familia a quien parecía querer. «Es natural. Al fin y al cabo…»

Evidentemente, Juan había dejado de respetarle. La admiración infantil, aquella devoción por el cazador irreprochable, por el incomparable dandy, que Eulalia había creado y cultivado, se había trocado en desdén, en mudo sarcasmo. Remigio hubiera dado cualquier cosa porque Juan volviera a estimarle. Se veían raras veces: Remigio censuraba al Gobierno sólo porque Juan tenía ideas radicales; pero Juan sonreía… Cuando empezó a hablarse de República, y supo que Juan andaba en conspiraciones, se hizo un poco republicano. Un día, Juan fue detenido y estuvo unos días en la cárcel. Al salir, su padre le llamó, le dio una carta y un paquete. «Toma esto, lee esta carta y entrega todo en Palacio.» En la carta, con rebuscada impertinencia, Remigio devolvía al Rey su llave de gentilhombre. Juan rió a carcajadas y dejó sobre la mesa, sin explicación, la carta y el paquete. Al marchar, dijo: «Llévalo tú!». Y seguía riendo. Sin embargo, Remigio, con otra carta más cortés, envió la llave dorada, y al día siguiente le rogaron que pidiese también su baja en la Gran Peña. Entonces, se hizo francamente republicano, y se fue a vivir a una pensión barata de la calle de jardines, justo frente a la redacción de
La Tierra
. Juan desapareció de Madrid; se supo que se había sublevado en Jaca y que estaba en Francia, refugiado. Volvió al proclamarse la República. Remigio figuraba entre los que esperaban, en la estación del Norte, su llegada y la de otros estudiantes, pero Juan no se dignó reconocerle.

—«¡Ahora, cuando los republicanos reformen el Código Civil, me daré el gustazo de arrojarle a la cara su partida de nacimiento con nombre y dos apellidos!» Pero no le dio tiempo. Alguien le dijo, un día, que Juan andaba entre los incendiarios de las iglesias, y él mismo, desde su balcón, le vio mezclado a los que quemaban la de San Luis; se halló responsable, y no pudo más. Se sintió mal. Le dio una cosa al corazón, se metió en cama, y a los pocos días murió.

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