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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (8 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Te has dado cuenta de que, desde tu llegada, es la primera vez que hablas con ironía?

—Perdóneme. Pero no puedo tomar en serio esas cosas. Vengo de un mundo en que ya no existen.

—Sin embargo, tienes el pelo rojo y las narices grandes, y eres largo y huesudo, como yo y como tu padre. Y como lo son y lo fueron muchos más.

—No he tenido ocasión de imponer mi criterio a la biología.

Doña Mariana se puso en pie.

—Ven conmigo.

Salieron. Por el pasillo, doña Mariana dijo:

—Tu padre nunca estuvo en el extranjero, y, además, aquéllos eran otros tiempos. Él se pasó muchos años de su vida escribiendo historias de Churruchaos. Ahora voy a enseñarte unos cuantos.

Abrió la puerta y entraron. Era un salón grande y oscuro. Doña Mariana lo atravesó y abrió las maderas: apenas entraba la luz del atardecer. Sin embargo, Carlos pudo entrever unos cuantos cuadros colgados en las paredes, diez o doce. Doña Mariana fue derechamente a la chimenea, y mostró a Carlos el que presidía. Era de una mujer.

—Ésta es Mariana Quiroga. Estuvo para casarse con un tatarabuelo tuyo, pero acabó casándose con el mío. Es una bonita historia de las que tu padre escribió. Tu padre decía que, gracias a esta mujer, nosotros, los Sarmiento, hemos sido enérgicos, realistas y positivos.

Carlos encendió una cerilla y la levantó sobre su cabeza, alumbrando el cuadro. Miró durante unos momentos el rostro delgado, decidido, despectivo, de Mariana Quiroga.

—Se parece a usted.

—¿Quieres con eso llamarme fea? —respondió doña Mariana riendo.

Carlos se disculpó.

—Lo soy ahora, de vieja, pero de moza no fui cosa despreciable. Tú mismo puedes verlo.

Fue hacia el extremo opuesto del salón, y mostró a Carlos un cuadro colgado sobre la consola.

—Así era yo a los treinta años.

Carlos encendió una cerilla.

—¿Le importa que use uno de estos candeleros? Usted lo merece.

Ella se lo alargó. A su luz, Carlos examinó el cuadro.

—Es un Sorolla —dijo ella.

A la luz del candelero se descubrían, si no los matices, al menos la figura: una Mariana joven, cuyo rostro se adelantaba, vigoroso, dominante, seguro de sí mismo. Decir que era bonita ponía límites demasiado estrechos a la realidad representada en el cuadro. Sin embargo, aquel rostro atraía, no por su perfección, sino por su vitalidad, contenida y como frenada por la sonrisa.

Carlos se volvió, y alumbró el rostro de doña Mariana.

—No compares —dijo ella sonriendo—. Lo de ahora es una ruina.

—Si eso que tiene usted que contarme de mi padre es que se enamoró de usted, me lo explico; pero si, además, me dice que lo abandonó todo por usted, o que por voluntad de usted fue vil o heroico, lo creeré mejor.

Doña Mariana movió la cabeza v sonrió con ternura.

—No tanto, hijo, no tanto.

—Usted me ha dicho repetidas veces que me parezco a él, y voy presintiendo que el parecido es más grande de lo que usted sospecha. Quizá, como yo, mi padre careciese de voluntad. En tal caso, habrá sido un descanso para él entregarse a usted y limitarse a obedecer.

—Tampoco.

—Estoy describiéndole lo que yo habría hecho si usted se hubiera tropezado conmigo, y no es imaginación, sino recuerdo de una experiencia. Zarah es también una mujer fuerte, y yo, junto a ella, he sido vil, porque lo que ella me ofrecía lo era.

—Sin embargo, te has apartado.

—Todavía no sé cómo.

—Tu padre era débil, pero sólo aparentemente. Fue, como tú, capaz de dejar lo que le importaba, quizá lo que amaba, y esto le sucedió dos veces en su vida. Muchas veces he intentado entender su debilidad, que acaso no lo fuese, sino tan sólo falta de entusiasmo por lo que la vida le daba. Tu padre, como tú, pensaba mucho.

Carlos había dejado el candelabro sobre la consola. Doña Mariana encendió en sus velas las del candelabro parejo.

—Pero yo no quería hablarte de esto ahora. Te traje aquí para que vieses si tenía importancia el llevar en las venas una sangre y no otra. No me refiero, como puedes suponer, a importancia social, o a que tú y yo y todos nosotros nos pongamos a presumir de nobleza, porque todo eso va de capa caída; pero es indudable que el nacer de unos padres y no de otros da muchas cosas hechas, y otras, en cambio, las hace imposibles. Cuando uno nace, le regalan la figura y el temperamento: uno es guapo o feo según los padres que ha tenido; es fuerte o débil, es listo o burro. Yo vengo de Mariana Quiroga, que fue una mujer hecha y derecha, y por eso lo soy también. Si ella se hubiera casado con tu tatarabuelo y no con e1 mío, acaso ahora el fuerte serías tú, y yo no pasaría de ser una pobre y débil mujer.

Se sentó en un sillón.

—No vale de nada alegrarse o entristecerse por el pasado. Las cosas son como son y están bien así. Vosotros sois débiles y os da por pensar. Sois inteligentes y abúlicos. Ponen en vuestras manos una pera madura, y en vez de morderla, os echáis a investigar de dónde salió, y por qué no está en el árbol y sí en vuestras manos. A tu padre, lo que le gustaba era averiguar si comerse la pera era o no moral: nunca supo echar mano de lo que le apetecía, y eso que lo tuvo a su alcance…

Carlos permanecía apoyado en la consola. Miraba alternativamente a doña Mariana y a su retrato.

—Poco antes de casarse —continuó ella—, cuando vine a Pueblanueva, tu padre había descubierto ya la existencia de la otra Mariana, de ésa, y andaba muy interesado por escribir su historia. Venía todas las tardes a esta casa, revolvía papeles y merendaba conmigo. Me hablaba con entusiasmo de lo que iba descubriendo. Y resulta que no sólo tu tatarabuelo, sino varios tatarabuelos más, quisieron casarse con ella. Mariana Quiroga hubiera tenido que casarse alternativamente con un Aldán, con un Sarmiento, con un Deza, y con alguno de sus primos Quirogas, y dar a cada uno un hijo vigoroso; de esta manera, quizá todos vosotros seríais ahora fuertes y realistas como ella; no hubierais perdido el gusto de mandar, y no se os hubiera ido el pueblo de las manos. Pero aquellas gentes habrían visto mal que la chica se convirtiera en una especie de incubadora, y a ella misma no le hubiese apetecido. Por todo lo cual vosotros sois como sois, y yo estoy sola en el pueblo para hacer frente a los que quieren hundirnos.

Asió a Carlos de un brazo y lo atrajo hasta sentarlo junto a ella.

—Mira. A mí, los otros Churruchaos me importan menos. Allá ellos con su vida y con su destino. Pero tú me tocas más de cerca. No quiero que Cayetano te hunda como a los otros. Tu madre sospechaba que esto habría de suceder alguna vez, y por eso te alejó de aquí y quiso hacerte un hombre poderoso. Se equivocó en los medios. ¡Ah, si tu madre hubiera olvidado sus rencores y me hubiera dejado encaminar tu vida! Pero me tenía miedo. Todos me tienen miedo, y me lo tiene también ese bobo de Gonzalo. El miedo de los otros ha frustrado muchas cosas; pero lo que siento ahora es que tu madre se haya equivocado, eme comprendes? Tenía que llegar este día en que vinieras a recobrar tu herencia, y ahora no tienes armas para defenderla. ¿Cómo vas a hacerlo, si sospecho que no te importa?

Al llegar a este punto —interrumpió Carlos—, no la entiendo bien; pero si a lo que se refiere usted es a esa herencia de mando y de poder que nos ha arrebatado Cayetano…

—¡No! Del todo, no. Todavía mando mucho.

—Aunque así sea. El mando no me interesa, efectivamente, ni probablemente nada de esa herencia. Empiezo a comprender lo que mi madre quería de mí, pero mi madre había olvidado mi derecho a mi vida propia.

Hizo una pequeña pausa.

—Los hombres hemos cambiado. Reconozco que mi cabello y mis narices pertenecen a toda esa gente pasada, e incluso admito que si esa dama del retrato se hubiera casado con mi tatarabuelo, yo sería de otra manera, quizá más fuerte de lo que soy; pero, en ese caso, emplearía mi fuerza en hacer mi vida.

—Eres como tu padre: débil y terco.

Le cogió repentinamente una mano:

—… y simpático. Me parece que voy a quererte mucho.

IV

Cenaron, con fondo de flamenquerías anticuadas al gramófono, sin que las palabras importantes volviesen a surgir; sino que Carlos, solicitado por doña Mariana, volvió a contar cosas de Viena y de como se vivía allí, de las diversiones de la gente y de las personas que sonaban en la ciudad; de lo que Carlos poco pudo decirle, ya que,sólo sabía de los hombres de ciencia, de los líderes políticos y de algún otro artista. Doña Mariana no había estado nunca en Berlín, y Carlos lo comparó con Viena, las ciudades y las personas. Entró la
Rucha
con el recado de que Xirome quería ver a la señora. Doña Mariana mandó que pasase, y Xirome,, desde la puerta, pidió permiso. Era un cuarentón de rostro curtido y cabello rubio, vestido de mahón deslucido, con botas de aguas, zamarra y una boina chica a la que daba vueltas entre las manos. Parecía muy apurado. Doña Mariana le mandó que hablase, y él contó la pelea habida en la taberna del
Cubano
entre unos marineros de su barco y unos obreros de la factoría. El bochinche se había armado porque los obreros, medio borrachos, se habían metido con «el señor Aldán», que hablaba a los marineros, según costumbre, de la revolución.

—¿Pudieron más los nuestros? —preguntó doña Mariana, interesada; y Xirome le respondió que, en general, los marineros se habían retraído, y que el suceso, todavía en marcha y en fase intermedia de disputa, parecía reducido a dos hombres de cada bando.

—¡Hay que pegarles! —casi gritó doña Mariana—. ¿Cómo andáis de vino?

Xirome le respondió que mal.

—Toma dinero, y paga una ronda, o dos, o las que hagan falta, a los nuestros, y si alguno tiene apetito, que coma también.

Se levantó briosa, salió un momento y volvió con un billete en la mano.

—Ahí va el dinero.

Xirome lo cogió con evidente sorpresa.

—¿No es mucho?

—Ya me traerás lo que sobre, si sobra. Pero me disgustaría que ganasen los de la UGT.

Xirome llevó la mano a la frente y salió pitando, la
Rucha
tras él. Y doña Mariana, antes de sentarse, cogió del anaquel una botella de licor y sirvió dos copas.

—Esto hay que celebrarlo.

Tendió la suya a Carlos.

—¿Qué es lo que celebramos?

—La paliza que mis hombres darán a los de Cayetano.

—No entiendo nada. Y menos esa mención de la UGT que usted ha hecho. Eso me ha sorprendido más que otra cosa.

—Los del astillero están afiliados a la UGT, sólo porque mis pescadores pertenecen a la CNT.

—¿Sus pescadores?

—Todos los barcos de pesca de Pueblanueva son míos. Un mal negocio, puedes creerme, en estos tiempos de poca pesca. Si liquido a cero la temporada me daré por contenta. Pero, aunque me cuesten dinero, no amarraré los barcos.

A pesar de la explicación, Carlos seguía sin entender. Había quedado con la copa de licor en la mano, sin probarla, y miraba a doña Mariana. Se atrevió a preguntarle, un poco en broma:

—¿Por filantropía?

—No, hijo. Por hacerle la pascua a Cayetano. Él quiere acabar con la pesca, no porque le estorbe en sus negocios, sino sólo por ser el amo de la villa, y que aquí nadie gane un real que no sea suyo. Y a mí no me da la gana.

Bebió un sorbo de licor de la media copa que se había servido.

—Ya sé —dijo luego— que al final ganará él, pero será cuando yo muera. Lo siento por los pescadores. Les hará pasar hambre y entrar por el aro antes de admitirlos en el astillero. Pero, los pobres, ¿qué van a hacer? El que me herede no estará dispuesto a jugarse el dinero por una terquedad mía.

Miró a Carlos con seriedad súbita.

—Tú, por ejemplo, no lo harías, ¿verdad?

—¿Yo?

Acaso no comprendas que con mi dinero, con mis tierras y con mis barcos pueda legar a quien me herede ciertas obligaciones morales. No creo, incluso, que ningún notario se atreviese a escribirlas en mi testamento.

Se puso de pie, y, por hacer algo, cogió la botella de licor y la devolvió al anaquel. De espaldas a Carlos, continuó:

—La gente es imbécil. Si se me ocurriera dejar mi dinero para un hospital, lo encontrarían razonable; pero si lo dejo para que se impida a Cayetano Salgado mandar en el pueblo y hacer su santa voluntad, que no es santa, lo encontrarían disparatado. Y, sin embargo…

Se volvió a Carlos. Sus manos se movían lentas, elocuentes.

—El padre de Cayetano es mi amigo. No fue nunca mi amante, y hoy es ya un viejo chocho, una ruina babeante, pero fue mi amigo, todo lo amigo que puede ser un perro fiel. A Jaime le duele la enemistad entre su hijo y yo, que no puede ser sino eso, enemistad. Jaime espera que el lío se arregle, como en las comedias, con una boda. Cayetano Salgado con Germaine Sarmiento. ¿Lo encuentras bonito? A la madre de Cayetano le parece de perlas, porque ella siempre soñó que su hijo fuera dueño de esta casa y de todo lo bueno que haya en diez leguas a la redonda. A mí me parece monstruoso. Si mi sobrina llegase a casarse con Cayetano, creo que mis huesos se levantarían y vendrían una noche a asesinarla.

Cerró los puños con brío.

—Cayetano es un asqueroso. Será la primera persona de quien te hablen en el pueblo, antes que de mí, porque a mí me odian, pero a él le temen. Te contarán que es un conquistador, que no hay mujer que se le resista, y el que te lo cuente tendrá sus razones para convencerte, porque es muy probable que su mujer, si es todavía joven, o su hija, si la tiene, se hayan acostado con Cayetano. Y yo me pregunto qué diablo tiene un hombre en el alma para portarse así.

Sonrió de pronto.

—Esa chica que vino contigo en el autobús, Rosario la
Galana
, es la de turno. Lleva un mes con ella, o cosa así; le durará el tiempo que tarde en encapricharse de otra.

Sonaron, en aquel momento, dos disparos lejanos, apagados los estampidos por la lluvia; y, luego, como un rumor de voces alteradas y de gritos. Carlos corrió a la ventana y la abrió. Al final de la calle, hacia el otro extremo del pueblo, se veían bultos de gentes que corrían, y, a los gritos que daban, se sumaban chillidos de mujeres.

—Eso han sido los del astillero —dijo doña Mariana.

—¿Quiere usted que vaya a ver qué sucede?

—No deseo que te mezcles en el lío.

—Sin embargo… —y por reforzar su deseo, agregó—: Recuerde que Aldán está allí.

Se acercó a la ventana y miró también. El tumulto parecía sosegarse; ya no gritaban las mujeres, y las sombras humanas desaparecían por una puerta.

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