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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (6 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Tomó un sorbo de sopa.

—Tu madre no quiso nunca que vinieses aquí, y tenía, a su modo, razón. No debes venir para quedarte. Pero yo, ahora, me alegro de que hayas venido, porque lo que aquí puedas saber y conocer te hará más hombre.

Le miró con una sonrisa jovial, por encima de las gafas.

—Quizá entonces dejes de ser para mí el hijo de Fernando, y seas Carlos.

Carlos, sin embargo, no sonreía, ni la miraba siquiera. Con la vista baja, revolvía inútilmente la sopa con la cuchara. Sus cautelas no le habían servido para evitar una conversación de tema imprevisible y cuyas causas no podía imaginarse.

—No esperabas esto, ¿verdad? O, al menos, no lo esperabas tan pronto.

—Desde luego, no lo esperaba.

—Es posible que haya sido un poco brusca, y que las conversaciones serias debiera haberlas dejado para más tarde o para dentro de algunos días. Pero, ya lo ves, salió solo. No obstante, no hay por qué hablar de esto ahora.

—Sin embargo, hemos comenzado.

—He comenzado yo, porque tú no has dicho nada.

—Estoy algo confuso. Lo inesperado no es sólo que me hable usted de mis padres. Usted misma es inesperada.

Doña Mariana rió.

—En cuatro años de correspondencia, tuviste tiempo de darte cuenta de que soy una vieja loca. Pero, loca o no, soy la única superviviente de unos acontecimientos a los que debes la vida. Si te los ocultase, andarías por el mundo como un hijo de nadie. Porque yo pienso que no basta tener un nombre, y aparecer en un registro como hijo de Fulano y Fulana. Fulano y Fulana son siempre algo más que ¡in nombre, y es por ese algo por lo que somos verdaderamente hijos de nuestros padres. Lo demás…

Se interrumpió. Tomó apresuradamente unas cucharadas de sopa, pero no era la sopa lo que importaba en aquel momento.

—Yo, por ejemplo —dijo luego, con sencillez—, he tenido un hijo que no tiene mío más que la vida física y el dinero.

Entraba la
Rucha
con el pescado, y doña Mariana volvió a enmudecer.

Cuando quedaron solos de nuevo, Carlos le respondió:

—Creí que era usted soltera.

—Lo soy.

Carlos bajó la voz al responder.

—No creo haber dado lugar, ni haber pretendido, que usted hiciera una confidencia de esa naturaleza.

—Lo primero que te dirán en Pueblanueva —interrumpió ella, como sin darle importancia— es que doña Mariana Sarmiento ha tenido un hijo de soltera. Tienen necesidad de decirlo a todo el mundo, y más a ti. Te lo dirán, además, bien adobado de mentiras. Pero, aunque así no fuera, te lo hubiera dicho igual. Acabarás comprendiendo por qué, entre nosotros, las cosas tienen que quedar claras, y es natural que sea yo la que empiece.

Entraba otra vez la
Rucha
.

—Ahora bien: todo esto puede quedar para más tarde. Empiezo a pensar que ha sido prematuro. Yo debía de haberte preguntado cosas tuyas.

No sé nada de ti, y quiero saberlo todo, o quizá necesite saberlo.

Dejó sobre el plato los cubiertos, y, mientras la
Rucha
retiraba el servicio, ella permaneció en silencio, con la cabeza un poco baja.

—Nunca se te ocurrió pensar que fueras tan importante para una persona que apenas te conocía, ¿verdad?

Carlos meneó la cabeza.

—Comprendo, sin embargo, que no es por mí mismo, sino que el interés de usted, como antes dije, lo recibo en herencia. ¿No es eso?

Rió, sin forzar la risa, sin reticencia. Doña Mariana rió también, y añadió algo como «¡Ya seguiremos hablando!». Bebió un sorbo de vino, y, mientras bebía, miraba a Carlos, ofreciéndole el brindis. Él bebió también.

—No sé por qué me parece que vamos a entendernos. Y me alegra, caramba, ya lo creo que me alegra. Tenía un poco de miedo a tu llegada. Eso de ser médico de locos da cierta importancia, y pudiera suceder que tú te la dieras y te parecieran enojosos mis sentimientos.

Para tomar café, le llevó a una salita tan elegante como el comedor, pero menos solemne y más graciosa. Habían encendido la chimenea, pero ellos tomaron asiento alrededor de la camilla. Carlos se fijó por primera vez en que no había luz eléctrica, sino candelabros con velas, cuyo uso diario parecía evidente, y quinqués de petróleo. Doña Mariana le explicó que la luz eléctrica le molestaba, y que el quinqué y las velas le gustaban más.

—Y no hallo razón para privarme de lo que me gusta. Por otra parte, así estaba mi casa cuando la heredé; y así quedará cuando muera. La única novedad es ese gramófono que ves ahí, con esa horrible corneta verde. Comprendo que desentona, pero a mí me han gustado siempre la ópera italiana y los cuplés picarescos, y cuando quiero oírlos, como ya no voy al teatro, los toco en el gramófono, y ya está.

Se levantó rápidamente, cogió un disco al azar y lo puso sobre el platillo. El gramófono empezó a cantar:

¡Ay qué tío tan atroz!

¡Qué pellizco más feroz!,

me dio en la parte posterior saliente,

que me dejó toda la región doliente;

pero luego se calmó…

—¿No te divierte? —dijo, riendo, doña Mariana.

Carlos confesó que sí.

—No creas que sólo escucho frivolidades. Por ahí andan Anselmi, Caruso, Tita Ruffo,
El Toreador
, el
Spirito Gentile
y todo lo que nos entusiasmaba en el Real cuando yo era joven. Pero no vivo de recuerdos. Estoy encantada de mi edad, tengo muchas cosas que hacer todavía, y me queda muy poco tiempo para la nostalgia.

Los nombres de los tenores habían recordado a Carlos su visita a Gonzalo Sarmiento y los retratos de divos recortados de revistas.

—Es curioso. La afición a la ópera, ¿es cosa de familia?

—¿Por qué?

—Todos estos tenores que usted acaba de nombrar, y muchos más, los he visto retratados en casa de su pariente.

—¿Quieres decir en casa de Gonzalo? ¡Dios mío! ¡No había vuelto a recordarle! ¿Le has visto? ¿Cómo es Germaine?

—No lo sé. Está en un colegio de Normandía y no he podido verla, pero traigo un retrato suyo. Espere un momento.

Salió a buscar el retrato y se lo entregó a doña Mariana. Ella quedó un rato mirándolo, con las gafas montadas sobre la nariz, muy hacia la punta.

—Es linda, ¿eh?

Carlos asintió.

—Si su padre no fuese un cabezón, esta chica estaría conmigo hace mucho tiempo. Es mi única heredera.

Carlos relató su entrevista en la casita de Montmartre.

—Gonzalo es un imbécil. Lleva treinta y cinco años en París. Quiso ser escritor y no pasó de mendigo. Tuvo que vender de su patrimonio y ahora vive de lo que le mando. Lo hago por la chica, no por él. Y en estas condiciones, se atreve a rechazar mis ofrecimientos. ¿Qué piensa? ¿Que yo no sabría educar a mi sobrina, o que Pueblanueva es poco para ella?

—Tengo la impresión de que su primo vive con alguien. No estaba muy tranquilo conmigo, y deseaba echarme cuanto antes. Era evidente que quería ocultarme algo.

—Puede suceder que se haya vuelto a casar o que…

Se encogió de hombros.

—Allá él. Cuanto antes se lo lleve la trampa, mejor para su hija.

Cambió de conversación. Hizo preguntas a Carlos sobre su vida en Viena y en Berlín. Viena, sobre todo, le interesaba.

—Estuve allí hace mucho tiempo. Era una ciudad hermosa y divertida. ¿Lo es todavía?

Doña Mariana se refirió a lugares que Carlos desconocía casi enteramente.

—Hermosa sí, pero también triste. La estropeó la guerra.

—Entonces, hijo, ¿qué vida hacías allí?

—La de estudiante pobre.

—Pero ¿no has sentido nunca el deseo de salir de la pobreza, de vivir de otra manera? Tu padre no era así. —Señaló con un gesto el gramófono y los discos. —Hemos ido mil veces juntos a la ópera, cuando él estaba en Madrid. Era un gran tipo tu padre, y le sentaba muy bien el frac.

—Le confieso que, a mi llegada a Viena, también me tiraba esa vida, y alguna vez he alquilado un
smoking
para ir a los conciertos de gala, pero después…

—¿No te alcanzaba el dinero?

—Simplemente dejó de gustarme.

—Y, ¿cómo te decidiste a regresar?

Estuvo a punto de declararle su curiosidad por lo que se ocultaba detrás de una puerta tapiada, pero prefirió mentir.

—Necesito encerrarme una temporada. Si he de ser catedrático…

—¿Tienes novia? —le preguntó doña Mariana de sopetón.

Carlos vaciló de manera visible.

—Novia, o amante, o algo así. No te avergüences de decirlo, porque carezco de prejuicios.

—Había una mujer de la que deseaba separarme.

—¿La quieres?

—No. No creo haberla querido nunca.

En los ojos de doña Mariana resplandeció una rápida alegría.

—Una de las cosas que temía era que una mujer tirase de ti, y sin embargo, sería lo natural.

III

Fue doña Mariana quien indicó la conveniencia de darse una vuelta por la casa de Carlos, para que viese cómo estaba aquello. Mandó que enganchasen su coche, anticuado, que a Carlos parecía delicioso, y dando un rodeo por la carretera, llegaron al pato. Estaba cerrado el gran portón de hierro de la entrada. Lo abrieron entre Carlos y el cochero, con ruido de hierros desvencijados. El coche fue dando tumbos, por la avenida embarrada, hasta la puerta de la casa, que también hubo que abrir entre dos. Se fijó Carlos en el Jardín, cuya traza se perdía por la invasión de zarzas v saúcos nacidos en todas partes; en la hiedra que trepaba por los troncos v las paredes; en las verbenas crecidas en los aleros y en las junturas de las piedras.

El zaguán, v la casa toda, olían a humedad. Faltaban, algunos cristales en las ventanas; las cortinas se habían descolgado por alguna parte, v así pendían, movidas del viento. Crujían los entarimados, y las puertas, al abrirse, cantaban sobre los goznes una canción perezosa y monótona. Los muebles, grandes, sin brillo, con las tapicerías deslucidas. Los vidrios de los cuadros habían perdido transparencia. Había, en todas partes, desconchados, manchas de humedad. Entraron en el sobrado; el piano atrajo a Carlos: le, abrió v tocó una escala. Sonaba mal. Se volvió hacia doña Mariana.

—Esto es una ruina.

—En todo caso, no me parece lugar adecuado para ti, si piensas encerrarte a estudiar. Eso necesitará, por lo menos, un poco de calor, y aquí hace un frío que hiela.

Se sopló los dedos a través de los guantes.

—Debe darte mucha tristeza, si recuerdas cómo estaba la casa cuando eras niño.

—No recuerdo nada en absoluto. Es decir…

Miró a su alrededor.

—Por alguna parte había una puerta cerrada. Mi madre hizo venir a un albañil para que la tapiase. Es lo único que recuerdo con toda claridad.

Doña Mariana se echó a reír.

—No puede ser la habitación del fantasma. En Pueblanueva nunca los hubo, y menos en tu casa. Sería algún capricho de tu madre.

Señaló un rincón del estrado.

—Si el piso estaba tan podrido como ése, no fue más que una precaución razonable.

Carlos se encogió de hombros.

—Lo único que sé es que era la habitación de la torre.

Doña Mariana se había sentado, con cautela, en un sillón. Levantó el rostro hacia Carlos.

—Entonces —dijo, con repentina seriedad— lo que tu madre quiso fue ocultarte el lugar donde tu padre pasó diez años de su vida, antes de casarse, y casi todo el tiempo que estuvo casado. Sigue siendo una precaución razonable. Por lo mismo, te alejó de Pueblanueva cuando fuiste bachiller, y no te permitió volver.

Carlos se sentó también, y permaneció unos instantes en silencio.

—Es curioso. Desde hace un par de meses, el recuerdo de esa puerta tapiada no se aparta de mí. No olvide usted que, entonces, trabajaba en una clínica de Berlín. Me hubiera sido fácil pedir a un compañero que me escuchase y que me ayudase a esclarecer las razones por las que aquel recuerdo, olvidado tantos años, volvía a la conciencia, y por qué precisamente éste y no otro. Sabe Dios las cosas que hubieran salido a relucir, pero, en principio, yo no debía temerlas. Por el contrario, me hallaba en la obligación profesional de sacarlas a luz y de curarme de ellas, porque a un psicoanalista en ejercicio le está vedado, al menos teóricamente, padecer complejos de cualquier clase. Sin embargo, no lo hice, ni pensé hacerlo; y no porque temiese descubrir un mundo de recuerdos monstruosos, que me avergonzase o me destruyese, sino porque preferí dejar que reviviera el recuerdo y marchara solo, a ver a dónde me conducía. Fue, en cierto modo, una experiencia hecha sobre mí mismo. Y ya ve usted a dónde me ha traído.

Sacó un pitillo y lo encendió.

—Yo he creído siempre que hay cierta clase de hombres que va a donde quiere; y que otros van a donde les llevan las circunstancias. Me tuve siempre por abúlico, y lo soy. Pero esto de ahora me hace pensar en el Destino.

Doña Mariana dio un respingo.

—No se asuste —continuó Carlos—. Una mujer que tenía ciertos proyectos sobre mí, me había trazado un camino que incluía también la muerte, una muerte casi a plazo fijo. Si yo no hubiera recordado la puerta que mi madre mandó tapiar, hubiera continuado al lado de Zarah y dentro de unos años hubiera muerto con ella. Le aseguro que estábamos reciamente atados, no por amor, ni siquiera por la costumbre, sino por una especie de sumisión tácita que yo no estaba capacitado para discutir; la voluntad de Zarah era más fuerte que la mía y si yo hubiera querido abandonarla por una decisión consciente, no hubiera podido. Sin embargo, algo tan tenue como un recuerdo nos ha separado. Y ahora resulta que el recuerdo me trae a un pasado que no me preocupó jamás, sin el que hubiera podido vivir tranquilamente; justo frente a lo que mi madre quiso alejar de mí y usted pretende que yo conozca. ¿No lo encuentra un poco raro? A mí, por lo menos, me llena de perplejidad. Soy un hombre de ciencia; puedo creer o no en la libertad, pero jamás he creído en el Destino. El Destino no es un factor científico.

Dio un par de chupadas al pitillo. Doña Mariana había enmudecido y le escuchaba con atención; parecía querer sacarle las palabras con la mirada.

—¿No dice usted nada?

—¿Qué quieres que te diga? —hizo una pausa y sonrió—. Hablas de cosas que no entiendo.

—Pero puede comprender, al menos, que me hallo en un brete. Acaso detrás de esa puerta no exista más que una habitación vacía. Sé, por lo menos, que no estará allí el cadáver de mi padre, ni nada melodramático. Habrá, todo lo más, huellas de su vida, o quizá ni eso, sino sus trajes y sus zapatos, lo que dejó al huir y que mi madre escondió para que yo no le hiciese preguntas molestas. Pero queda lo que usted sabe. Tengo que elegir entre abrir la puerta y escucharla a usted, o dejar la puerta como está y rogarle que se guarde sus historias. Tengo que elegir y no me siento libre de hacerlo, porque ahora mismo la curiosidad puede más que yo. Una curiosidad, si se quiere, científica. Necesito explicarme lo que, de momento, me resulta inexplicable.

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