Los gozos y las sombras (124 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Procedamos por orden. A mí me importa un bledo que hagan trampa en la lotería, porque no juego. Pero aquí no se trataba de eso. La lotería no va a hacernos ricos, pero lo que puede pasar entre el amo y la francesa es una cuestión importante. Porque imaginemos que las cosas van bien y se casan. ¡Qué tranquilidad, caballeros, para los padres de familia, para los maridos, para los novios! Porque es de suponer que el amo, una vez casado…

Se abrió la puerta del casino y entró, despavorido, el médico. Se detuvo junto a la mesa de juego. Echaba los bofes.

—¿Y ustedes aquí, tan tranquilos?

—¿Qué sucede? ¿Murió alguien?

El médico se limpió el sudor de la frente.

—La francesa. Llegó la francesa. ¡Qué mujer, Dios! Lo que cada cual tiene en su casa es pura caca, y perdonen la manera de señalar.

Se sentó en la silla que le ofrecían.

—Una mujer como Dios manda, delgada, pero llenita; distinguida, y no estas vacas que usamos por aquí.

—También la Vieja era delgada.

—Pues ésta es como la Vieja, pero en guapo. Así de alta, pero se contonea, y se le mueven las ancas al andar. Es una mujer como esas de los figurines. ¡Y cómo viste! Claro, viene de París.

—Aquí hemos llegado al acuerdo de que no nos interesa.

—Como las uvas verdes.

—Y todo lo que el pueblo pueda tener con ella, lo delegamos en Cayetano.

—Les advierto que no viene sola. Tiene que ser su padre el que la acompaña, porque tiene cara de Churruchao. De modo que…

—¿Ha sido alguna vez un padre obstáculo para don Juan? La existencia de un padre pondrá la cosa más apetecible. Si no, al tiempo…

—¿Y qué hizo cuando llegó? ¿Saludó al pueblo?

—Bajó del coche. Aquello estaba lleno de gente. Pues como si nada: ayudó a su padre y, con él del brazo, se metió en casa. Don Carlos, al ver tanta gente, reía.

—Don Carlos ríe siempre.

—Tendrá derecho, ¿no?

—Tendrá derecho, pero a mí ya me empieza a fastidiar, porque don Carlos ríe desde arriba, ¿me entiende?, y aquí, el único que está verdaderamente arriba, no ríe nunca —don Lino remató el párrafo con un movimiento enérgico de la mano.

—Hombre, no exagere. A veces también ríe.

—Y entonces es peor. No. El que ríe desde arriba se ríe de alguien, y de mí no se ríe nadie.

Cayetano llegó, efectivamente, serio. No se quitó la boina.

—¿No hay partida?

—Estábamos charlando.

—De la francesa, como si lo viera.

—Es el tema del día.

Cayetano se sentó, se quitó la boina y la dejó sobre la mesa.

—Merecían ustedes ser eternamente esclavos. Como los esclavos, no piensan más que en comer y en divertirse. Del resto, que se preocupe el amo. Pero el amo está a punto de cansarse.

Cubeiro echó un pitillo sobre el tapete verde, hacia el lado de Cayetano.

—No creo que sea para ponerse así. Hacemos lo de siempre. Y usted, ¿qué más quiere? Depositamos en usted la confianza: para eso manda. Alguna ventaja había de traernos la esclavitud.

Cayetano rechazó el pitillo y sacó la pipa.

—¿Saben ustedes que hay una amenaza de hambre sobre el pueblo?

—No será por la pesca.

—El pueblo no vive de la pesca, sino del astillero. Todos ustedes comen gracias al astillero.

—Menos yo —interrumpió don Lino—. Yo soy un funcionario de la República.

—¡Buena está la República! ¡Y mucho les importa a los que gobiernan que todo un pueblo se quede en la miseria!

Empezó a encender la pipa. El mechero no funcionaba. Tres cajas de cerillas cayeron en la mesa. El juez ofreció el fuego de su encendedor.

—Gracias.

Echó dos o tres bocanadas seguidas. Tenía el rostro serio y el ceño fruncido. Cubeiro hizo una seña a don Lino, que, a su vez, recogía una mirada inquieta del juez. A don Baldomero se le había hinchado la vena de la frente, y sus ojos saltaban de las fichas del juego a los ojos de Cayetano.

—Los Bancos regionales acaban de negarme el crédito. ¡A mí, al industrial más honrado y próspero de la provincia! ¡A una firma que en toda su historia no registra una letra impagada ni un compromiso sin cumplir! Pues acaban de decirme: si tiene usted dinero, trabaje con él; si no lo tiene, cierre el negocio. Nosotros no le damos ni un céntimo.

—Pero usted es rico —dijo, trémulo, don Baldomero.

—Sólo relativamente. Un industrial moderno no gana para guardar, sino para ampliar su industria. Tengo dinero, claro, pero no para hacer frente a seis meses de trabajo. Para eso están los Bancos. Pero a los Bancos, al parecer, les interesa mi ruina. Quieren desacreditarme ante los sindicatos. En el fondo, se trata de una maniobra preelectoral. Como se dice que va a haber elecciones…

—Pueden cambiar las cosas —añadió don Lino, en tono casi consternado—. El actual régimen bancario es algo que no debe durar, usted lo sabe: hay proyectos muy bien pensados de nacionalización. Y, mientras tanto, una intervención del Estado dará la solución al caso. Hay diputados que lo denunciarán con gusto en el Parlamento, y no faltan banqueros inteligentes, afectos a la República.

—Quizá no falten, quizá, y pueden cambiar las cosas…

El tono de Cayetano carecía de altivez; se volvió a don Lino, le miró y le habló —por primera vez— como a un igual; y don Lino se sintió tan satisfecho, que le echó mano al hombro y le dio unas palmadas amistosas.

—¿Quién lo duda? Pero no espero nada del Parlamento. Si no barremos a esa pandilla que nos gobierna, mal lo vamos a pasar. Tendré que vender el astillero.

Cinco rostros consternados se inclinaron sobre la mesa; cinco rostros interrogantes.

—¿Vender? ¿Dijo usted vender?

—Como suena. Se me ha declarado la guerra a muerte. ¿Y saben ustedes por qué? Porque he rechazado la intervención ajena. La Patronal de Vigo intentó controlarme. ¡Soy un mal ejemplo porque pago a mis obreros mejor que ellos! Don Carlos Deza lo sabe. Él podrá contarles.

—¡Mucho le importará ahora a don Carlos Deza! Con la francesa en casa…

—La francesa, señores, podía habernos divertido mucho en otra ocasión. Incluso a mí, ¿quién lo duda? Pero en ésta…

Quedó en silencio. Todos se habían puesto serios. Circuló una cajetilla.

—Lo que nosotros podamos hacer… —dijo, casi susurró, Cubeiro.

—¿Ustedes? ¡Arreglado estaba el porvenir del pueblo, si estuviera en manos como las de usted!

Apartó la silla y se levantó.

—He querido que lo supieran, y deseo que se entere todo el mundo.

—Pero… ¿va a haber despidos?

—No, al menos de momento. Mientras me sea posible, aguantaré sin perjudicar a nadie. Pero quizá llegue un día en que necesite la cooperación de todos.

Se volvió a don Lino. El maestro dio un pequeño repeluzno.

—A usted también, don Lino, de manera especial. Dicen que va a haber elecciones. Si las ganamos nosotros, saldrá usted diputado. Y si las perdemos…

Se puso la boina.

—… Pueblanueva del Conde se dedicará a la pesca. ¡Ya verán qué bien lo pasan! Y yo dejaré de mandar, para que mande la francesa.

Acostaron a don Gonzalo nada más llegar: le había cogido el frío en el camino, tosía y tenía calambres. La
Rucha
encendió la chimenea y calentó la cama con botellas de agua; añadió mantas y trajo un chal negro de doña Mariana para que don Gonzalo se envolviese mientras comía. Le sirvió Germaine, y le ayudó: partió la carne en pedazos, mondó la fruta y probó el café, a ver si estaba bien azucarado. Hablaban en francés. Carlos, desde un rincón, escuchaba en silencio y esperaba.

Ahora dormirá —dijo Germaine—, y podremos comer nosotros.

La
Rucha
hija se había emperifollado. Traía el pelo más rizo, los pechos más agudos y el encañonado de la cofia hecho un primor. Sirvió la comida sin errores. Carlos la felicitó. Germaine había salido a ver si su padre dormía. La
Rucha
preguntó:

—¿Y usted cree que la señorita me llevará consigo?

—¿Consigo? ¿Adónde?

A París, cuando se vaya.

Don Gonzalo ya dormía. La
Rucha
trajo el café. Germaine rechazó el coñac que Carlos le había servido.

—No puedo beber. No conviene para la voz.

Estaba sentada junto a la chimenea, cerca del fuego. Los leños ardían con llamas largas. Carlos, inmóvil, con la taza en las manos, miraba las de Germaine. Ella hablaba de París, de su carrera. Había terminado los estudios en el conservatorio, pero necesitaba perfeccionarse con cierto maestro famoso: porque su voz lo necesitaba —primores técnicos ante cuya mención Carlos ponía cara de absoluta ininteligencia— y porque el tal profesor tenía las llaves de la ópera.

—Cobra muy caro, una cantidad para mí inaccesible, y no le gustan las alumnas modestas, las alumnas que visten ropas reformadas. Para él, un buen abrigo es tan importante como una buena voz, y un pato a la naranja en La Tour d’Argent es el mejor modo de recomendarse. Tampoco le disgustan los nombres distinguidos. Espero que «Germana de Sarmiento» será de su agrado.

—¿Germana?

—Sí. En Francia es menos vulgar. Yo, allí, soy Germana, en español.

—¿Y por qué de Sarmiento?

—En Francia es necesario, al menos en el mundo en que voy a vivir.

—El gran mundo, claro. Debe de ser muy atractivo.

—En cualquier caso tiene que ser el mío. La gente pobre no va a la ópera.

Las manos de Germaine, largas, bien cuidadas, manejaban la taza de café con diestra sencillez, con elegancia un poco anticuada. Carlos imaginó a Gonzalo Sarmiento iniciando a su hija, desde muy niña, en el secreto de las buenas maneras. Aquel modo de moverse le hubiera gustado a doña Mariana: pertenecía a su tiempo. Como la ópera.

Carlos dijo entonces:

—¿Quieres que te enseñe ahora la casa o prefieres explorarla sola?

Germaine rió.

—¿Hay fantasmas? .

—No. Ha sido un descuido, lo comprendo. Pero tu tía no creía en ellos.

—En ese caso, enséñamela tú.

La llevó al salón. Estaban abiertas las maderas. Germaine, riendo, señaló los cuadros.

—¿Y decías que no hay fantasmas?

—Al menos, no son de los corrientes.

La cogió del brazo y la llevó frente al retrato de doña Mariana.

—Así era tu tía a los treinta años.

—Pero este cuadro, ahora, es tuyo, ¿verdad?

—Sí. Es mío.

Germaine lo miró unos instantes.

—Era guapa.

—¿Es todo lo que te sugiere?

—Bueno. Lleva un bonito traje, y un collar…

—El traje y el collar existen todavía.

Germaine se estremeció. La brillaron los ojos, cerró las manos bruscamente.

—¿Existe el collar? ¿Es mío?

Carlos no le respondió. Se acercó a un rincón, apartó un cuadro y abrió la caja fuerte. Germaine le siguió. Miraba, anhelante, las manos de Carlos manipulando en la cerradura de clave. Cuando quedó al descubierto el hueco oscuro de la caja, suspiró fuerte. Carlos la echó la mano libre por el hombro y la atrajo.

—Ven.

Metió la mano derecha, sacó el estuche y se lo ofreció, abierto.

—Toma. Póntelo.

Germaine extendió una mano temblorosa y cogió con fuerza el collar. El estuche, vacío, quedó en la mano de Carlos.

—¿Me lo das… para mí?

—Póntelo.

Germaine corrió al espejo, con el collar apretado en la mano.

—¿Quieres encender la luz? No veo bien.

—Tu tía detestaba la luz eléctrica.

Germaine aguantaba el collar abierto sobre el pecho. Carlos se lo abrochó.

—¡Para cantar
La Traviata
…!

Se volvió hacia Carlos.

—¿Es bueno?

—Esmeraldas. Montura antigua.

—Eso no importa. Para cantar
La Traviata
irá bien… ¡Es maravilloso! ¡Y cómo impresionará a mi maestro! Voy a enseñárselo a papá. Perdona.

Salió corriendo. Carlos vio en el espejo su propia cara, gris, desencantada.

—¡Germaine…! —murmuró, y le salió una sonrisa torcida en la esquina del labio.

Sacó de la caja fuerte varios estuches, una bolsita de terciopelo, un envoltorio de seda. Lo dejó todo sobre la mesa: los estuches, abiertos; la bolsita, vacía; el envoltorio, deshecho. Cuando Germaine regresó, le dijo:

Aunque hice un inventario de todo lo que hay en la casa, esto no figura en ninguna parte. Cualquiera que sea tu determinación respecto a la herencia, puedes llevarte estas cosas. Algunas de ellas te servirán, quizá, para cantar en el teatro. Están ahí todas las alhajas de tu tía, las arras con que se casaron las mujeres de tu familia, y algunas cosas más.

Empezó a cerrar los estuches.

—En cuanto a lo demás…, los fantasmas ya veo que no te interesan. Quizá te guste saber que la sillería es francesa y que lleva en este sitio ciento cincuenta años, como la alfombra.

—¡Ah! ¿Sí?

—Valen mucho dinero. Y ese piano…

—¡Ah! Pero ¿hay un piano? No me había fijado.

—No puedo decirte el tiempo que hace que no lo tocan. Si quieres…

Levantó la tapa.

—Está abierto.

Germaine tocó una escala.

—¡Y afinado!

—Tu tía esperaba que vinieras cualquier día. Y como le dije que en tu casa había piano…

Germaine se sentó y empezó a tocar.

—Suena bien. Es un buen piano —hizo una pausa—. ¿Te molesta que toque?

—Por ahí hay un musiquero con partituras.

—No es necesario. Algunas piezas las sé de memoria. Toco hace quince años.

Improvisó unos compases. Carlos se arrimó a la pared, escondió el rostro en un lugar oscuro.

—Voy a tocar algo para ti. ¡Has sido tan bueno! ¿O prefieres que cante?

—Como quieras.

—Primero, un vals de Chopin. Chopin fue un músico polaco del siglo pasado. Quizá hayas oído hablar de él.

—No. De eso, no entiendo.

Germaine empezó a tocar.

—Es un vals, ¿sabes?

Carlos no respondió. Se fijaba en los dedos, estudiaba la ejecución. Cuando Germaine terminó, dijo:

—Es bonito. Canta ahora.

—Voy a cantar…

Germaine cerró los ojos y echó la cabeza atrás. Su mano derecha buscó algo en el bolsillo. Empezó a inhalarse. ¡Flor, floc!

—Voy a cantar la habanera de
Carmen
. Eso lo conocerás, seguramente. Lo tocan mucho por radio.

—No tengo radio, pero quizá lo haya oído alguna vez. A tu tía le gustaban las coplas antiguas. Seguramente está entre sus discos.

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