Los gozos y las sombras (148 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¡Ahí le duele! Pero ¿lo hará el Gobierno? ¿Sabe siquiera que existimos?

Hincó en el suelo terrero la contera de su pata de palo y se incorporó. Las manos gruesas, crispadas, subrayaban la angustia de su voz.

—Tuvimos mala suerte. Aquí no puede decir nadie que se haya tirado una peseta. ¿Por qué vamos de cabeza? Porque no pudo hacerse nada de lo que tú pensabas. El material está viejo, y los cuatro patrones pescan como saben, a la buena de Dios. Quisimos traer uno de los que pescan a la moderna, y nos pedía un dineral y garantías, y, además, otros barcos. Sin embargo, con una pequeña ayuda podríamos, al menos, ir viviendo. Ya nadie piensa en otra cosa.

Señaló el mostrador y los anaqueles.

—A mí me deben más que nunca, y no espero cobrar. Tuve que vender unas tierras de mi mujer para pagar a los almacenistas. No me importa, lo doy por bien perdido. Pero ¡si al menos saliéramos adelante!

Se dejó caer en el banco. Juan le escuchaba sin mirarle. Carlos había vuelto a las sardinas. Fuera de la taberna, al rumor del trabajo se mezclaban pitidos de sirena.

—Y hemos tirado hasta aquí porque don Carlos nos adelantó dinero, más de cincuenta mil pesetas, que no podremos devolverle… ¡Cualquiera que lo diga, cincuenta mil pesetas, y todo lo que se debe, y dos barcos hipotecados, y la gente no ha ganado para comprarse ropa de invierno…!

Se levantó bruscamente y dio unos pasos hacia el fondo de la habitación.

—Hubiera sido mejor agachar la cabeza y pedir trabajo en el astillero. Al menos, después de muerta doña Mariana… Porque en el astillero hay peón que gana nueve pesetas, con médico gratis, y medicinas, y quince días de vacaciones en el verano. Está visto que la pesca no es negocio…

Juan apartó el plato vacío y se limpió la boca con la servilleta.

—En fin, que estábamos equivocados.

El
Cubano
se acercó a la mesa y se sirvió vino. Lo bebió de un trago.

—Equivocados, no. Antes de creerlo, me muero. Pero tuvimos mala suerte…

Carlos le ofrecía un pitillo. Lo cogió y lo puso en los labios. Juan acercó un mechero encendido. Se oía ahora la maquinilla de un barco y órdenes gritadas desde la orilla. El
Cubano
encendió.

—¡Si el Gobierno nos ayudase…!

Ahora cuéntame algo de tu hermano.

Estaban en el café del
Pirigallo
. Por las tardes, la cupletista, más comedida en gestos y vestidos, cantaba para las familias, y aunque las muchachas todavía no se atrevieran a ir, algunas señoras entradas en años o en carnes llevaban al café la calceta y, por dos pesetas, escuchaban canciones de moda. En los intermedios, hacían hipótesis acerca de las desvergüenzas que la cupletista cantaba y hacía por las noches.

—Me dijeron que ayer, una de las veces, salió completamente en cueros.

—¡Qué escándalo! Y luego dicen que la República…

—Saldrá de noche como salga, pero no me negaréis que, por las tardes, no puede estar más decente.

Las manos gordas, ágiles, tejían medias de lana para los niños, jerseys para los maridos, chaquetitas de punto para las hijas. La señora de Cubeiro ponía cátedra: «Dos del derecho, dos del revés, y a la vuelta se alterna». La discípula no lo entendía bien. Entonces la señora de Cubeiro cogía las agujas y lo hacía. Una tarde, la cupletista, al terminar, se había acercado al grupo, también con sus agujas y su ovillo de lana rosa, y había pedido, de favor, que le enseñasen a hacer punto de arroz. «Es que quiero hacer una chaquetita para mi niño.» «¡Ah! ¿Es que tiene un niño?» «Está con mi madre en Madrid y quería llevarle un regalo.» Los buenos sentimientos maternales de la cupletista habían sido favorablemente comentados. Desde aquella tarde, todos los días, después de la función, enseñaba la labor a la señora de Cubeiro.

—Pues parece una buena chica.

—¡A saber si todo lo que cuentan de las noches es invención de los hombres!

Cayetano y Clara ocupaban una mesa alejada del escenario. Al mencionar Cayetano a Juan, Clara se sobresaltó.

—¿Quién te dijo que está aquí?

—Lo sabe todo el mundo, aunque quizá no con tanto detalle como yo. Llegó en el autobús de la mañana, dejó en tu casa parte del equipaje, que le mandaste por la tarde; la otra, la llevó Carlos en su carricoche. Vive en casa de Carlos. Y viene muy bien trajeado.

En el piano sonaron unos compases. La luz del café se apagó. En el silencio se oyó el ruido metálico de unas cortinas al correrse. «Catalina de Easo», morena, esbelta, menuda, con traje flamenco y grandes aretes verdes, aseguraba, con voz caliente y falso acento andaluz, que, además de la luna y el sol, sus padres sólo le habían dejado en herencia lo puesto.

Cayetano se volvió de espaldas al escenario. La luz difusa que venía de la calle descubría las sombras de tres cabezas menudas, pegadas a los cristales pintados.

—¿Viene para quedarse?

—Creo que sí.

—¿Y por qué no vive contigo?

—No tengo dónde meterlo. Mi casa es muy pequeña. Además…

—¿Estáis peleados?

—No, pero con Carlos tendrá más libertad que conmigo. Juan se acuesta tarde y se levanta a las mil, y en una casa donde se trabaja hay que espabilarse.

Apartó la mirada de los ojos de Cayetano y la dejó perderse en el remolino de volantes con lunares que recorría el escenario.

—Me ofreció dinero y estuvo amable conmigo. ¿Sabes que se casó Inés? Con aquel novio que te dije, un catedrático. Se casaron y están en Alemania.

Juan no debía haber venido. Los tipos como él en un pueblo como éste no hacen más que estorbar.

—Es como un niño. Mientras vivió con Inés todo fue bien. Pero al quedarse solo se acordó de nosotros.

—¿Y de qué va a vivir?

—Escribe en los periódicos…

«Catalina de Easo», terminada. la enumeración de sus excelentes cualidades, y después de haber afirmado dos o tres veces que en la palma de las manos llevaba sangre de una clase especial, se inclinó para saludar. El corro de cotorras abandonaba las agujas para aplaudir. Clara aplaudió también. Cayetano le agarró un brazo y lo retuvo.

—Escúchame, Clara. Las cosas en Pueblanueva no van mal y espero que vayan mejor. A don Lino pronto conseguiré que le den una escuela de superior categoría, una escuela en La Coruña, y, aunque no tenga que dar clases mientras sea diputado, se llevará a su familia y no volverá por aquí. En cuanto a los pescadores, no aguantarán dos meses., Basta dejarlos solos. Cuando se hayan arruinado les daré empleo en el astillero sin hacerles ningún favor, porque para entonces necesitaré gente.

Su mano resbaló por el brazo de Clara hasta la muñeca desnuda. Ella no se movió.

—Todo esto puede enredarlo Juan. Concedo incluso que es natural: nunca hizo otra cosa. ¡Lo que se les ocurrirá a él y a Carlos cuando empiecen a hablar y a arreglar el mundo desde aquella torre! Y Paquito el
Relojero
con ellos para completar el trío. Un loco basta para un pueblo. Tres son ya peligrosos. Y la situación no está para jugar. Tengo interés en que aquí no pase nada, ¿me entiendes? Forma parte de mi política.

—No querrás que diga a Juan que se marche. —No, porque llegado el caso se lo diría yo. Pero puedes sugerirle… Clara volvió a mirar al escenario. La cupletista, vestida de cubana, con meneo de pechos y caderas, había empezado a cantar:

En Cuba hay un sereno

atento y muy servicial

que cuando le baten palmas

acude muy puntual.

Hay una recién casada

que cuando solita está

a voces llama al sereno

para su tranquilidad.

—… Podías sugerirle que aceptase un empleo fuera de Pueblanueva. Un grupo de mozalbetes coreaba a la cupletista:

¡Sereno! Venga usted a mi casa,

que siento ruido…

¡Sereno! Tengo mucho miedo

y no está mi marido.

Juan es orgulloso.

Cayetano se removió en el asiento. La cupletista, vuelta de espaldas, movía los omóplatos medio ocultos por el pañuelo que sostenían sus manos. Los mozalbetes gritaron: «¡Que la enseñe!», y del corro de señoras salió una voz reclamando respeto.

—Hay maneras y maneras de ofrecerle trabajo. Para la gente como tu hermano lo importante es guardar las formas, y las formas pueden guardarse.

—Veré.

—Lo que no quiero, lo que no puedo permitir, es que vuelva a armar cisma entre los trabajadores. Por quedar bien es capaz de convencerlos de que el asunto de los barcos todavía tiene remedio.

—Por qué odias a esa gente? No son malos —Clara retiró su mano.

—No los odio. Pero constituyen dentro del pueblo un grupo condenado a la pobreza. Sus ingresos son irregulares. Cuando hay pescado y tienen dinero, lo derrochan alegremente; cuando no hay pesca, mueren de hambre. Necesito que todo el pueblo perciba ingresos regulares, porque sólo así puede organizarse una economía razonable. Y ya lo sabes, pretendo que Pueblanueva sea un ejemplo.

La cupletista se retiró y los mozalbetes la reclamaron.

Ella asomó la cabeza entre las cortinas y anunció un número de propina. Se repitieron los aplausos de los muchachos.

—Si Carlos Deza no fuese un imbécil, ese asunto ya estaría arreglado. Tuvo en sus manos casi un millón de pesetas y le sugerí que se asociase conmigo para explotar el bacalao. No quiso ni oír hablar del negocio. Y ya ves, eso hubiera resuelto el problema de los pescadores y ahora no me preocuparía la presencia de Juan. Donde la gente come, los agitadores no tienen nada que hacer. Pero Carlos prefirió que ese millón de pesetas se repartiese entre una niña tonta y un señor que todavía no ha retirado del Banco su parte porque no puede retirarla. ¡Y tú no sabes lo que ha significado en la economía de Pueblanueva ese millón de menos!

Repentinamente quedó en silencio y dejó de mirar a Clara. La cupletista cantaba el número de propina y el camarero empezaba a cobrar las consumiciones. Dos señoras pasaron entre las mesas y salieron sin mirar. De pronto, Cayetano dijo:

—¿Qué piensas de Carlos?

Clara acusó la sorpresa con un estremecimiento. Sacudió la cabeza bruscamente y cerró las manos.

—¿Por qué lo preguntas?

—Fuisteis amigos. Durante un tiempo salíais juntos.

—Sí, hace un año. Es un muchacho un poco raro. Una no sabe nunca a qué atenerse.

—¿Te hizo la corte?

—No.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué?

Cayetano acercó el asiento, apoyó los codos en la mesa y sujetó las muñecas de Clara.

—Hace más de dos meses que quería hacerte esta pregunta y nunca me atreví hasta hoy. Ya ves que soy capaz de una delicadeza. Pero hoy vino rodada.

—Estuve enamorada de él. Si no fuera por eso ya me hubiera casado contigo.

Cayetano la soltó. Las manos de Clara permanecieron en el aire unos instantes. Luego, las recogió sobre el pecho. Cayetano había metido las suyas en los bolsillos.

—Ese tipo es como las averías de un motor viejo. Aparece en todas partes y en todas partes algo se estropea por su culpa. Debí de haberlo matado.

Se iba a levantar, pero la mano de Clara le agarró rápidamente el brazo. Cayetano la miró: había en sus ojos una luz dura que Clara desconocía.

—Espera.

—¿Es que vas a defenderlo?

—No, pero hay algo que debo explicarte. Como no has intentado engañarme nunca, tampoco quiero dejarte ir engañado.

—¿Qué más da? Eso no evitará que, cuando lo creía todo resuelto entre nosotros, aparezca el doctor Deza a reventarlo —alzó las manos, abiertas en abanico, y las agitó en el aire—: ¡Carlos Deza! El último Churruchao, el señorito que lo sabe todo y que te embarulla con palabras que no quieren decir nada…

Sacó un cigarrillo y lo encendió. No miraba a Clara.

—Di lo que quieras.

Ella cruzó los brazos encima del mármol de la mesa. Los mozalbetes, las señoras de la calceta, se habían levantado y salían en grupos.

—Tú no puedes ni siquiera imaginar lo que es la miseria, ni a qué bajezas puede llegar una mujer acosada por la suciedad y el hambre. Cuando Carlos llegó a Pueblanueva, cuando le conocí, estaba desesperada. Pensaba huir de casa y prostituirme. Pensaba… —hizo una pausa; Cayetano la miró y ya no dejó de mirarla— venderme a ti por mil pesetas y un equipo de ropa.

Cayetano se sobresaltó. La luz mala de sus ojos se concentró en dos puntos acerados, penetrantes. Clara parpadeó; luego intentó aguantar la mirada.

—¿Vas a contarme ahora que te vendiste a él? —preguntó Cayetano con voz brutal.

—Calla. No me he vendido a nadie gracias a Carlos. Se portó conmigo noblemente, me ayudó a recobrar la esperanza. Era natural, entonces, que me enamorase, y lo fue que él no se enamorase de mí. Tenía que parecerle despreciable. Pero tardé en comprenderlo, y eso me permitió mantener una ilusión y hacer lo que hice para ser la que soy.

—¿Quieres decir que te rechazó?

—¡No! Es demasiado decente para hacerlo —le temblaba la voz, hizo un esfuerzo—. Las cosas no llegaron a plantearse así. Sucedió lo que sucede tantas veces: que yo le quería y que él no me quería a mí. No podía quererme. Me conoció en el peor momento, supo de mí lo peor. Y aunque fue testigo de cómo salía de aquel trance, era natural que no olvidase… Eso es lo que pienso que pasó.

Cayetano dejó caer la cabeza y los hombros. Apoyado en la mano miraba los azulejos del pavimento.

—¡Tenía que haberle matado aquella noche!

—Eso no hubiera arreglado nada.

En el fondo del café, la cupletista, con un abrigo por encima de los hombros y un pañuelo colorado a la cabeza, dijo adiós al camarero. Se iba a cenar y volvería en seguida. Taconeando fuerte atravesó el salón y salió.

—Me hubiera importado menos de cualquier otro. Pero ¡Carlos, siempre Carlos…! ¡Treinta años de señorito Carlos convertido en mi sombra! —agarró con fuerza la mano de Clara y la apretó—. ¿Por qué me lo has contado? ¿No pudiste callarlo?

—Para que todo estuviera claro entre nosotros tenía que decirlo. Además…

—¿Es que hay un además?

—Sí. Un día me dijiste que eras el hombre más hombre de Pueblanueva. Ésta es la prueba.

—Hay cosas que un hombre no tolera. Y no sé qué es peor para la dignidad de uno. Si fueses lo que yo creí al principio te hubiese hecho mi querida. Pero la que Carlos Deza ha despreciado no puede ser mi mujer.

Golpeó la mesa con los puños cerrados.

—¡Carlos, precisamente Carlos! ¡Pues no iba a reírse poco!

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