Los gozos y las sombras (80 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No… Pero no tenemos nada que decirnos.

—No importa. Lléveme usted a un café. Tengo hambre.

El padre Ossorio puso cara de extrañeza.

—¿A un café?

—No se sorprenda. Es corriente y hasta decente. Tiene usted que irse acostumbrando, si piensa permanecer en el mundo.

La llevó al café de la Puerta del Sol. Había poca gente. Un trío de violín, violonchelo y piano tocaba una pieza lenta y solemne, a la que nadie parecía hacer caso. Los clientes eran parejas de poco pelo. Los camareros, sin respeto a la música, hacían sus pedidos en voz alta.

—¡Dos con leche, una cerveza, dos medias tostadas!

El padre Ossorio quiso sentarse cerca de la puerta, donde había más gente, pero ella prefirió un rincón. Permaneció en silencio hasta que el camarero sirvió dos cafés y dos bollos.

El padre Ossorio se había sentado enfrente, con la silla apartada de la mesa. Metidas las manos en los bolsillos, miraba el techo.

—Acérquese. ¿Por qué se ha disfrazado de hombre malo?

Él arrastró la silla, se acodó en la mesa, pero no la miró.

—Quiero —dijo— que en este caso el hábito deshaga al monje.

—No lo entiendo.

—Si empiezo por parecer malo acabaré siéndolo.

—¿Lo desea?

—Lo necesito. Me he dado cuenta de que el mundo es malo, y tengo que defenderme.

Se decidió, por fin, a mirarla.

—¿Sabe usted? Estoy harto de servir de burla a los imbéciles. Ayer noche y esta mañana, en el comedor de la pensión, un puñado de mocosos me ha zaherido, me ha humillado, sólo por mi aspecto. No encuentro razones suficientes para aguantarlo. En cambio, esta tarde, un hombre indudablemente malo, un comunista, me ha tratado con amabilidad sabiendo que soy sacerdote y me ha prometido trabajo.

—El diablo es amable y favorece a los que quiere perder.

—Bien. Yo necesito amabilidad y favores.

—¿Y está usted dispuesto a pecar para conseguirlos?

—También necesito pecar. Es mi única garantía. ¿No lo comprende?

Ahora es usted quien me persigue. ¿Qué sé yo con quién me tropezaré mañana, que busque lo mismo que usted? Usted y todos los que vienen o vengan con el mismo propósito me ofrecerán la vuelta a la gracia; sólo el compromiso con el pecado asegura mi libertad.

—¿Y cree usted que el pecado podrá, más que Jesucristo?

—Algunas veces puede más.

Inés se echó atrás en el asiento, bajó la cabeza, cerró los ojos. La blasfemia la había hecho temblar. Después preguntó:

—¿Quiere usted escucharme?

El padre Ossorio se encogió de hombros.

—¡Con tal de que no insista…!

—No. No insistiré, pero yo también necesito, como usted… Se interrumpió, levantó la cabeza.

—Me basta hablar, contarle algo que no sabe. Voy a cumplir treinta años, y ya no recuerdo desde cuándo estoy decidida a profesar en un convento. Por varias razones sucesivas: primero, porque me lo aconsejaban las monjas; después, porque descubrí una irregularidad en mi nacimiento y me sentí excluida de la sociedad normal; más tarde, porque un hermano mío, la única persona a quien quiero en el mundo, se apartó de Dios, y me creí en el deber de sacrificarme por su salvación. Pero siempre había algo que estorbaba mi última decisión, algo que hacía valer las otras razones que podían impedirme profesar como me hubiera gustado. Cuando comprendí lo que era me desilusioné, estuve a punto de naufragar: no me gustaba la religión tal y como la veía en los otros; encontraba vacías las ceremonias e hipócritas a los fieles. Llegó a parecerme todo falso, llegué a pensar que mi fe no era más que un refugio contra mí infelicidad personal. Fue entonces cuando usted vino a Pueblanueva, cuando un grupo de muchachas empezamos a asistir a la misa de la cripta. La primera vez que usted nos habló…

El padre Ossorio se inquietaba visiblemente.

—¿Por qué me recuerda ahora eso?

—Porque es necesario. Y usted no puede negarse a oírlo. No es justo que ignore lo que han significado para mí sus palabras, y hasta qué punto me han rescatado de la indiferencia y de la vacilación, y me han devuelto a la comunidad de los santos.

Se interrumpió y extendió las manos abiertas.

—No me han devuelto a ella, sino que me la descubrieron. Yo he aprendido de usted lo que es vivir en Cristo; sus palabras, día tras día, me han conducido, me han iluminado. Usted me ha revelado la realidad de la vida sacramental y me ha hecho penetrar en ella. No ha sembrado sus palabras en un pedregal, como pudiera pensar al ver que nuestro grupo se desmoronó en pocos días, porque, al menos, en mí, han dado fruto.

—¿Y no le basta con eso? ¿Por qué no continúa ahora sola y se desentiende de mí?

—Porque no puedo. Hace tres días, al saber que usted se había marchado, me sentí abandonada; más tarde, a fuerza de pensar y de esperar de Dios una respuesta, comprendí que su marcha me imponía la obligación caritativa de rescatarle. Esta tarde, en la iglesia, me he convencido de que el rescate de usted es la condición de mi salvación.

—¡No diga usted disparates!

—No podrá usted convencerme de que el Señor me engaña.

—Pero ¿no comprende que mi salvación depende exclusivamente de mi libertad?

—¿Y por qué no de mi tenacidad, de mi oración, de mi sacrificio? —Pero sin que su propia salvación se comprometa.

—Es que si yo llegase a dudar de su salvación…

—¿Qué?

—Me creería engañada
por usted
.

Se levantó bruscamente y añadió:

—Eso es lo que quiero que sepa: que mi fe en Jesucristo depende de mi fe en usted. Sólo creeré en la verdad de lo que usted me enseñó si veo que es eficaz ante todo para usted mismo. Y ahora que lo sabe, vea si me importa rescatarle del diablo: es como rescatarme a mí misma.

Recogió del asiento el abrigo y el bolso.

—¿Qué hace? ¿Por qué se va
ahora
?

—Porque no tengo prisa de que me responda. No puedo exigir, además, que Dios haga un milagro. Mañana volveremos a vernos. Aquí mismo, a esta hora. Piense entretanto y, si puede, rece.

Se echó el abrigo por los hombros, se puso los guantes y añadió:

—¿Tiene dinero todavía o necesita más?

—¿Por qué insiste en ofrecerme dinero? ¿Piensa que así puede comprarme?

—Mejor es que recibirlo del diablo.

En la calle de Carretas, número 7, le ofrecieron una habitación interior, pequeña, oscura, limpia. Pagó una semana adelantada —treinta y cinco pesetas y el diez por ciento—, y tuvo que cubrir una hoja para la Policía. En el lavabo de la habitación había una pastilla de jabón muy gastada, y, en la pared, junto a la puerta, un espejito oscuro, suficiente: cabía en él la cara del padre Ossorio, el cuello y el arranque del jersey. La única bombilla se encendía desde la entrada y se apagaba desde la cama, y viceversa. Había también una alfombra, un perchero y una mesa de noche de castaño y mármol rojizo. Paredes pintadas de verde, que, al arrimarse, manchaban. Una ventana de vidrios con papeles de periódico pegados metía en la habitación el aire del pasillo. La puerta tenía llave; la cama, una colcha rosa.

Se echó en la cama a esperar la hora de la cena.

—Esa mujer es una loca.

Le obsesionaba el recuerdo de Inés, de su mirada profunda, de la firmeza de sus palabras. Le parecía hallarse envuelto en una red con cuya salida no atinaba: como si se hubiera descuidado, como si se hubiera dejado coger en una trampa.

A la sorpresa del encuentro había sucedido la satisfacción de no saberse solo. Aunque en ningún momento había pensado hacerle caso, le halagaba que alguien se cuidase de él hasta el extremo de seguirle. Inés no era una mujer vulgar. Hablaba, sí, con las palabras que él había usado durante dos años enteros de predicación; era como si sus propias palabras rebotasen y le fuesen devueltas. No eran, sin embargo, las tranquilas, serenas palabras de un predicador, sino palabras apasionadas, urgentes. Quería cazarle en la red de sus propias palabras, y se las devolvía cargadas de pasión.

Repitió que era una loca, e inmediatamente se dijo que intentaba engañarse a sí mismo. Inés no era una loca: era su obra. No lo había sospechado nunca; había creído al prior cuando insistía: «Pierde usted el tiempo, padre Ossorio. Esas mujeres son una colección de bobas». Y al final, los hechos parecían haber dado la razón al prior. Pero no se había preguntado después por qué, de todas ellas, una al menos había persistido. El prior le había dado una explicación estúpida, y a él le había bastado. Sin embargo, ya entonces existía Inés, y era su obra.

No había fracasado. En una, al menos, de aquellas personas, habían prendido sus palabras hasta el riesgo, hasta el frenesí. ¿Y si volviese al monasterio, si volviese con ella y dijese al padre prior: «He aquí mi obra», qué pasaría? Se estremeció, porque oyó la risa del prior, una risa prudente, que casi no parecía risa, pero que lo deshacía todo; una risa fría que aniquilaba. El prior diría a Inés: «¿De modo, señorita, que se ha dejado usted embaucar por este imbécil? Ande, búsquese un confesor discreto y cuéntele sus ideas acerca de la Religión, ya verá lo que le dice». Y, sin embargo, lo que Inés pretendía era devolverle al prior.

—¡Si hubiera venido el prior en persona! Eso sería poner las cosas en su punto. Entonces, volvería al monasterio, pero antes tendría que oírme.

Se había portado como un niño, se había dejado llevar por el miedo y el halago. Y se había dejado conducir al terreno que ella quería, allí donde, más que los conceptos y las razones, pesaban los movimientos de las manos, los matices de la voz, el calor o la frialdad de las miradas. Nunca había tratado de cerca a una mujer. Las mujeres eran patéticas, aunque tratasen de religión, aunque hablasen de religión con palabras por él enseñadas. Las sucesivas victorias de Inés eran victorias poéticas, artísticas. Pensó que a Carlos Deza le hubiera divertido analizarlas. «Padre Ossorio, aunque le hable en nombre de Dios, es la misma serpiente que engañó a Adán. Defiéndase con la inteligencia, con la razón. Usted es un intelectual. Y desde esta mañana hasta ahora han cambiado mucho las cosas. Ya no se ríen de usted, y hasta le admiran. ¿No recuerda aquellas muchachas que pasaron por su lado en la calle de Preciados? Usted oyó perfectamente que una decía a la otra: “¡Fíjate qué hombre más guapo!”. Qué hombre, no qué cura. Las cosas han cambiado, y los estudiantes ya no se reirían de usted. Ese disfraz ha devuelto la libertad a su espíritu.»

Pero Carlos Deza sólo tenía la mitad de la razón. La libertad de su espíritu no era libertad entera, sino sólo libertad del espíritu. Un hombre es algo más. La razón le entra por los oídos, con las palabras, pero los ojos ven, las manos tocan, las narices huelen al ser que está delante. Y puede ser que el espíritu sepa vencer razones con razones, mientras por los ojos, por las narices, entre la victoria del otro. Podía llevar a Inés a su terreno, vencerla con razones; pero Inés era también pasión, voluntad, decisión. Las manos, la mirada, el tono de la voz
también
obraban, al margen de la razón y contra ella. De Inés emanaba un olor suave y saludable. De todo eso tenía que defenderse, y desconocía las armas.

—La cena, señor, cuando quiera.

Una voz metálica, de mujer, le habló desde el pasillo. Golpearon suavemente la puerta.

—La cena.

—Ya voy. Gracias.

Encendió la luz y se incorporó. ¡Qué diferente voz la de Inés! Ahora recordaba haberla escuchado con placer cuando, entre aquellas mujeres, una de ellas cantaba el gradual, el aleluya y el tracto. Su estilo era perfecto. Después se perdía entre las otras voces, se anulaba. ¡Si los jóvenes del monasterio hubiesen sido capaces de aquella disciplina!

Entró en el comedor. Vicente Serrano acababa de sentarse. Le llamó desde un rincón.

—¡Oiga! Siéntese conmigo. No hay sitios fijos.

Celebró que hubiese hallado habitación.

—No se come mal, no se meten en lo que uno hace, y si quiere usted traer una mujer, le dejan, con tal que no arme escándalo.

Añadió que, en los pueblos, había mucha menos libertad.

—Y no lo digo por mí, que ya pasé de esos apuros.

A Vicente Serrano le parecía que la República había traído algunas cosas buenas, y que los curas habían abusado mucho —el padre Ossorio se estremeció y le tembló la cuchara de la sopa—. Aunque en la mayor parte de los pueblos seguían mandando.

—Y su pleito, ¿qué tal va?

A Vicente Serrano el pleito no le preocupaba. Estaba seguro de ganarlo. Pero le había servido de pretexto para pasar una temporada en Madrid y gastarse algunos duros.

—Con mucho cuidado, ¿eh? No tiro el dinero, porque me cuesta mucho trabajo. Ya ve. Podía estar en una pensión de diez pesetas, y estoy en una de cinco. Paso un rato en el café, doy unas vueltas, veo lo que hay, y, a la noche, al teatro o a un café cantante. Lo paso bien. ¿Y usted? ¿Qué hace por las noches?

—Yo tengo menos dinero que usted, y no puedo tirarlo.

—Pero un día es un día. Lo que gusta de Madrid es que no hay que acostarse pronto o meterse en el casino a sacar una garrafina. ¿Por qué no viene conmigo?

Le dijo que no, pero sin demasiada energía. Vicente Serrano, después de aclarar que él convidaría, siguió exponiendo razones. El padre Ossorio le escuchaba como un rumor remoto. Aquella invitación casual, anodina en apariencia, le ponía en trance de elegir, de decidirse. Iba a pecar. Y unas horas antes había afirmado que necesitaba comprometerse con el pecado como defensa de su libertad. Pero no había pensado en aquel pecado vulgar, que no podía imaginar, pero cuya naturaleza, teóricamente al menos, conocía.

—Bueno. Supongo que la cosa no pasará de espectáculo.

—¡Naturalmente! Siempre hay un par de furcias que se llegan a alternar y sacan unas copas, pero no es obligatorio ir con ellas. Ya le dije que pasé hace tiempo de esos calores; pero ver siempre gusta.

Le hubiera apetecido algo de más envergadura, no el regodeo vulgar de la imaginación y la mirada; algo en que jugase su inteligencia, algo en que su voluntad manifestase más clara y violenta rebeldía.

—Vamos, entonces.

El cafetín estaba en la calle de la Aduana. Un grupo de hombres y mujeres hablaban en voz baja, ante la puerta. Vicente Serrano entró delante, con aire de superioridad, como cliente asiduo. Repartió saludos y sonrisas, y fue derecho a una mesa delantera, casi debajo del escenario.

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