Los gozos y las sombras (81 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Desde aquí no se pierde ripio. No se quite la trinchera, que, mientras no se llena esto, hace frío.

La camarera vestía de negro, con faldita corta hasta medio muslo y un escote enorme. Barbilleó a Serrano y le llamó
tío salao
; Serrano le azotó las nalgas y le dijo que él y su amigo tomarían coñac. La camarera se volvió al padre Ossorio y le dijo:

—¿Cómo te llamas, guapo?

Morena, opulenta, descocada. Acarició la mejilla del padre Ossorio.

—Contéstame, hijo. ¿O es que eres virgo?

Al padre Ossorio le cerraba el asco la garganta, le empujaba a levantarse e irse. Pero se dominó. Tragó saliva.

—Rafael.

Inés cerró el breviario, se santiguó, y pensó que en aquel momento el padre Ossorio habría también rezado los mismos salmos, las mismas antífonas, y que en la universalidad de la Iglesia, millones de elegidos habrían dirigido al Señor idénticas palabras. Pero aquella noche, en aquella hora, su oración y la del padre Ossorio no serían la oración de la Iglesia, sino la plegaria particular de dos almas acongojadas, necesitadas de gracias excepcionales. En el Cuerpo del Señor, ella y él se habían singularizado, se habían —en cierto modo— apartado. Al padre Ossorio, la voluntad pecaminosa —la victoria momentánea del diablo— le llevaba hasta el mismo límite del Cuerpo, y ella había asumido el deseo inexpresado de la Iglesia, de devolverlo al interior del Cuerpo, al riego fecundo de la Gracia; se sentía delegada, distinguida, como un soldado que se aparta del ejército para llevar a cabo una misión heroica. Y, como el soldado, necesitaba de armas especiales. Pero el soldado que marcha en busca del desertor pertenece al ejército, aunque por el apodo de esconderse, por su soledad precavida, pueda también parecer fugitivo.

Había dejado la maleta cerrada con llave, de miedo que la criada curioseara en sus ropas. La abrió, buscó el camisón, apagó la luz y se desvistió. La tela del camisón, áspera, rozó su cuerpo, habituado ya a la seda suave. Se acostó. Acarició las prendas interiores que había dejado al alcance de su mano. Sonrió en la oscuridad. No era pecado usarlas.

Había exagerado al llevar durante años telas ordinarias, bastas. Aquellos fáciles sacrificios formaban parte de un sistema de ascesis superflua… Teresa de Lisieux, en su lecho de muerte, había suplicado que añadiesen una manta más al ajuar de las monjas carmelitas. El Señor no había puesto el pasar frío —ni el sentir sobre la carne la aspereza del lienzo —como condiciones de la salvación. En algunos monasterios alemanes de vida muy perfecta, las monjas disponían de duchas, alfombras y calefacción central. Y no era malo sentirse caliente, poder sacar el brazo fuera del embozo, sin aterirse. En aquella alcoba de una pensión decente madrileña había alfombra y calefacción.

Necesitaba paciencia. Aquella tarde había estado indiscreta, se había precipitado —en el fondo tenía prisa por marchar de Madrid, le daba miedo la ciudad—. No era posible que el padre Ossorio, con sólo dos razones, se volviese atrás, se arrepintiese; mucho menos que regresase al monasterio. Tenía que admitir, incluso, la idea de que, convencido, arrepentido, no regresase jamás, y se entendiese con un obispo, incorporado al clero secular. No importaba. Bastaba que volviera a la Iglesia y que le permitiese continuar aquella relación espiritual, tan dolorosamente interrumpida. Tampoco ella tenía por qué regresar a Pueblanueva. Podía quedarse en Madrid, perderle el miedo. No estaba escrito que, en Madrid, fuese imposible la santidad. Buscaría un convento de monjas en que quisieran alojarla. Trabajaría. Si el padre Ossorio se reconciliaba con la Iglesia, el confesonario era el lugar apropiado para sus coloquios. ¡Y de qué modo podía hablarla, con qué seguridad y sabiduría podría encaminarla, después de aquel trance! Había santos desconocedores del pecado. Otros habían regresado del infierno cargados de experiencia y, gracias a ella, habían llegado a campeones de la santidad.

Había estado indiscreta, había provocado una respuesta violenta, por pura torpeza. No debía haber personalizado, sino acudido a razones generales. Decir: «¡Me ha abandonado usted!» era, indudablemente, prematuro. Tenía que haber dicho: «¡Ha abandonado usted a la Iglesia, a Jesucristo! ¡Y yo vengo a decirle que la Iglesia y Jesucristo le esperan!». Lo personal tenía que reservarlo como última razón. No volvería a hablarle de eso. Tendría que empezar de nuevo, por el principio.

De repente recordó al sacerdote con el que se había confesado aquella tarde, y le dio un vuelco el corazón. Jamás había pensado en la posibilidad de condenarse, nunca había creído que el diablo sintiese por ella más afición que por cualquier otra persona. Le reconocía en las menudas tentaciones de cada día, y se apartaba de él sonriente, tranquila. No hacía más que unos minutos le había sugerido la idea de que se era mucho más perfecta sometiendo el cuerpo a la molestia de unas ropas ásperas que vistiéndolo de ropas indiferentes o suaves, y había rechazado la idea. El anzuelo del diablo estaba cebado de pequeñeces.

El sacerdote la había interrogado sobre su castidad, y sólo después le había dicho que le daba miedo. ¿Por qué? No le había parecido hombre ligero, sino prudente. Sin embargo, temía precisamente a causa de su castidad.

Resultaba difícil entenderlo. Quizá perteneciera al orden de las muchas cosas cuyo entendimiento le estaba vedado, pero no podía abandonarse a la ignorancia. Había sido casta sin lucha, sin violencia. Había sido casta por gracia. Dios le había regalado la castidad, y estaba dicho que la virginidad grata a Dios era un don. Y ella sabía bien que la virginidad del alma era todavía más importante que la del cuerpo. Dios le había preservado el alma preservándole el cuerpo.

Aquella vez había descubierto que Clara no era casta. Se había encontrado ante un hecho incomprensible, había tardado tiempo en comprenderlo: sólo entonces rogó a Clara que durmiera en otra parte. Caritativamente, sin avergonzarla, sin reconvenirla. Y aquello no la había turbado, como no la turbaban las miradas voraces de los hombres, los elogios picantes a su belleza. Dios la había ayudado siempre.

El riesgo no podría estar por ese lado. Y precisamente en la castidad encontraba su fortaleza. Sabía que los pecados de la carne no son los más graves, pero sí puerta abierta a los otros.

Contra los otros pecados —¿cuáles, Dios mío?— levantaba la puerta sellada de su cuerpo y de su alma vírgenes…

Un dobladillo, demasiado grueso, del camisón, se le clavaba en la espalda. Hurtó el cuerpo a la costura.

Hacía calor en la habitación. De la calle ascendía un rumor confuso: voces, bocinas, motores en marcha. Una campana próxima sonaba por encima de su cabeza.

Llegó premeditadamente al café media hora antes de lo tratado. Había poca gente y pudo escoger una mesa de esquina, de las que cogen el ángulo del diván rojo oscuro. Se sentó en la cabecera y pidió «un café con leche y un bollo de ésos…». Traía un periódico de la tarde, pero no llegó a abrirlo, porque los recuerdos de la noche anterior le entretenían.

Había pasado casi tres horas en el café cantante. Había visto bailarinas desnudas y bailarinas vestidas. Había soportado la compañía de una furcia joven, repentinamente encaprichada de él. Había contemplado el rostro de Vicente Serrano y el de otros clientes. Y había sacado la conclusión de que existía en la mujer un elemento repugnante, contagioso, más o menos disimulado, encubierto o vencido, pero siempre latente. Los Padres de la Iglesia lo habían detectado con precisión. Cómo lo habían dominado las santas y las grandes mujeres, lo ignoraba. Quizá hubieran logrado transformar sus efectos. Era igual.

Había salido de casa dispuesto a correr un riesgo, había regresado con buena provisión de sensaciones que reforzaban su indiferencia sexual. Sensaciones, no ideas. Imágenes y olores, sobre todo. Sonreía recordando las crisis de su adolescencia, las angustias pasadas por la carencia de aquello que, ahora, le repugnaba. (Aunque bien mirado, como podía mirarlo ahora, aquellas crisis no pudiesen considerarse como provocadas por la falta de una mujer.) El padre Hugo había extremado la benevolencia al juzgar la sensualidad. «Los ascetas se han equivocado al despreciarla. Tiene un gran valor; por eso es meritorio renunciar a ella. Si fuera despreciable, el Señor no hubiera prometido a la virginidad la corona excepcional.» Ahora se sentía en desacuerdo con el padre Hugo y conforme con los ascetas. El padre Hugo no había visto de cerca, no había olido a las mujeres. No había comprobado el extremo de su degradación, ni sus efectos en los hombres. Le obsesionaba el recuerdo de Vicente Serrano —ya pasado de calores—: su blanda mirada, su belfo caído, sus manos temblorosas. Si con la cima de su alma el hombre tocaba al ángel, la base de su cuerpo le aproximaba al perro. Y él sentía necesidad de huir del can.

Tres horas escasas en el café cantante le habían beneficiado. Se sentía seguro, capaz de fortaleza ante el pecado fácil. Le parecía que su mirada se había lavado y que podía resbalar sin turbación, sin flaqueza, por el cuerpo de una mujer.

Había madrugado para experimentar con Inés sus nuevas armas, para verla llegar y examinarla a gusto, para tenerla vencida con la mirada antes de que ella pudiese mirarle. La vio titubear ante la puerta giratoria, que siempre parecía darle miedo; la vio entrar, levantar la cabeza y buscar, hasta hallarle. Fue entonces derecha al rincón, derecha y calmosa, hasta que estuvo cerca. Entonces vaciló un instante, pareció no saber dónde sentarse, si en el diván o en una silla.

—Buenas tardes, padre.

Se decidió por el diván; junto a él, en ángulo con él, de modo que las miradas se cruzaran sin encontrarse. Pero antes se despejó, con el bolso, en la rejilla.

—Le agradezco que haya venido. Temí…

—¿Qué temió?

Le salió bien el tono, seguro e indiferente.

—Que fuera usted cobarde.

—Ya no. Han pasado cosas…

Inés volvió la cabeza con brusquedad.

—¿Se ha decidido?

—Eso no importa ahora.

—¡Es lo único que importa! —hablaba todavía con autoridad, como una madre al niño.

Se acercó el camarero. Inés pidió café con leche. El padre Ossorio, cuando ya el camarero se alejaba, lo llamó y le encargó un coñac. Advirtió la mirada rápida, sorprendida, de Inés, y el nerviosismo súbito de sus manos.

—Escúcheme, señorita: mi salida de la Iglesia o mi vuelta a ella es un problema personal. Le ruego que no hablemos ahora de eso.

—¿Entonces?

—He venido, la he esperado y estoy con usted para hablar de usted, de lo que le concierne, no de mí.

—Pero, padre, ¡yo no importo! ¡Yo no existo! Olvídese de mí, no vea en mí más que el instrumento casual de que se vale la Iglesia para hacerle llegar su voz.

—No un instrumento, sino una persona en peligro.

—Como usted.

—No. Yo ya lo he pasado.

Inés aproximó las manos anhelantes.

—¿Por fin? ¿Vuelve usted al monasterio?

No le respondió; se la quedó mirando con frialdad, y el entusiasmo repentino de Inés se enfrió con la mirada.

—¿Por qué me mira así, padre?

—Insisto en que no volvamos a hablar de mí.

Inés bajó la cabeza, dejó caer los brazos, escondió las manos.

—Como usted quiera.

Le cayó la melena sobre el rostro hasta ocultarlo. El padre Ossorio temió que se echase a llorar, que fuese vista llorando.

—Le suplico, además, que no pierda la serenidad. Es usted una mujer valerosa, y lo que tengo que decirle es razonable y bueno. En cierto modo —el recuerdo le estremeció la voz—, es una continuación de ese magisterio que, sin saberlo, ejercí cerca de usted durante dos años. Escúcheme como entonces. No le será difícil, ¿verdad?

Inés sacudió la cabeza, dejó la cara al descubierto y le sonrió.

—Sí. Lo haré.

—Tenga paciencia. Cuando no entienda lo que le digo adviértamelo.

El camarero trajo el café de Inés y el coñac. El padre Ossorio bebió un trago grande, casi la mitad de la copa.

—¿Por qué bebe, padre?

Vaciló al responderle.

—Por… Tengo frío. Estoy algo destemplado.

—¡Dios sabe cómo está usted viviendo! ¿Ha comido usted? ¿Tiene usted frío en la pensión? ¡Aquella mujer no me parece…!

—No pase cuidado. He cambiado de alojamiento. En el de ahora se come mejor y nadie sabe quién soy ni lo que soy.

Hizo una pausa. Inés revolvía, con mano trémula, el azúcar del café.

—Ayer me dijo usted algo que me dejó preocupado.

Inés dejó bruscamente la cucharilla y se volvió hacia él.

—Olvide lo que dije ayer. Fue una indiscreción. No sabía lo que pensaba.

—Pero ¿quién duda que revela una situación de la que me siento responsable? En cierto modo constituye la prueba de mi fracaso, porque yo no me he constituido jamás en fundamento de la fe de nadie, ni podía habérseme ocurrido: va contra la esencia misma de la fe y de la Iglesia.

—¿Y no se le ocurre pensar que yo pueda haber razonado en mi corazón: es cierto lo que dice porque él lo cree?

—Él, ¿quién?

—Usted.

—¡Eso es monstruoso, señorita!

—Pues yo he creído siempre así, porque creía mi madre, porque creían mis monjas, porque creían unos sacerdotes o unas personas en las que tenía confianza. Y si alguna vez vacilé fue porque ellos vacilaron o porque su vida no estaba conforme con la fe.

Apoyó la frente en la mano y dijo en voz muy baja:

—Así cree casi todo el mundo, porque nos lo dice alguien en quien creemos. Yo no soy una excepción.

El padre Ossorio murmuró entre dientes:

—Es ridículo…

Pero ella no se movió. Miraba al café intacto, y su mano izquierda se había cerrado y golpeaba el mármol de la mesa.

—Escúcheme. Tiene usted que comprender que lo que dice no es razonable. Vale tanto como hacer de mí su prisionero.

Inés se irguió rápidamente.

—¿Y qué? ¿No me ha hecho usted antes su prisionera? Alguna vez nos ha explicado usted que la caridad…

—¡No disparate! Eso no es caridad.

—¿Qué es entonces?

Miró fijamente al fraile, y su mano avanzó como si fuese a agarrarle del brazo. El padre Ossorio se apartó.

—¿Qué es entonces? —repitió Inés.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Desconozco sus sentimientos. No puedo responderle.

—Podrá al menos…

Le temblaba la voz. Hizo un esfuerzo, bebió un sorbo de café.

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