Una vez que se hizo el amo del Imperio Persa, Ciro se mostró dispuesto a reanudar la lucha de Media con Lídia, donde había sido interrumpida una generación antes por el eclipse.
Lidia no estuvo lenta en aceptar el desafío. Creso pensó que, dada la agitación en que se hallaba el Este por el cambio de reyes, se le presentaba una excelente oportunidad para extender su poder hacia Oriente. Consultó al oráculo de Delfos para asegurarse, y éste le respondió: «Si Creso atraviesa el Halys, destruirá un poderoso imperio.»
El oráculo se abstuvo cuidadosamente de decir cuál era el poderoso imperio que iba a ser destruido, y Creso tampoco lo preguntó. Se lanzó a través del Halys, donde Ciro le presentó batalla. Los caballos lidios se desconcertaron por el olor de los camellos persas y, en la confusión, Ciro obtuvo una victoria completa. Persiguió a los lidios a través del Halys y, en 546 a. C., tomó Sardes. El poderoso imperio destruido fue el de Creso, y Lidia nunca volvió a constituir un reino independiente.
Este es el más famoso ejemplo de un oráculo consistente en un enunciado de doble sentido, que puede ser considerado verdadero suceda lo que suceda. En consecuencia, a tales enunciados se les llama «oraculares» o «délficos».
Una vez destruida Lidia, ¿qué ocurriría con las ciudades griegas de la costa? Nuevamente fueron incapaces de unirse. Un jonio, Bías, de Priene, ciudad que estaba del otro lado de la bahía de Mileto, sugirió una política de huida. Propuso que todos los griegos tomasen sus barcos y navegasen hacia el Oeste, a Cerdeña, que acababa de ser abierta a la colonización griega. (Bías fue luego incluido en la lista de los Siete Sabios, y con él ya los hemos mencionado a todos.)
Pero la mayoría de los griegos permanecieron donde estaban, y las ciudades fueron tomadas una a una por los generales de Ciro. Nuevamente, Mileto fue la única que conservó una apariencia de independencia.
Pero antes de apoderarse de las ciudades griegas, Ciro se había vuelto hacia el Sur, en busca de una caza mayor. Nebuchadrezzar había muerto en 562 a. C. y el Imperio Caldeo estaba ahora en manos débiles. Había tratado de ayudar a Creso, pero esto no redundó en su beneficio. El victorioso Ciro lo destruyó fácilmente en 538 a. C. Ciro luego extendió sus tierras hacia el Este, hasta las fronteras mismas de India y China. Murió en 530 a, C. a avanzada edad, pero aún empeñado en guerras y conquistas.
(Así ocurrió que un sector del mundo griego pasó a formar parte de un gigantesco imperio territorial, Los griegos pudieron viajar con seguridad a través de miles de kilómetros de tierras continentales. Un griego que aprovechó esto fue Hecateo, de Mileto, quien nació alrededor del 550 a. C. Viajó mucho por el Imperio Persa y escribió libros de geografía e historia que, por desgracia, no han llegado hasta nosotros. Fue el primero, según declaraciones de autores posteriores, para quien la historia era algo más que la relación de leyendas sobre dioses y héroes. En verdad, adoptó una actitud escéptica y francamente burlona ante los mitos, que es lo que cabría esperar de un jonio.)
Aun después de la muerte de Ciro continuaron las conquistas persas. Su hijo Cambises consideró a Egipto una presa apropiada, pues era la única parte del viejo Imperio Asirio que aún permanecía independiente.
La independencia de Egipto había durado unos ciento cincuenta años, y su rey Amosis, el amigo de los griegos y en un tiempo aliado de Polícrates, de Samos, observaba el ascenso y el creciente poder de Ciro con gran alarma. Murió en 525 a. C., precisamente en el momento en que Cambises se estaba preparando para lanzar su ataque. La invasión persa tuvo un éxito total y Egipto pasó a formar parte del Imperio Persa.
Pero mientras Cambises se hallaba en Egipto estalló una rebelión interna. Al volver apresuradamente para hacerse cargo de la situación, murió en 522 a. C., quizá por accidente, quizá por suicidio.
Siguieron cuatro años de confusión y guerra civil durante los cuales existió el constante peligro de que el Imperio Persa, creado sólo una generación antes, se desmembrase.
Pero el miembro más capaz de la familia real persa, Darío I, logró dominar la situación en 521 a. C. Con gran energía y habilidad, Darío mantuvo unido el Imperio Persa y aplastó todas las rebeliones, en particular una muy peligrosa que estalló en Babilonia.
Entonces comprendió que había llegado el momento de detener las ininterrumpidas conquistas persas, hasta haber logrado organizar lo ya conquistado. No era una tarea fácil. Una polis griega de 15 kilómetros de extensión era fácil de administrar, pero el Imperio Persa era grande, aun por patrones modernos, pues medía 4.000 kilómetros de Este a Oeste. Se extendía por montañas y desiertos, en una época en que el único medio para viajar por tierra era a caballo o en camello.
Darío dividió el Imperio en veinte provincias, cada una de ellas colocada bajo el mando de un shathrapavan, o «protector del reino». Para los griegos y, por ende, para nosotros, esta palabra se convirtió en sátrapa, y una provincia persa fue llamada una satrapía.
Darío también mejoró los caminos del Imperio y construyó otros nuevos para mantener en buena comunicación sus diferentes partes. Organizó un cuerpo de jinetes para que llevaran mensajes por esos caminos. Adoptó la invención lidia de la moneda. Como resultado de todo esto, bajo su gobierno el Reino Persa conoció una creciente prosperidad.
Una vez pacificado el Imperio, Darío consideró que podía pensar nuevamente en su expansión. Ciro había ocupado vastas regiones de Asia, y Cambises había añadido tierras de Africa. A Darío le quedaba Europa.
En 512 a. C., el ejército persa, conducido por Darío, atravesó los estrechos hacia Europa y avanzó sobre Tracia, la región situada al norte del mar Egeo. Los ejércitos persas triunfaron una vez más, y el Imperio Persa se extendió por la costa occidental del mar Negro hasta la desembocadura del Danubio. (Los historiadores griegos más tarde afirmaron que Darío había atravesado el Danubio en una frustrada persecución de los escitas, pero esto es falso, casi con seguridad.)
En esta campaña, cayeron en poder de Persia nuevas tierras griegas. El Quersoneso Tracio, tomado por Milcíades para Atenas medio siglo antes, cayó bajo la dominación persa. Hasta algunas de las islas egeas del Norte, como Lemnos e Imbros, pasaron a poder de los persas.
Después de sus conquistas europeas, Darío volvió a Persia con la esperanza de acabar su triunfal reinado en paz. Y probablemente así habría ocurrido de no ser por la insensata conducta de Mileto y Atenas.
La revuelta jónica
Los jonios eran muy desdichados bajo la dominación persa. No estaban realmente esclavizados, sin duda alguna. Pero debían pagar un tributo anual, soportar la férula de algún tirano instalado por los persas y con un representante de Persia cerca, por lo común, para vigilar al tirano y a la ciudad.
En algunos aspectos, la situación no era mucho peor que bajo los lidios. Pero la capital lidia había estado a 80 kilómetros solamente, y los monarcas lidios habían sido casi griegos. Griegos y lidios se entendían.
Los monarcas persas, en cambio, tenían su corte en Susa, a 1.900 kilómetros al este de Jonia. Darío hasta se había construido una nueva capital que los griegos llamaban Persépolís, o «ciudad de los persas», que estaba aún 500 kilómetros más lejos.
Los distantes reyes persas no sabían nada de los griegos y estaban fuera de su influencia. Adoptaban los hábitos autocráticos de los monarcas asirios y caldeos que los habían precedido, y los griegos se sentían realmente incómodos con las costumbres orientales de sus nuevos amos.
En 499 a. C., pues, estaban dispuestos a rebelarse, si encontraban quien los dirigiera. Hallaron un líder en Aristágoras, quien gobernaba Mileto mientras su cuñado, el tirano, se hallaba en la corte de Darío. Aristágoras había caído en desgracia entre los persas y había claras probabilidades de que terminaría teniendo serios problemas con ellos. Una manera de evitarlo era encabezar una revuelta y quizá acabar como amo de una Jonia independiente.
Las ciudades jónicas respondieron prontamente a la incitación de Aristágoras y expulsaron a sus tiranos, juzgándolos títeres de los persas. El paso siguiente fue obtener ayuda de las ciudades griegas independientes del otro lado del Egeo.
Aristágoras visitó primero Esparta, la mayor potencia militar de Grecia, e intentó persuadir a Cleómenes a que les enviaran ayuda. Después de enterarse de que había un viaje por tierra, desde el mar, de tres meses de duración hasta la capital persa, ordenó a Aristágoras que se marchase inmediatamente. Ningún ejército espartano iba a alejarse tanto de su patria.
Aristágoras se dirigió entonces a Atenas, y aquí tuvo más suerte. En primer lugar, Atenas se hallaba aún bajo la excitación de su democracia recientemente conquistada y sus éxitos en la guerra. En segundo lugar, las ciudades rebeldes de Asia Menor eran jónicas y demócratas como ella. En tercer lugar, Hipias, el tirano ateniense exiliado estaba en Asia Menor, en la corte de uno de los sátrapas persas, y no se sabía si los persas no harían un intento de restaurarlo en el poder. Los atenienses no estaban dispuestos a tolerar esto y parecía juicioso emprender una «guerra preventiva».
(Por esa época, Clístenes fue derrocado en Atenas. Se desconoce la razón de ello, pero es posible que él se opusiera a esta aventura jónica y opinara en contra de ella. El y los Alcmeónídas fueron considerados partidarios de los persas y durante el medio siglo siguiente tuvieron escaso poder en el gobierno de la ciudad.)
Aristágoras volvió a Mileto triunfalmente para informar que Atenas enviaría barcos y hombres, y se hicieron todos los preparativos para lo que se llamó «la revuelta jónica».
Sólo Hecateo, el geógrafo, se negó a dejarse arrastrar por la excitación general. Opinó en contra del proyecto, por juzgarlo alocado y sin esperanzas. Sostuvo que si los jonios estaban absolutamente decididos a rebelarse, primero debían construir una flota para asegurarse el dominio del Egeo; ésta era su única esperanza de éxito. De lo contrario, los persas sencillamente los aislarían a unos de otros. Los jonios habían desoído a Tales y a Bías en ocasiones anteriores y tampoco escucharon a Hecateo en ésta.
En 498 a. C. llegaron veinte barcos de Atenas y otros cinco, de Eretria, que había sido aliada de Atenas desde que ésta derrotara a la vecina y rival de Eretria, Calcis, ocho años antes. Al ponerse en marcha la revuelta, se levantaron también otras ciudades griegas en Tracia, Chipre y Asia Menor. Toda la franja noroccidental del Imperio Persa estaba en llamas.
La primera acción emprendida pareció una promesa de éxito. Aristágoras condujo a los milesios y a los atenienses al Este, tomó por sorpresa a los persas en Sardes, se apoderó de la ciudad y la incendió, para luego volver velozmente a Jonia.
Pero ¿qué se logró con eso? ¿Qué era una ciudad en el enorme Imperio Persa?
Cuando el ejército retornó a la costa jónica, se encontró con fuerzas persas que lo esperaban. Los jonios fueron derrotados, y los atenienses decidieron que ésa no era su guerra, a fin de cuentas, y se volvieron a su patria. Pero el daño estaba hecho e iba a pagar las consecuencias.
Darío estaba furioso. Estaba ya envejecido, pues tenía más de sesenta años, pero no era persona a la que fuese posible enfrentarse sin riesgos. Reunió barcos fenicios y se hizo con el dominio del mar Egeo, que era precisamente lo que Hecateo había prevenido a los jonios que ocurriría si descuidaban los preparativos navales. Ahora los jonios quedaron aislados de Grecia y se enfrentaban con una inevitable derrota. Aristágoras huyó a Tracia y murió allí poco después.
La flota persa-fenicia destruyó la resistencia griega en Chipre y luego se presentó frente a las costas de Mileto. En 494 a. C., los barcos jónicos que se aventuraron a salir fueron destruidos y la revuelta fue sofocada. Los persas entraron en Mileto y la incendiaron, pero trataron a las otras ciudades griegas con relativa clemencia. El poder y la prosperidad de Mileto fueron destruidos para siempre; nunca volvió a recuperar su antigua posición.
Darío envió luego a su yerno Mardonio a Tracia, para reconquistarla. La tarea quedó terminada en 492 a. C. Tracia fue nuevamente persa. Mardonio podía haber seguido hacia el Sur, pero una tormenta dañó a su flota en el mar Egeo, por lo que consideró más prudente dejar allí las cosas por el momento y retornó a Persia.
Quedaba la Grecia continental. Darío no tenía intención de dejar sin castigo a nadie que le hubiese perjudicado. Quedaba una cuenta por saldar con aquellas insignificantes ciudades griegas que habían enviado barcos contra su imperio y habían osado ayudar a incendiar una de sus ciudades. Y aunque hubiese estado dispuesto a olvidar, el viejo Hipias, el antiguo tirano de Atenas, estaba en la corte de Darío e incitaba al monarca persa a que actuara contra Atenas, con la esperanza de recuperar de este modo el poder.
Atenas y toda Grecia temblaban ante esa perspectiva.
Por primera vez, un poderoso gobernante asiático dirigía amenazadoramente su mirada al corazón mismo de Grecia. Las nubes que durante un siglo habían estado acercándose desde el Este se cernían ahora sobre la Grecia continental y la tormenta estaba por estallar.
La batalla de Maratón
Mientras Darío preparaba el golpe, envió mensajeros a las ciudades griegas que aún eran libres y les exigió que reconocieran la soberanía persa. Sólo así podrían evitar su perdición. La mayoría de las islas del Egeo, que no podían esperar ayuda de nadie contra la flota persa se sometieron inmediatamente.
Una de las islas, Egina, sentía tal enemistad hacia Atenas por rivalidad comercial (como habían previsto los corintios) que se sometieron a Darío aun antes de que llegase el mensajero que debía exigirles tal sumisión. Atenas iba a recordar este acto de enemistad.
Algunas ciudades de la Grecia continental también pensaron que la prudencia era lo más indicado y se sometieron. Una ciudad que no se sometió, por supuesto, fue Esparta. Esta era más fuerte que nunca. En 494 a. C., justamente mientras era sofocada la revuelta jónica, Argos se había levantado otra vez contra Esparta y Cleómenes la había derrotado nuevamente, en esta ocasión cerca de la antigua ciudad de Tirinto. Cleómenes también triunfó en una reyerta privada con Demarato, el otro rey espartano, quien en 492 fue desterrado y se vio obligado a huir a la corte de Darío. Con la aureola de victoria que le rodeaba, Cleómenes no iba a someterse a las exigencias de un bárbaro.