Los guardianes del tiempo (27 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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* * *

Despertó muy aturdida. Le llevó bastante tiempo abrir los ojos, que se le volvían a cerrar de inmediato. Tampoco le servía de mucho mantenerlos abiertos porque sólo veía manchas borrosas y apenas podía moverse. Sin embargo, en uno de esos intentos pudo acercarse el reloj a la cara y entrever la posición de las manecillas. Calculó que habían pasado al menos tres horas desde que la drogaron. El ruido y el movimiento eran inconfundibles: estaba en un avión. Sin embargo, a Diana le sorprendió darse cuenta de que se encontraba casi en posición horizontal y le habían colocado una almohada y una manta. "Bueno, por lo menos me secuestran en primera". Poco a poco se le pasó el efecto de la droga y recuperó la visión y la movilidad. No daba crédito. Estaba sola en la cabina de pasajeros de un pequeño reactor privado. Era un Cessna Citation V, el último grito en
jets
para millonarios. O la jefa de la P-7 estaba tirando la
Casa
por la ventana o sus captores eran otros. Esto le pareció lo más probable: ¿para qué iba a drogarla su propia gente? Cada vez comprendía menos lo que estaba pasando.

Miró por la ventanilla tratando de identificar la zona, pero sólo vio una densa capa de nubes. De pronto oyó un ruido y se hizo la dormida. Se abrió la puerta de la cabina y entró alguien que le tomó el pulsó, le palpó la frente y le abrió los ojos para examinarle las pupilas con una linterna. La sorpresa fue mutua, porque el agente se dio cuenta de que Diana estaba despierta, seguramente antes de tiempo, y ella le reconoció de inmediato: era Miguel, uno de sus compañeros en la unidad comandada por Alfonso. Era algo mas joven que ella, siempre llevaba gafas de sol y el pelo engominado al estilo de un banquero de moda. Iba de ligón pero no llegaba a ser tan pesado como el pobre Alfonso, quizá porque Miguel sí ligaba de verdad. A Diana no le caía mal. Siempre la llamaba "princesa", por coincidir su nombre con el de Diana de Gales, y le recomendaba que se peinara como ella. Le sonrió e intentó incorporarse pero sintió nuevamente un pinchazo y la rápida paralización que ya le era familiar. Una vez dormida, Miguel la miró con cierto remordimiento y le tomó nuevamente el pulso. Le dio un beso en la frente y le acarició la mejilla antes de volver a la cabina junto al piloto.

* * *

Cuando se recuperó estaba tendida en un cómodo sofá. Parecía el salón de una casa y estaba decorado en un estilo muy clásico y sobrio. En aquella ocasión los efectos de la droga habían desaparecido casi por completo, pero le escocían los ojos por haberlos tenido cerrados durante horas con las lentes de contacto puestas. Eran más de las nueve de la noche. No había ni rastro de su revólver, ni de su bolso, ni tampoco de su equipaje. No tenía más que la ropa que llevaba puesta. Recorrió aquella estancia, cuya puerta principal estaba cerrada desde fuera. Afortunadamente, la otra puerta daba acceso a un cuarto de baño, que Diana utilizó de inmediato. En las paredes había bodegones y paisajes. Se acercó a la única ventana pero cuando la iba a abrir se dio cuenta de que estaba condenada. Daba directamente a un muro, y seguramente por eso estaban echadas las cortinas. Le llamaron la atención varios objetos decorativos de oro macizo. El dueño de la casa debía de ser muy rico.

Estaba estudiando uno de esos objetos, una copia del famoso busto de Pericles cuyo original en mármol se conserva en el Museo Británico, cuando se abrió la puerta y entró una elegante mujer de la edad de su madre, más o menos. Vestía un traje marrón oscuro de falda y chaqueta y llevaba un maletín de piel y unas carpetas bajo el otro brazo. Tenía el pelo recogido. Era una de esas personas que llenan una habitación al entrar en ella, irradiando importancia y seriedad, pero no resultaba arrogante. Su cara le era familiar a Diana, pero no sabía por qué. La mujer cerró la puerta con llave y se acercó a ella con paso decidido. La miró con afecto y al mismo tiempo con preocupación. Cuando habló, Diana reconoció inmediatamente la voz que esa misma mañana había escuchado a través de su teléfono portátil.

—Hola, Diana. Yo soy 32-700 y dirijo la Sección P-7. Digamos que me llamo Marina García. Es la identidad que más utilizo. Tienes que estar muy enfadada y no te falta razón, así que puedes desahogarte conmigo. Yo soy la culpable de todo.

Aquella confesión inicial tuvo el efecto buscado: apaciguar en cierta medida a Diana. De todas maneras, la agente estaba decidida a no dejarse manipular.

—Creo que me debe usted una explicación y una disculpa, pero le anticipo que voy a renunciar a mi puesto. Ustedes me han engañado desde el primer momento, y después de lo sucedido estos días no quiero seguir trabajando para el CESID.

—Por favor, háblame de tú. ¿Por qué no nos sentamos? Desde luego, estoy dispuesta a darte esa explicación ahora mismo —se sentaron y Marina le entregó un estuche con sus gafas y unos frasquitos. Diana se quitó las lentillas, las guardó y se echó unas gotas de colirio antes de ponerse las gafas.

—¿De verdad era necesario drogarme?

Seguía preguntándose de qué conocía a aquella señora, mientras trataba de mantenerse firme y le sostenía la mirada con dureza. Supuso que se habría cruzado con ella en la sede del CESID. Marina miraba a Diana con comprensión y se diría que con afecto.

—Sí. Era necesario para que no pudieras reconocer el medio de transporte, el lugar de destino ni el tiempo transcurrido, pero esos inútiles lo han hecho fatal. Se quedaron cortos con la primera dosis, se han pasado con la segunda, no te han quitado el reloj… En fin, ahora ya no importa.

—¡¿Cómo que no importa?! ¡Maldita sea, se supone que soy una agente de la Casa, no una espía enemiga!

—Diana, el motivo de tanto secreto está sobradamente justificado. Estás en el edificio K, cuya existencia, emplazamiento y características tienen consideración de secreto absoluto. Nuestros enemigos no se andan con tonterías y no podemos correr riesgos. ¿Acaso tengo que recordarte que lo que has soportado hoy es insignificante en comparación con el sacrificio cotidiano de cualquier agente en una misión de riesgo? De todas maneras te ofrezco mis disculpas, porque tú no sabías que estabas en una misión de riesgo. Nosotros tampoco lo habíamos creído así. Si en todo esto ha habido un error, y no precisamente pequeño, ese error ha sido mío. He esperado demasiado para llegar a este punto. He estado retrasando el momento de explicártelo todo porque quería asegurarme de que estuvieras perfectamente capacitada y entrenada, pero está claro que he descuidado algunos aspectos importantes.

»Ahora han intervenido factores inesperados y hechos muy graves, como el asesinato de Alfonso. Comprendo, por supuesto, que te haya asustado y dolido su muerte. Imagínate cómo me siento yo después de catorce años trabajando con él. Se había convertido en un gran amigo personal, además de un colaborador insustituible —Marina hizo una pausa y miró con tristeza a Diana—. Estás irritada porque no comprendes de qué va todo esto. Me has dicho que quieres renunciar y no te lo reprocho. Pero estoy segura de que cambiarías de parecer si supieras lo que está en juego. Antes de continuar esta conversación tengo que brindarte la oportunidad de abandonar tu puesto ahora mismo. Si quieres, te sacaremos de aquí y mañana despertarás en tu casa, relevada definitivamente de tu puesto en el CESID. Podrás dedicarte a tu doctorado, buscar un empleo normal o seguir trabajando para el CDS.

Pero para decidir tienes que saber lo poco que puedo contarte sin revelar el asunto. Te hemos estado preparando muy a fondo para una misión de la mayor importancia, aunque tú no te hayas dado cuenta. Ahora ya eres la persona idónea para llevarla a cabo. Reemplazarte llevaría al menos un año y la misión debe iniciarse de inmediato. No quiero que suene a chantaje moral pero, si renuncias ahora, España y el resto del bloque occidental, por no hablar del mundo entero, tendrán un problema muy grave. Hemos cifrado nuestras esperanzas en ti. Esta misma tarde le he tenido que decir al Ministro de Defensa que no estoy segura de si podremos contar contigo, que seguramente estabas muy enfadada, y con razón. Ojalá mañana pueda darle mejores noticias. Desgraciadamente no puedo contarte nada más hasta que aceptes la misión, y ya sabes que después no hay marcha atrás. Tú decides.

Diana seguía estando muy dolida y confusa, pero ya sentía el hormigueo de la curiosidad. La misma curiosidad extrema que la había llevado a dejarse reclutar por el servicio secreto, y después a cumplir misiones que se apartaban mucho de la labor de despacho que teóricamente iba a ejercer. Su organismo ya le reclamaba las dosis de adrenalina que prometía aquella misteriosa misión. Se levantó y comenzó a caminar despacio por el salón mientras su jefa guardaba silencio respetuosamente, aparentando consultar sus papeles. Trató de sopesar con cuidado el asunto, pero una parte de ella ya estaba decidida, y ésa era la parte que siempre lograba imponerse. Como en ocasiones anteriores, a Diana le pareció escuchar a una extraña cuando por fin se volvió hacia Marina García y le dijo "Está bien, acepto".

—Muy bien. No esperaba menos de ti —Marina sonrió levemente y hojeó uno de los papeles que tenía en la mano, para después dejar a un lado toda la documentación y mirar a los ojos a Diana—. Ante todo déjame que te explique lo sucedido el jueves en Madrid. Los micrófonos, el interrogatorio a tu amiga Laura y el mensaje de tu contestador son obra de la pequeña unidad de espionaje que mantiene en Madrid la Securitate rumana —a Diana le encajó de pronto el levísimo acento de quien había dejado el mensaje en el contestador de su casa, esa erre que en realidad era casi una ere—. Hemos interrogado a los tres agentes. Todos tienen estatus diplomático. Dos de ellos van a ser expulsados mañana con la consideración de
persona non grata
. Esto es sólo para expresar nuestro malestar a Bucarest. Al tercero, que es el jefe, le dejaremos tranquilo, igual que ellos no molestan a nuestro hombre en Rumanía. Como sabes, siempre hay que mantener puentes. Este agente rumano se llama Sorin Ganea, y es bastante inofensivo para España, aunque no lo sea tanto para las prostitutas a las que le gusta maltratar.

—¿Y éste es el asesino de Alfonso?

—No. Hay un cuarto agente rumano. Tal vez lo haya hecho él, de momento no lo sabemos. Llegó a Madrid el miércoles, también con pasaporte diplomático. Es muy joven pero parece ser un pez gordo de la Securitate. Lo extraño es que nuestro hombre en Bucarest no sabe nada de él. Al parecer tiene rango de comandante y es un brillante arqueólogo.

—¡¿Arqueólogo?!

—Sí, arqueólogo, por supuesto —la jefa esbozó una sonrisa ante la sorpresa de Diana—. Se llama Cristian Bratianu. Está desaparecido desde hace unos días, en circunstancias bastante extrañas. Le habíamos concedido una reunión que debía celebrarse ayer sábado, pero cuando su compañero Ganea le fue a buscar al hotel, no estaba. Su equipaje estaba en la habitación pero él había desaparecido sin dejar rastro. Hemos averiguado que alguien se reunió con él el miércoles por la noche haciéndose pasar por un agente del CESID. Aparentemente, Bratianu no ha salido de España. Hemos encontrado la pistola con la que han matado a Alfonso, y las huellas coinciden con las del equipaje de Bratianu, pero a pesar de eso yo no creo que haya sido él. No me cuadra.

»En cuanto a los micrófonos, el mensaje del contestador y las molestias a tus amigas, solamente han sido un acto de amenaza por parte de la gente de Ganea. Lo pusieron en marcha antes de saber de la desaparición de Bratianu. Parece que las relaciones entre Ganea y Bratianu son muy tensas, pero incluso así me parece una gran torpeza lo que han hecho si tenemos en cuenta que Bratianu debía entrevistarse ayer con nuestro jefe de la Sección S-19, que se ocupa de Europa Sudoriental. Yo iba a participar en esa reunión. En cualquier caso, los micrófonos de tu casa ni siquiera estaban operativos. Aunque el método empleado ha sido una chapuza, Ganea solamente quería llamar la atención y dejarnos claro que te habían descubierto, que conocían tu misión.

—¿Mi misión en el CDS?

—No exactamente: la misión que ellos creen que tienes asignada: creen que tu papel es el de proteger un objeto arqueológico propiedad de Adolfo Suárez y guardado en la caja fuerte del CDS.

—Pero, ¿cómo pueden creer esa estupidez? Que yo sepa, ni siquiera hay caja fuerte en ese edificio.

—Es que se lo hemos hecho creer nosotros. Te habrás preguntado más de una vez de qué le sirve al CESID tener un oficial de
antena
en un partido político normal y corriente. Pues en efecto, no sirve para nada. Nadie está espiando al CDS. Siento decirte que tus informes sobre ese partido van derechos a la papelera. Tu misión ha servido únicamente para reforzar la historia que le hemos vendido a los rumanos, y al mismo tiempo para darte a ti un descanso después del ritmo frenético de los meses anteriores, y completar tu formación.

Diana se quedó boquiabierta, pero enseguida reaccionó.

—O sea que la clave de todo este asunto es esa pieza arqueológica que no tiene Suárez. ¿La tenemos nosotros?

—Sí. Está a buen recaudo, pero hemos hecho creer a todo el mundo, menos a nuestros principales aliados y a los rumanos, que no la tenemos. Oficialmente se perdió hace más de trece años, en 1976, porque a nuestro agente se la robaron cuando la transportaba, tras haberla recogido en el domicilio de Adolfo Suárez. Ese agente era Alfonso. Hay varios servicios secretos ajenos al bloque occidental que están interesados en la pieza, pero el más insistente ha sido siempre el rumano, por presión del propio Ceausescu o de su mujer. En los últimos años se ideó una versión distinta de la historia para ellos. Se les hizo creer que, efectivamente, la pieza no se había perdido, que aquel asalto había sido un montaje y que el objeto seguía en casa de Suárez. Hace poco, cuando el CDS inauguró su nueva sede de la calle Marqués del Duero, hicimos a Ganea sospechar que el objeto se había trasladado a ese edificio. Necesitábamos mantener vivo el interés de los rumanos y dar con el responsable científico de la investigación para la cual necesitan esta pieza, seguramente alguien muy próximo a los Ceausescu.

—¿Por qué?

—Pues porque ellos tienen otros dos objetos que están relacionados con el nuestro, y necesitamos hacernos con ellos urgentemente y a cualquier precio.

—Pero, ¿en qué consiste el objeto? —a Diana le costaba creer que una antigüedad pudiera tener una importancia tan grande.

—Verás. En 1970 un joven egiptólogo segoviano, Santiago Cárdenas, viajó con el equipo enviado para supervisar el traslado del templo de Debod a España. Según el plan megalómano del presidente Nasser, se iba a construir la enorme presa de Assuán y muchos monumentos del antiguo Egipto, para no quedar sumergidos definitivamente, debían ser desmontados y enviados a los países que se comprometieran a su protección. España se hizo cargo de este templo, que como ya sabrás se trajo a España desmontado y se volvió a edificar, piedra por piedra, en el solar del Cuartel de la Montaña, en Madrid. Cárdenas participó en aquel equipo porque su especialidad era la cultura de Meroe, y el templo de Debod fue construido precisamente por el rey Adijalamani de Meroe, en el siglo II antes de nuestra era. Estando en Egipto se enteró de que Emil y Mariana Iordache, un matrimonio de egiptólogos rumanos, habían obtenido permiso para excavar en una zona inexplorada cerca de las ruinas de Meroe, que están más al sur, ya en territorio sudanés. Consiguió una carta de recomendación del jefe de su equipo y se unió a los Iordache. Hicieron un descubrimiento fabuloso, aunque no relacionado con el periodo de Meroe sino muy anterior. Se trataba de dos tablillas y una llave de enorme valor. Parece ser que el ayudante de los Iordache era en realidad un comisario político del régimen rumano, un tal Calinescu. Este se puso nervioso ante la magnitud del descubrimiento. Hubo una fuerte discusión y Calinescu mató a los Iordache e hirió a Cárdenas, pero éste pudo escapar con una de las tablillas y cruzar irregularmente a Egipto. En El Cairo pidió ayuda a la embajada y regresó a España. No sé cómo, pero convenció al embajador de que le permitiera, contra todas las normas vigentes, llevarse la tablilla en una caja declarada como valija diplomática.

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