—Bueno, ¿me enseñas los planos? Que a eso he venido, no a interrumpir vuestra pasión.
—Pues nadie lo diría —la reina, que se había cambiado de ropa, entró en la habitación con una gran vasija llena de fruta, y se aproximó también a los planos.
—Veréis —explicó el Viajero—, la construcción es enteramente subterránea, tal como habíamos acordado. Ni siquiera hay una entrada visible, sino una simple trampilla que da acceso a este tubo de escaleras de cuatrocientos noventa peldaños, con una fuerte pendiente y cinco cámaras de descanso a lo largo del recorrido. La salida es fácil de ocultar con arena o construyendo encima un edificio civil de poca importancia. Esto de aquí es la cámara donde se alojará la Herencia. El mecanismo de seguridad es el que ya te había comentado. Se activa en este punto, en la sala diez. Todas estas otras salas, de la treinta a la setenta y ocho, son los aposentos de los Doce Sabios, sus salones de trabajo, las cocinas, la despensa, el pozo… Aquí, como ves, hay un sistema que impulsa aire fresco de la superficie al interior, y esto de aquí es la canalización de los residuos al río subterráneo que pasa a unos metros de distancia. La iluminación se basa en un sistema de cientos de microespejos que amplifican considerablemente la luz de las velas. Calculo que con el refugio bien aprovisionado se puede resistir sin salir a la superficie hasta cinco o seis meses, si es necesario. Esto aumentará considerablemente la seguridad.
Siguieron discutiendo el proyecto durante cerca de una hora, y Akhenatón felicitó al Viajero por su proyecto. Nunca habría podido encargar esta construcción a uno de los arquitectos oficiales, porque nadie debía conocer el secreto que iba a esconderse en el refugio subterráneo, ni la mera existencia de tal refugio, así que no tuvo más remedio que pedírselo a su amigo extranjero. Era por lo menos tan buen arquitecto como los de la corte, que en apenas un par de años habían edificado toda la nueva capital. El nuevo refugio, sin embargo, nunca llegaría a construirse.
Refugio de los Doce Sabios cerca de Akhetatón, marzo de 1341 a. n. e.
El Viajero solía pasar noches enteras examinando la Herencia y tratando de comprender más de lo que ya sabía. A veces, como en aquella noche, le acompañaba Nefertiti. El arcón metálico contenía multitud de objetos que procedían, como el propio recipiente, de un país desaparecido casi seis mil años atrás. Había unos trescientos pequeños libros cuadrados cuyas hojas eran de un material finísimo, resistente al agua y a los cambios de temperatura. Estaban encuadernados con una técnica desconocida por los egipcios. Por desgracia, la escritura era incomprensible. Había también treinta bloques de metal de diversas proporciones, que sin duda estaban huecos y contenían objetos de diferente peso y tamaño, pero no había forma de abrirlos. Y había muchas otras piezas cuya utilidad no habían alcanzado a comprender los Doce Sabios: objetos de avanzada tecnología, sofisticadas formas y materiales desconocidos.
En realidad, los custodios de aquel tesoro únicamente comprendían los tres informes de los primeros Doce Sabios. Generación tras generación, los integrantes del grupo habían ido transmitiendo esa información a los nuevos miembros. Los protectores de la Herencia cumplían con celo la tarea de copiar esos tres escritos cada diez años para evitar que su deterioro físico y la evolución del idioma los hicieran algún día incomprensibles. Además, aprendían otras lenguas escritas y traducían los informes. Numeraban y fechaban las copias, y nunca destruían las anteriores. Y sobre todo, mantenían rigurosamente varios tipos de calendarios y llevaban con absoluta precisión la cuenta del tiempo transcurrido. Todo ese archivo de copias, traducciones, calendarios y otros documentos estaba ordenado y depositado en una gran caja de oro macizo, el único objeto no original que se guardaba en el arcón de la Herencia. El Viajero sabía que el grupo de doce guardianes del arcón había existido desde antes incluso de que la Herencia llegara a tierras egipcias, y que los tres escritos eran la transcripción de otras tantas historias transmitidas verbalmente por los Sabios viejos a sus sucesores desde tiempo inmemorial, hasta que la invención de la escritura les permitió valerse de un medio más seguro de perpetuar su conocimiento.
El más largo de los tres escritos explicaba las características asombrosas de la civilización perdida: su desarrollo tecnológico, su marco ético y político, sus costumbres… El Viajero había recorrido cientos de veces cada párrafo de aquellos textos, fascinado por aquella increíble sociedad humana desaparecida. Y en los documentos originales, en aquellos libros sofisticadísimos, tenía las pruebas de que la información era correcta porque, aunque no pudiera entenderlos, muchos de ellos estaban ilustrados con unos dibujos cuya absoluta precisión decía mucho de aquel pueblo también en el ámbito artístico. Era la "pintura exacta", como la denominó el Viajero. Pensó que era tan precisa que seguramente se realizaba valiéndose de algún ingenio mecánico. Las imágenes presentaban un mundo lleno de adelantos en el que todas las personas tenían una consideración similar y un nivel de bienestar y lujo muy superior al de cualquier rey que el Viajero hubiera conocido.
Le desesperaba no poder acceder a la lectura directa de aquellos bloques de papel cuadrados unidos por la parte superior. Los Doce Sabios habían identificado un total de cuarenta y ocho símbolos diferentes, de los cuales treinta y cinco se repetían con frecuencia y los otros trece debían de ser signos excepcionales utilizados para enfatizar o explicar alguna cosa. Los caracteres debían haberse plasmado por medios mecánicos, porque, dentro de cada libro, eran siempre idénticos.
Tomó una vez más el documento que narraba la historia de la asombrosa civilización llamada Aahtl. En algún remoto lugar situado "más allá de todos los mares y de todas las tierras", había existido un pueblo extraordinariamente adelantado. El factor determinante de su desarrollo había sido la "abolición del temor". Una escuela de filósofos había expuesto al pueblo la superioridad del razonamiento intelectual frente a las creencias supersticiosas con las que los antiguos habían intentado explicar lo desconocido y consolarse ante el dolor. Esta nueva filosofía sostenía que la muerte era el fin de toda forma de existencia y que por lo tanto había que vivir con intensidad la única vida de la que disponía el ser humano. Todos los fenómenos naturales tenían una explicación lógica aunque los hombres aún no estuvieran capacitados para conocerla. La realidad era cognoscible a través de los sentidos e interpretable mediante el uso de la inteligencia. Las fantasías sobrenaturales sólo podían servir como pasatiempo literario, nunca como medio de asentar verdades. Los antiguos dioses no existían más que en la imaginación popular, y los sacerdotes que decían hablar en su nombre fueron perdiendo su prestigio e influencia hasta quedar relegados a la condición de simples charlatanes, para finalmente desaparecer.
Del politeísmo se pasó a la creencia en un dios único, como último estadio previo al entendimiento de que la divinidad sólo era una creación humana. Sólo el uso de la razón podía conducir a la verdad, aunque no siempre lo hiciera. Las personas tenían que actuar conforme a los dictados de su propio raciocinio, el cual no producía verdades absolutas, ya que todo descubrimiento humano podía verse corregido por nueva información obtenida más tarde. Esta corriente de pensamiento se había ido extendiendo poco a poco hasta alcanzar a toda la sociedad.
Desde que el racionalismo se generalizó, los viejos mitos religiosos cayeron en desuso y el misticismo terminó por desaparecer. En Aahtl ya sólo se veneraba la inteligencia humana, considerada como la maravillosa cualidad que distinguía a los hombres y mujeres del resto de criaturas de la naturaleza. Esos humanos se consideraban a sí mismos y a sus semejantes como los únicos "dioses", y el conocimiento era el medio de tender hacia la "divinidad". Cada generación estaría un poco más cerca de ella al dominar mejor la ciencia y la tecnología. La gente de Aahtl llegó a utilizar la misma palabra para designar el concepto de dios y el de hombre. El hombre era un fin en sí mismo, no el medio para alcanzar los fines de otros hombres ni para cumplir los designios de ningún dios. Perseguir su propia felicidad era su tarea más noble, y además, si la emprendía por medios correctos, su esfuerzo generaba de mil maneras un beneficio tangencial para el resto de la sociedad.
El Viajero releyó emocionado el pasaje en el que los antecesores de los Doce Sabios afirmaban que las gentes de Aahtl, en sólo doscientos años, pasaron de ser un país con un nivel de desarrollo muy bajo (que debía de ser similar al del Egipto de Akhenatón) a convertirse en esa "sociedad de hombres-dioses" capaces de prolongar la vida humana hasta doblarla, construir varios barcos voladores, comunicarse a distancia, producir luz en la noche y fuerza a voluntad aplicando ambas a sus necesidades con increíble precisión, y dominar también la ciencia de la astronomía. Y capaces, sobre todo, de vivir en paz.
Aahtl era un país muy pequeño situado en los valles centrales de una gran isla. Los valles estaban rodeados de montañas volcánicas, y su clima era templado en comparación con el frío del resto de la isla. Alrededor de Aahtl, más allá de las escarpadas cordilleras que la rodeaban, había hacia un lado una inmensa y fría extensión árida que culminaba en el mar, y, en la dirección opuesta, un impenetrable casquete de hielo. En los tiempos previos al vertiginoso desarrollo de Aahtl, sus gentes —que muy rara vez se aventuraban a cruzar las montañas y el enorme erial para llegar hasta la costa— creían que aquella isla era la única tierra firme existente, y que sus valles centrales templados eran el único espacio habitable. El resto del mundo debía de ser simplemente agua. Por supuesto, no conocían la navegación, pese a que de Aahtl partían dos grandes ríos. La tradición afirmaba que aquellos ríos eran los responsables de todas las aguas que llenaban el mundo, plano y redondo, con la sola excepción de la isla central, la única tierra emergida.
Al Viajero le sorprendió saber que, en aquel remoto país, durante medio año había apenas cinco o seis horas de sol al día, y durante el otro medio se invertía la proporción. Esto le llevó a reflexionar sobre un fenómeno que ya le intrigaba. En su tierra de origen el día era ligeramente más corto que en Egipto, y en Nubia era ligeramente más largo. Dedujo que el mundo tenía "extremos", y que las horas de luz no dependían solamente de la época del año sino también de la ubicación de cada reino. Cuanto más cercano estaba un país al "centro" del mundo, más regulares eran sus horas de sol, mientras las tierras más periféricas sufrían una fuerte descompensación entre invierno y verano.
La población de Aahtl nunca había superado los doscientos mil habitantes. En las últimas décadas de su existencia, cuando su desarrollo ya era imparable, habían deducido y después confirmado que el planeta era esférico, que más allá del mar había muchas otras tierras emergidas y que en ellas habitaban otros seres humanos. Pocos años antes de la catástrofe, habían llegado a construir hasta una veintena de ingenios voladores. Valiéndose de ellos, unas pocas personas habían llegado a visitar con gran curiosidad el mundo. Procuraron no interactuar, en la medida de lo posible, con las poblaciones que encontraron, ya que creían que cada uno de esos pueblos debía evolucionar por sí mismo, como había hecho Aahtl. Casi todas esas poblaciones estaban aún en una fase muy primitiva de su evolución y desconocían la escritura. Llevaban una vida nómada, cazando y recolectando alimentos. Otros pueblos habían llegado a hacerse sedentarios, pero también estaban muy atrasados en su desarrollo. Sólo había unas pocas culturas dignas de cierta atención. En el momento de la súbita desaparición de Aahtl, uno de los debates políticos de mayor importancia giraba en torno a la conveniencia de establecer colonias en las otras tierras emergidas, pues casi todas eran mucho más fértiles y habitables que la propia Aahtl.
La forma de gobierno de Aahtl era en realidad una negación del gobierno, ya que éste contaba con muy pocas personas dedicadas en exclusiva a su administración. El Estado prácticamente se limitaba a mantener el orden, velar por los derechos de propiedad y las demás libertades públicas y administrar justicia. El racionalismo había acabado con la justificación de las antiguas guerras intestinas y las gentes de Aahtl se dedicaron a la industria y al comercio en pacífica convivencia. Los hombres y las mujeres de aquel remoto país, iguales en derechos y obligaciones, emprendían de forma espontánea las tareas deseadas e intercambiaban sus servicios y productos con otras personas, en persecución de su propio beneficio. Al hacerlo, se veían obligados a competir con otros productores y prestadores de servicios. Por lo tanto, el ingenio y la creatividad eran la clave del éxito individual, pero también del colectivo: al idear y crear, los individuos contribuían al bienestar del resto, movidos por su legítimo interés personal.
Naturalmente, esto generaba diferencias de riqueza entre unas personas y otras, pero el umbral mínimo de comodidad y bienestar nunca dejaba de aumentar a causa del avance tecnológico y de la generalización del excedente en una sociedad cada vez más opulenta. Además, la movilidad social era tan grande que cualquier persona podía mejorar o empeorar su situación dependiendo de su habilidad en las relaciones de intercambio con las demás, porque en Aalitl se había descubierto que la generación y el consumo de la riqueza no se asemejaban a un círculo sino a una espiral. Es decir, la creación de riqueza no era finita y, por lo tanto, el bienestar general dependía de la creación de riqueza nueva, no de organizar un buen reparto de la existente. Además, la tentación de planificar la felicidad y el bienestar de la gente desde el poder político habría llevado a crear un inmenso aparato estatal que habría resultado caro y corruptible, y que habría terminado por adquirir vida propia y crecer hasta asfixiar la economía y apoderarse de la sociedad, haciendo añicos la soberanía de las personas.
La gente de Aahtl tuvo el acierto de descartar las pocas propuestas que hubo en esa línea, y el sentido común de escoger siempre a políticos comprometidos con la limitación del gobierno. Los altos dignatarios eran elegidos por un máximo de dos años, y se trataba siempre de personas prestigiosas que tenían otras fuentes de ingresos y no percibían retribución alguna por su función. Los ciudadanos tenían muy arraigado el sentimiento de libertad individual y una sana desconfianza frente al poder. En Aahtl se consideraba esencial la universalidad de la educación y de la sanidad, garantizadas en el documento de enunciación de los derechos, libertades, responsabilidades y deberes personales, que se consideraba el mayor hito en la configuración política del país.