—Pero eso puede tardar años, Cristian, si es que ocurre…
—¿Años? No creo que el comunismo dure más de seis o nueve meses, incluso aquí.
—No, no, imposible. Aquí no hay una oposición organizada, tú mismo lo has dicho.
—Claro. Ésa es la diferencia, hermanita… por eso en este país el cambio no se percibe como algo inminente. Esto no es Hungría ni Checoslovaquia, ni Polonia. Aquí no tenemos un Vaclav Havel ni un Lech Walesa. Aquí va a caer el régimen por su propio peso y por el contexto internacional, no por la presión de los intelectuales ni de la calle, que si llega a producirse será sólo en la última fase. La oposición no está organizada, pero los que sí están muy coordinados son los sectores descontentos del propio aparato comunista, aunque sus representantes no se manifiesten públicamente. Por ejemplo, el "séptimo" de la carta. ¿No te ha sorprendido que en la Carta de los Seis falte una firma tan importante (dentro del sector prosoviético del partido) como la de Ion Iliescu?
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Yo creo que lo están reservando para asumir un papel protagonista cuando sea preciso. Por ahí vendrá el cambio, Silvia. ¿Acaso crees que los capos de la Securitate y del partido van a consentir que la situación se les pudra en las manos, arriesgándose a perder el poder? ¿O se van a adaptar a los nuevos tiempos, sacrificando a Ceausescu e incluso al comunismo ortodoxo, si es necesario, para protagonizar ellos el cambio de sistema? Entonces llegará nuestra oportunidad y al mismo tiempo nuestro deber, porque tendremos que forzar que ese cambio sea auténtico, que no se quede en una simple operación cosmética de Iliescu y compañía, de los reformistas del régimen.
—Pero, ¿de verdad se está moviendo algo en la cúpula del partido, o del ejército, o de la Securitate? Me cuesta creerlo, Cristian. La imagen que transmiten es de la más absoluta unidad.
—Eso creía yo también. Son muy discretos en sus movimientos, pero sí que se está preparando algo, Silvia, te lo aseguro. Escucha, sólo te pido confianza y prudencia. Ten en cuenta que en casa no podemos hablar demasiado. Vuestra conversación de hoy ha sido un gran error. Ni siquiera habíais puesto música para tapar las voces, aunque tus gritos no los taparía ni la filarmónica de Craiova. Te repito que es posible que tengamos micrófonos y hay que ser discretos. Y por teléfono, desde luego, ni una palabra. Sé que estás metida en una organización clandestina, aunque lo niegues. Actuad con sensatez, por favor. Y nada de llevar a nadie a casa: no podemos poner en peligro a mamá, ni tampoco podemos arriesgarnos a perder ahora mi posición, que nos da muchas ventajas y será útil cuando llegue el momento del cambio. Así que tú no sabes nada de mi labor en la Securitate, ni mucho menos de la unidad arqueológica, ¿vale? Si la
compañera
se entera de que le he contado a mi familia que existe esa unidad, lo más probable es que ordene que me maten, y te lo digo muy en serio. No lo puede saber nadie más. A ver si llegamos a un acuerdo, Silvia. Tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.
—Como buenos hermanos —por primera vez Silvia sonrió, aunque con un gesto algo amargo. Tenía veinte años pero parecía casi de la edad de su hermano. Además nadie, salvo el incompetente de la Securitate que hacía guardia en la planta baja, habría podido negar que eran hermanos. Los mismos ojos verdes, casi la misma cara. La única diferencia era que Silvia tenía el pelo negro, como su padre, y unas cuantas pecas en los pómulos.
—Exactamente. Como buenos hermanos —respondió mirándola con severidad y a la vez con ternura. Desde la muerte de su padre, Cristian había sentido una gran responsabilidad sobre su hermana, a la que quería con locura. Nada le entristecía más que haberse sentido despreciado por ella a causa de su puesto en la Securitate. La conversación en el Intercontinental le alivió mucho, pero seguía preocupándole que Silvia se metiera en algún lío y él no pudiera ayudarla.
Madrid, 12 de junio de 1989
La elegante mujer negra salió de su suite del hotel Palace y tomó el ascensor. Saludó con un leve gesto al portero, que se inclinó y le dijo "boa tarde, senhora" con un fuerte acento español. Poco después rodeaba la plaza que todo el mundo conoce como Neptuno, por la estatua del dios marino que allí se encuentra, pero que oficialmente recuerda a la figura mucho menos divina de Cánovas del Castillo. El tráfico del lunes era ensordecedor y la contaminación que generaba terminó por irritarle la garganta. Entró en el Ritz y dio un nombre al conserje.
—Sí, sí, la está esperando en el salón Real Academia.
—Obrigada —respondió sin darse cuenta, dirigiéndose al punto de encuentro indicado.
La puerta estaba entornada. Llamó con los nudillos, entró y cerró la puerta. Al fondo del pequeño salón revestido de madera, una mujer blanca, algo mayor que ella, estaba sentada a la mesa de madera llena de documentos. Llevaba un vestido azul claro y un gran broche de oro. Dejó sobre la mesa unos papeles y el bolígrafo, y se levantó sonriente para acudir al encuentro de su invitada. Pero de pronto la visitante flexionó teatralmente la rodilla, cruzó las manos sobre el pecho e inclinó la cabeza, aunque no pudo reprimir una sonrisa que le restó solemnidad al gesto. Su anfitriona, entre abrumada y contrariada, se apresuró a llegar hasta ella y la abrazó.
—Majestad —dijo la africana en un extraño idioma de difícil pronunciación.
—¡Por favor…! Ya sabes que no apruebo las reverencias. ¡Estamos en el siglo XX! —La abrazó y le dio un beso en la mejilla—. Eres mi amiga y no te lo consiento, ¿me oyes? Además soy yo la que debería honrarte, al menos académicamente. Tu trabajo siempre ha sido mejor que el mío.
—Vuestra Majestad siempre ha vendido más libros que yo, casi tantos como nuestro amigo Harris… —la africana sonrió y tomó asiento obedeciendo un leve gesto de su vieja amiga.
—Bueno, no tantos, ni mucho menos… De todas formas, ésa es una gran injusticia que se debe a que yo soy europea y tú eres una profesora del Tercer Mundo que ha tenido que exiliarse. Por cierto, ¿cómo están yendo las cosas en tu país?
—Parece que hay algo de luz al final del túnel, Majestad. Las negociaciones van por buen camino y es casi seguro que dentro de un par de semanas se firmará el acuerdo de paz, después de catorce años de guerra civil. No es que confíe mucho en que se respete ese acuerdo, pero tal vez no esté lejano el día en que mi familia y yo podamos volver a casa. Pero de momento vamos a seguir en Lisboa.
—Bueno, esperemos que esa paz sea definitiva. En fin, me alegro mucho de verte.
—Majestad, seguramente ya suponéis cuál es el motivo por el que os he solicitado esta audiencia.
—Sí, me lo imagino —adoptó un gesto de preocupación—. La sesión plenaria de Rotterdam.
—Exactamente. En la reunión de la semana pasada intenté por todos los medios que Vuestra Majestad fuera excluida del sorteo. Sólo el presidente se abstuvo. Los demás miembros del Comité de los Doce votaron en contra de mi propuesta aduciendo que nuestra monarquía interna fue abolida hace muchos siglos y que todos debemos recibir el mismo trato. Y después el sorteo salió como salió y no pude hacer nada.
—Sí, el presidente me ha transmitido exactamente la misma información. En mi opinión fue una decisión correcta. Yo me habría opuesto a recibir un trato de favor. Es norma ancestral de nuestra Sociedad que doce de sus miembros no acudan a las sesiones plenarias. En caso de catástrofe, ésas serán las personas encargadas de comenzar de nuevo. Si el azar ha hecho que esta vez me haya tocado ser una de esas doce personas, no tengo nada que objetar.
—Pero Majestad, ¿os dais cuenta de lo que nos vamos a jugar en septiembre?
—Lo mismo que siempre nos hemos jugado: todo.
—Pero las cosas han cambiado. Ha llegado el momento de actuar y parece que nadie más se da cuenta.
—Eso no es del todo cierto. En realidad yo diría que tienes un buen número de seguidores. Quizá más de los que tú misma crees.
—No intento provocar ningún cisma. Respeto profundamente al presidente, como Vuestra Majestad sabe mejor que nadie. Son muchos años de amistad. Pero en Rotterdam debe cambiar el curso de nuestra historia. Y me parece un error que en un momento así no se pueda escuchar una voz tan autorizada como la vuestra.
—Mi voz vale tanto como la tuya o la de cualquier otro. La tradición monárquica ha permanecido viva en un sector minoritario, aunque relevante, de nuestra Sociedad desde que se abolió su papel institucional. Como depositaría de ese legado, estoy dispuesta a mantenerlo. Sin embargo, soy consciente de que mi linaje no tiene más valor que el de una curiosidad histórica. Las pocas voces que claman por un retorno de la monarquía interna no sólo se enfrentan a los tiempos que corren y a la voluntad mayoritaria, sino que contarán siempre con mi propia oposición.
»Tú eres una mujer clave en el engranaje de la Sociedad. Aunque tu voz esté sola en el Comité de los Doce, tiene mucho valor y ya sabes que, en el fondo, el presidente está de acuerdo con buena parte de tus planteamientos. Ve a Rotterdam y que sólo la razón te guíe. Defiende tus ideas con la misma lealtad que siempre has demostrado, pero con toda la firmeza necesaria. La Sociedad te escuchará y no me sorprendería que tus propuestas derrotaran a las del resto del Comité. Es el plenario quien decide, y allí ya no estás sola.
—Me gustaría conocer la opinión de Vuestra Majestad.
—Pues, sinceramente, mi opinión todavía no está formada. Por un lado, tus planteamientos me resultan absolutamente lógicos. Yo también creo que hay que actuar cuanto antes, que sería un suicidio no hacerlo. Pero por otra parte, creo que ahora más que nunca debemos ser precavidos. Deseo que la Sociedad sepa armonizar esas dos prioridades. Tras hablar con el presidente, creo que piensa de forma parecida, aunque, claro, él está en medio de una maraña de intereses cruzados y trata de mantener el consenso entre personas cuyas posiciones, como sabes, están muy enfrentadas.
—¿Puedo contar al menos con un escrito de Vuestra Majestad a la minoría monárquica? Sería bueno que conocieran vuestra visión…
—No, no, de ninguna manera. La decisión que se adoptará en septiembre es crucial y los doce excluidos no debemos interferir en ella. Es la ley. Nuestro papel se limita a organizamos lo mejor posible como grupo de reserva por si hubiera una catástrofe durante el acto. Yo soy una más. Descender de determinadas personas no me confiere una sabiduría mayor. Ya sabes lo que pienso del asunto. ¡Se supone que somos una organización racionalista! Bastante cuestionable es el hecho de que la dinastía real tenga asegurado el carácter de miembros natos, cuando el proceso de iniciación de todos los demás puede durar años, pero en fin… mientras haya consenso al respecto, de acuerdo. Pero no acepto ni un solo privilegio más por la simple composición de mi ADN, que en realidad es igual que el de cualquier otro. Una cosa es mantener el legado monárquico como una valiosa tradición sin efectos prácticos, como un elemento histórico y cultural de nuestra Sociedad, y otra muy distinta es hacer un uso político de él para tener más influencia de la que le corresponde a los demás. A eso no estoy dispuesta.
Alguien llamó a la puerta. La mujer blanca miró su reloj, alarmada.
—Tendrás que disculparme, aún tengo que atender a seis personas más. Pero me gustaría cenar contigo y recordar nuestra época de estudiantes. ¿Te quedas en Madrid esta noche?
—Sí, Majestad. Será un honor.
—Muy bien. Nos veremos a las nueve y media en un restaurante que se llama Zalacaín. Pídele la dirección al conserje. Y una cosa más, ¿sería mucho pedir que volvieras a llamarme por mi nombre, como siempre? Tanto "majestad" me está mareando. ¡Hace treinta años que nos conocemos…! ¿O ya no eres mi amiga?
—Por supuesto que sí, pero desde el fallecimiento de vuestra madre…
—Ya, pero te lo pido como favor personal. De hecho te lo ruego. Anda, inténtalo, ensaya de cara a esta noche —bromeó mientras se despedía con dos besos de su amiga y la sujetaba por los codos para evitar que perpetrara de nuevo aquella aparatosa reverencia—. ¡Si no debe de ser tan difícil! De todas formas durante la cena tendremos que hablar en un idioma normal y no querrás que todo el mundo me mire tratando de averiguar qué "majestad" soy…
La africana sonrió a su amiga.
—Bueno, ya sabéis que el tratamiento real sólo se os da en nuestra lengua, por seguridad.
—Pues qué alivio. En fin, hasta la noche.
—Hasta la noche, Majestad.
Akhetatón
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(Egipto), febrero de 1341 a. n. e.
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El Viajero era un hombre de unos cuarenta años. Aparentaba menos edad, pero su mirada encerraba esa sabiduría que normalmente sólo se encuentra en los ojos ancianos. Su barba y su melena, largas y negras, contrastaban con la blancura de su piel, exagerada y sorprendente en esas regiones cálidas de la cuenca del Nilo. Sus ojos claros y su altura, también excesiva entre los egipcios, terminaban de clasificarle como un extranjero venido de muy lejos, probablemente de las tierras frías situadas más allá de la orilla septentrional del Gran Mar y supuestamente habitadas por gente atrasada y violenta.
En las manos llevaba un recipiente cilíndrico de un metro de largo y unos veinte centímetros de diámetro, fabricado con madera y lujosamente policromado. Dejando tras de sí un pequeño edificio en construcción, se acercó a la entrada del austero palacio real. La guardia saludó con respeto al amigo y protegido del faraón. Ese misterioso extranjero —cuya cultura e inteligencia desmentían los prejuicios imperantes contra los pueblos del lejano Norte— se había convertido, en menos de dos años, en la persona más influyente de la corte. Nadie sabía su verdadero nombre. Él se hacía llamar simplemente "el Viajero".
Su noble cuna en una patria lejana no le había impedido sentirse llamado, desde niño, a recorrer el mundo para conocer y comprender a los pueblos más diversos. Sin saber si en realidad buscaba algo concreto, el Viajero partió a los diecisiete años llevando consigo una parte de la riqueza familiar en oro y piedras preciosas, pero, sobre todo, una sólida base cultural que sería el cimiento de su aprendizaje futuro en las principales ciudades del mundo conocido. Su padre y su abuelo se habían ocupado de hacer de él, dentro de las posibilidades de una sociedad tan primitiva, un joven culto, refinado, justo y sabio. Su preparación era la mejor que hasta entonces había alcanzado un heredero o cualquier otro miembro de su clan. Estaba destinado a gobernar al "pueblo de los lobos", un conjunto de tribus eminentemente agrícolas, asentadas a lo largo de un ancho río pero extendidas también hacia las altas montañas del norte.