Los guardianes del tiempo (34 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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Con un disparo certero le reventó los tendones, los músculos principales y el túnel carpiano, desactivando los nervios de la muñeca. La bala atravesó su objetivo y se hundió en el colchón, pasando a escasos centímetros de la cabeza de Laura. La mano quedó inerte y la pistola cayó sobre el pecho de la chica, que la cogió con una mano y empujó a su agresor con la otra. El intruso cayó contra la pared y se deslizó hasta doblarse en el suelo, retorciéndose de dolor. Se había metido la otra mano en el cinturón pero no sacó ningún arma. Diana se acercó apuntándole de cerca mientras le quitaba la capucha. No tendría ni veinte años.

—¿Quién te envía? ¡Responde!

Pero el chico se llevó la mano derecha a la frente y comenzó a santiguarse. Entre los dedos tenía algo que se llevó a la boca. Diana no pudo impedir que se tragara una pastilla de cianuro.

En ese momento entró Cristian, que se había despertado por el disparo. En el portal había dos policías muertos. El del rellano, a quien el sicario enviado por Zlatko Veric le había arrebatado la llave del piso, estaba gravemente herido y había perdido mucha sangre, pero la ambulancia llegó a tiempo de salvarle la vida. En la esquina de Villanueva y Serrano, un hombre esperaba al volante de un BMW negro, sin luces y con placa diplomática. Cuando vio llegar la ambulancia golpeó con ira el salpicadero, encendió el motor y se marchó. Un par de manzanas más allá, se detuvo y realizó una llamada con el teléfono instalado en el vehículo. Una palabra en croata era la clave pactada para informar a Veric de que la misión había fracasado. Desde otro teléfono móvil, Diana hablaba con Marina García a través de la centralita del CESID.

Burdeos, 3 de octubre de 1989

Zlatko Veric colgó bruscamente el teléfono tras recibir las malas noticias de Madrid, y caminó como un león enjaulado por su habitación del hotel. El secuestro de Diana habría sido su mejor baza para negociar con el CESID, tras la prueba de fuerza consistente en la muerte de su compañero Alfonso Huerta. Ahora ya no había otra solución que poner en marcha la operación de ataque directo a la Sociedad, que evidentemente dirigía los pasos del servicio secreto español.

Dos días antes, a esa misma hora aún estaba en el Hostal de los Reyes Católicos, en Santiago de Compostela. Tras asesinar al agente Huerta, había abandonado la habitación 104 y había subido un piso por las escaleras. Recogió su equipaje y bajó a la recepción para pagar la cuenta. Al salir del lujoso establecimiento le sorprendió ver que ya estaba llegando la Guardia Civil. ¿Cómo se podía haber encontrado tan rápido el cadáver? Veric había entrado sigilosamente mientras Alfonso hablaba por teléfono, de espaldas a la puerta. Había matado al español de un solo tiro, disminuyendo mucho el ruido al utilizar silenciador. Nadie habría podido oírlo desde fuera de la habitación. Sin embargo, quien estuviera al otro lado de la línea sí podía haberlo escuchado y lo habría identificado como un disparo silenciado, sobre todo si se trataba de alguien con la formación adecuada, o si la conversación estaba filtrada por un dispositivo de escucha inteligente. El argentino había colgado apresuradamente el teléfono portátil de Alfonso.

Salió del hostal y cruzó la plaza del Obradoiro, perdiéndose en el laberinto de calles del casco antiguo compostelano. Pensó que lo mejor era iniciar de inmediato el viaje de regreso, pero por carretera. Alquiló un coche y llamó a uno de sus hombres en Madrid para decirle que iba a tardar varias horas más de lo previsto, y para darle instrucciones: "Andá a Navacerrada y le ponés la inyección final al rumano. El cuerpo se lleva a Madrid y tenés que esconderlo de momento. Ya veremos dónde lo dejamos". Unas horas después le telefoneó de nuevo desde un bar de carretera y supo que Cristian había escapado. Veric había utilizado la misma identidad para registrarse en el hostal de Santiago y para alquilar el chalé de la sierra. Comprendió que haber abandonado el arma, cuidadosamente impregnada con las huellas del arqueólogo, ya no le iba a servir de mucho.

No tenía el menor deseo de hablar con el cardenal Aguirre, pero optó por cumplir su deber y marcó el número de un carísimo apartamento del centro de Roma.

—¡O sea, que hemos perdido un hombre nuestro pero la agente que hace de señuelo en el CDS está libre; Bratianu se ha escapado y recuerda tu cara; no hay progresos en Rumanía y encima has matado al otro agente del CESID sin sonsacarle dónde está la tablilla! ¡¿Y todavía te atreves a decirme que la misión no va mal?!

—Es que no va mal, Eminencia. Alfonso Huerta era un peligro inmediato. Las conversaciones que le intercepté dejaban clarísima su conexión con la Sociedad. Era el jefe de una operación que iba a comenzar ese mismo día, y confiaba en que esa operación le proporcionara la llave del arca. Eminencia, estoy seguro de que al eliminarle hemos ganado tiempo y hemos desbaratado los planes de la Sociedad. Todavía no tengo pruebas definitivas pero me parece que la Sociedad está infiltrada hasta arriba en el CESID, y quizá también en otros servicios secretos.

—¡Eso…! —El cardenal iba a protestar diciendo que eso era una locura y una estupidez, pero dudó un momento y comenzó a ver la luz—. Eso explicaría muchas cosas, claro. Muchas cosas. Entonces… ¡Zlatko, entonces a quien han engañado no es a los rumanos sino a mí! ¡Entonces la agente no era un señuelo y la tabla sí está en casa de Suárez!

—No, Eminencia. Al parecer la han trasladado a la nueva sede de su partido. Por eso habían colocado allá a esta agente especial, camuflada entre el
staff
del CDS sin que lo sepa nadie. Por supuesto que no es un señuelo. De todas maneras ahora lo principal es la operación de Londres.

—Bien —al cardenal le recorrió un escalofrío al pensar en la acción que Veric había diseñado, y que él estaba ocultando a su amigo Joaquín Nasarre y al resto de la Orden—. Por mi parte ya está todo hablado con… con nuestros amigos irlandeses, tal como me pediste. Sólo espero que mi contacto dé las órdenes oportunas a tiempo, que no haya que rectificar después. Zlatko… ¿estás seguro de que ésta es la mejor forma?

—Es la única. Yo dentro de una hora vuelo a París y desde allá coordinaré la operación. Estoy deseando verme cara a cara con esa maldita logia. Mañana los impíos implorarán piedad, y entonces les impondré mis condiciones.

El cardenal estaba empezando a dudar de haber escogido al hombre adecuado para coordinar aquel servicio de inteligencia y operaciones especiales, pero ya era tarde para sustituirlo.

—Bien, Zlatko. Yo también tengo que tomar un avión esta mañana: voy a visitar a mi madre en España.

—Eminencia, yo creo que debería quedarse en Roma y extremar su seguridad.

—¿Yo? De ninguna manera, Zlatko. No hay que exagerar. Hablaremos mañana para que me cuentes lo que ha pasado.

—Sí, aunque para entonces Su Eminencia ya habrá visto la primera fase en todos los medios de comunicación. Créame: en menos de cuarenta y ocho horas los archivos y los dirigentes de la Sociedad habrán desaparecido, y la fe de millones de personas estará a salvo.

—Pero no descuides el arca, Zlatko. Necesitamos la llave y las indicaciones para llegar hasta ella. Hay que destruir también esa maldita caja.

—La llave no es un problema porque no nos interesa demasiado abrir el arca sino simplemente fundirla. Y no se preocupe por el mapa del tesoro, Eminencia. Casi me alegro de que haya fracasado el secuestro de Diana Román. Creo que nos va a servir más estando libre: nos va a entregar la tablilla envuelta en papel de regalo.

Bouvetoya (territorio polar noruego), 3 de octubre de 1989

El capitán del
Svalbard
se sentó en uno de los sillones del puente y se rascó la barba contemplando la pequeña isla, situada a menos de tres millas náuticas y rodeada de peligrosos farallones. Su perfil era abrupto y en sus escasos sesenta kilómetros cuadrados había tres grandes glaciares. En realidad, un denso casquete de hielo cubría casi toda la superficie. El capitán maldijo su suerte: otra vez hacía buen tiempo y la tripulación se disponía a enviar una nueva expedición a la isla. La semana anterior, los exploradores habían detectado radiación Gravier. Esa era su misión, pero esperaban encontrar como origen de la radiación simples rocas o algún pequeño trozo de metal sin sentido aparente, como los que habían aparecido en los años cincuenta y sesenta.

Tuvieron que excavar varios metros para dar con los objetos que disparaban la aguja de los medidores. Desenterraron unas piezas negras elaboradas con una extraña aleación de metales que aún no habían podido identificar. Eran los complejos engranajes de veinte centímetros de diámetro y cinco gruesas varas cilíndricas y curvadas, de diferentes tamaños y llenas de orificios y salientes con formas geométricas. En todas las piezas había una pequeña zona lisa en la que estaba grabado en oro puro, con cuerpo muy pequeño, un breve texto cuyo alfabeto le resultó completamente desconocido a los integrantes de la expedición científica. A todos menos al capitán Tore Sandberg. El barco noruego cumplía una misión solicitada por la OTAN, y entre los tripulantes había varios científicos de otros países miembros de la Alianza.

—Señor, su comunicación con Londres por la línea dos.

—Gracias, teniente. Déjeme solo, por favor —Sandberg esperó a que el oficial cerrara la puerta, tomó el auricular y saludó en lengua de Aahtl—. Buenos días, Ragnar.

—Hola, Toro. ¿Alguna novedad?

—Pues sí, malas noticias. Los científicos están entusiasmados con el hallazgo. Anoche ya hablaban de civilizaciones avanzadas y desaparecidas en tiempos prehistóricos, e incluso de la Atlántida. Les ha fascinado la escritura, claro… No sé, lo he estado pensando y creo que debemos abortar la misión ahora mismo. Comprende que yo aquí estoy solo. Esto se nos va de las manos. Ha mejorado mucho el tiempo y se está preparando otra expedición a la isla, y estoy seguro de que van a encontrar restos aún más evidentes, a juzgar por lo que ya tenemos.

—En tu opinión, ¿es lo que creíamos?

—Sí, seguro. Son partes de una aeronave de Aahtl. Y va a aparecer el resto. Menos mal que a bordo no podemos hacer la prueba del carbono 14.

—Bueno, pues está claro que tienes razón, Tore: hay que abortar la misión. Ahora mismo hablo con Bruselas. El Sabio 208 dará las órdenes necesarias desde el cuartel general de la OTAN.

—Pero tiene que hacerlo ya, o en media hora saldrán las Zodiac hacia la isla. Si lo prohíbo yo resultará muy extraño. Ah, y tiene que respetar toda la cadena de mando hasta llegar a mí, para no levantar sospechas.

—Por supuesto. Le voy a pedir que se te ordene guardar los objetos e interrumpir cualquier investigación sobre los mismos, y que eleve al grado máximo el secreto de la misión. Todos los tripulantes y científicos serán advertidos al respecto. Tú difunde el rumor de que el alto mando cree que se trata de un ovni. La semana que viene mandaremos por aire un equipo especializado bajo control directo nuestro.

Veinte minutos más tarde, el capitán recibió las instrucciones de su superior directo, desde el centro de mando conocido con el aparatoso título de STANAVFORLANT.
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Ordenó al primer oficial poner rumbo Norte a toda máquina. Cuando volvió a quedarse solo en una dependencia anexa al puente, marcó el mismo número de Londres con el que le habían comunicado anteriormente.

—Ya está, nos estamos alejando de la isla. Todo va bien.

—Pues aquí no, Tore. Tengo que dejarte. Hemos sufrido un atentado.

Londres, 3 de octubre de 1989

La policía británica había acordonado una zona de Belgrave Square y un par de calles aledañas. El potente explosivo había destruido parte de la fachada y dos despachos de la lujosa sede de la Sociedad, matando a un "trabajador de Timeguard Ltd., una empresa importadora de relojes suizos", como explicarían los informativos poco más tarde. El atentado se adjudicó inmediatamente al IRA, ya que en la casa vecina vivía un ministro. Pero Ragnar Sigbjörnsson sabía que sus autores eran otros. Dos horas antes, un mensajero había entregado en la puerta un sobre con un breve mensaje dirigido "a los líderes de la Sociedad". El texto, en inglés, advertía de que ese mismo día la Sociedad iba a tener una pequeña muestra de cuál sería su futuro si no accedían a negociar de inmediato. El misterioso enemigo no firmaba ni dejaba medio alguno de contacto, pero anunciaba el inminente envío de "instrucciones" y terminaba con una clave: SP1COR119.

Los dispositivos de seguridad habían funcionado perfectamente. Décimas de segundo después de la explosión, en la planta sótano se selló el corredor camuflado que daba acceso a una cámara con tres ascensores y una escalera de emergencia. Casi doscientos metros más abajo estaban las enormes instalaciones subterráneas de la Sociedad, donde se custodiaba un archivo histórico de valor incalculable y donde trabajaba una pequeña parte de los miembros de la organización en diversos despachos, bibliotecas y laboratorios. Un avanzado sistema informático cursó llamadas automáticas de alerta al presidente, a los demás miembros del Comité de los Doce, máximo órgano ejecutivo de la Sociedad, y a aquellos integrantes del Comité de Seguridad o Inteligencia que no estaban en la sede. En el edificio K de la base militar de Gibraltar, unos pocos Sabios, que durante años habían ido escalando hasta puestos de la más alta responsabilidad en los servicios secretos británico, español, alemán y de otros países, cancelaron todas sus reuniones y actividades con oficiales ajenos a la Sociedad y celebraron una reunión de emergencia. Marina García, Volker Schaeffer y Martin Wallace abrieron un canal permanente de vídeo con el despacho subterráneo de Sigbjórnsson.

En un laboratorio cibernético de Silicon Valley, en California, comenzó a ejecutarse un programa diseñado para transmitir al mundo por diversas vías la información principal de la Sociedad en el caso de que ésta resultara aniquilada, pero el islandés y sus hombres tenían un plazo de veinticuatro horas para interrumpirlo. La cuenta atrás se detuvo media hora más tarde al emitirse la orden oportuna. El piloto del Cessna Citation V, propiedad de una empresa de la Sociedad, despegó del aeropuerto londinense de Luton para recoger al presidente. En varios bancos suizos y norteamericanos comenzaron a deshacerse miles de posiciones inversoras del entramado de empresas de la Sociedad, con el fin de garantizarle liquidez absoluta en caso de necesidad. El precio del oro, normalmente muy estable, sufrió una extraña caída porque cientos de intermediarios financieros recibieron simultáneamente órdenes de venta inmediata de grandes reservas de ese metal. En una hora se vendió casi el 1% del oro del mundo. Mientras, un laboratorio situado en la bodega de un barco, en aguas internacionales, aumentó hasta el máximo de su capacidad la producción artificial de oro: la ventaja secreta de la Sociedad.

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