—Pues… —Diana le dio una calada con cierto recelo—. Una vez me fumé uno en Ámsterdam y me sentó fatal, pero esto parece mucho más suave.
Las chicas la miraban como si fuera un caso perdido. Al cabo de un rato, Merche se fue a tomar una ducha. La televisión estaba encendida pero sin sonido.
—Laura… Lo de esta mañana…
—No, Diana, es mejor no hablar de ello. Por lo menos hasta dentro de algún tiempo.
—He sido una completa irresponsable y esto no puede seguir así. Primero lo del jueves y ahora esto. Hay que tomar una decisión. Vosotras os quedáis con este piso y yo me voy a buscar un apartamento para mí sola, por aquí cerca. Respecto al alquiler…
—¡Que no, tía, que tú no te vas a ninguna parte, hostias! —Laura reforzó su argumento con un sonoro puñetazo en la mesa, mientras sonreía a su amiga—. ¡Pero cómo te vas a ir! ¿Te has vuelto loca? Nuestra 007 no es negociable: ¡se queda y punto! El asunto está claro: tarde o temprano tus colegas van a desarticular a estos cabrones, sean quienes sean. Pues ahí se termina el problema. Mira, Diana, mientras tengamos protección…
—¡Anoche había protección y casi nos matan a los cuatro, empezando por ti, Laura! Y han muerto dos policías. ¡Si a Merche o a ti os pasara algo por mi culpa, yo no sé lo que haría!
—¿Quieres tranquilizarte, joder? Tú eres la "fría espía", ¿no? Pues calma. Si a mí ya se me ha pasado. Yo supongo que anoche habían previsto una guardia mucho más rutinaria. No estarían suficientemente prevenidos. Después de lo que ha pasado, la cosa es distinta. ¿Tú has visto la que tienen montada aquí abajo? Y han puesto alarmas por todas partes. Ahora sí me siento segura.
—No sé, Laura, no sé. Vamos a darnos unos días. En fin, de todos modos yo voy a hacer un viaje largo. Una misión en el extranjero.
—¿Cuándo te vas?
—No lo sé. Puede ser dentro de una o dos semanas, o un mes…
—Oye, ¿y el chico de ayer? ¡Qué sorpresa, tía, ya era hora! Dos en menos de una semana…
—¿Dos qué?
—Dos tíos: Edgar y el de anoche. Y Edgar dice que eres una fiera en la cama y que gimes como una perra. Quién lo iba a decir…
—¡¿Edgar te ha dicho eso?!
—Bueno, ya sabes que entre tíos nos contamos algunas cosas.
—¡Pero Laura…! —Diana se echó a reír y pensó que le debía una al pobre Edgar—. En fin, dile que gracias por hacerme publicidad, ¡pero que no se pase!
—¿No vas a volver a verle?
—Hombre, a verle supongo que sí, pero nada más.
—Te has enamorado del de ayer.
—No sé…
—Sí lo sabes. Y yo también… si no había más que veros. ¿De dónde es?
—Pues… digamos que del Este.
—¿Del Este? O sea, de Valencia, de Menorca…
—Del Este de Europa, Laura. De Rumanía, concretamente.
—Vamos, que es otro espía. Eso es lo que se llama traerse trabajo a casa… —Laura la miró con una expresión burlona y a continuación se decidió a picarla un poco—. Por cierto, Dianita, se dice "Rumanía", no "Rumania". ¡Que somos filólogas! Y tú encima hablas rumano, así que el nombre de ese país debería ser un término familiar que manejaras de forma correcta.
—No estoy de acuerdo contigo. Precisamente porque soy filóloga prefiero "Rumania" a "Rumanía". No creo que debamos pronunciar ese nombre siguiendo la regla de las palabras terminadas en "-ania" porque no es equiparable, no es una de ellas aunque lo parece. La diferencia procede de la propia lengua original. En rumano también se dice "Albania" o "Germania" ("Alemania"), como en castellano, pero en cambio en la palabra "Romanía" ("Rumanía") la vocal sobre la que recae el acento fonético es la "i". Es una excepción que se ha trasladado a nuestra lengua, como tantas otras. Además está avalada por la costumbre. Como mínimo, creo que ambas opciones son válidas.
Laura frunció el ceño y negó con la cabeza, entre divertida y fastidiada. "Con esta chica no hay manera", pensó. "Siempre tiene argumentos para todo".
—Oye, ¿sabes que tus colegas nos han hecho firmar unos papeles en los que nos comprometemos a estar calladitas? Así que ya somos espías honorarias o algo así. Bueno, Diana, me voy a acostar ya, que estoy rendida. Es que eso de despertarse de madrugada con una pistola en el paladar te deja agotada para todo el día… Toma, termínatelo tú. Ya verás como te relaja.
Madrid, 3 de octubre de 1989
Laura se marchó y Diana se quedó sola, recostada en el sofá del salón. Le dio una última calada y lo apagó en el cenicero. Se preguntó qué estaría haciendo Cristian en ese momento, y luego cerró los ojos y estuvo unos minutos recordando la noche que había pasado con él. Tal vez por efecto del porro, la mente de Diana relajó un poco su manera tan estructurada de pensar y comenzó a divagar saltando entre asuntos, hechos y personas sin conexión aparente.
"Mónica". El ex presidente Suárez se había referido a Marina con ese nombre: "Mónica". ¿Sería una simple confusión? Diana seguía preguntándose de qué le sonaba tanto la cara de "Mónica", es decir, de Marina. Entre los mandos del CESID que figuraban en los organigramas oficiales no había ninguna Mónica, claro. ¡Si en realidad todavía no había ninguna mujer! Claro que la Sección P-7 no aparecía en esos organigramas. Se montó en secreto en tiempos de Suárez, cuando se constituyó el CESID. Recordó las palabras de Marina: "En 1977, cuando se reestructuró el servicio secreto, Suárez nos llamó a la Moncloa…". No, definitivamente el ex presidente no podía haberse confundido de nombre. Conocía a esta mujer desde muchos años atrás, seguramente desde antes de que ella enviara a Alfonso a su casa para recoger la tablilla, en el 76. "La tablilla que contiene la ubicación o, mejor dicho, las
coordenadas
para encontrar el arca".
Se puso en pie de un salto, literalmente boquiabierta. Acababa de recordar la conversación telefónica que su padre había mantenido con una misteriosa mujer el día que cumplió trece años. Comentó con aquella mujer que Suárez "ya no" tenía las
coordenadas
. Meses atrás Alfonso había simulado el robo de la tablilla, tras recogerla en el domicilio del político. "¡Mi padre está metido en todo esto!". De pronto todo fue encajando y empezó a cobrar sentido. ¡Cómo no se había dado cuenta!
Comenzó a "patrullar" el salón y cada vez se convencía más. "Vamos a ver, ¿qué estamos buscando? Una nueva fuente de energía… mi padre lleva toda su vida trabajando en física de partículas y ha publicado teorías sobre… ¡sobre formas de energía! Formas de energía que son teóricamente posibles según la física de partículas subatómicas, pero que todavía no se han podido obtener en la práctica". Diana sabía que su padre llevaba dos décadas colaborando habitualmente en las investigaciones del CERN de Ginebra y en otros aceleradores de partículas. Trató de recordar qué más le había oído decir a su padre en aquel remoto día de 1976, pero el recuerdo era muy borroso. Lo que sí recordaba era haber pensado recientemente en aquel cumpleaños. ¿Cuándo? Pues el domingo, en Gijón… "¡El despacho, el búnker que tiene allí montado mi padre…! Seguro que tiene alguna relación… 1976, a ver… hacía muy poco que nos habíamos mudado al chalé… Según Marina, la tablilla está en un lugar seguro construido expresamente, y sólo una persona en la Casa tiene acceso… ¡No puede ser…! Pero… mi padre, ¿miembro de la inteligencia española? No es posible… No, de ninguna manera… ¿o sí?".
Antes de irse a la reunión de Ávila, había llamado a Gijón para ver cómo estaban sus padres. "Pues fíjate qué horror: tu padre acababa de llegar de Atenas, molido, y ahora se ha tenido que ir urgentemente a Londres porque ha muerto un compañero suyo del CERN, un inglés…". Diana seguía dando vueltas al salón, cuando vio que en el televisor estaban dando las noticias. Subió ligeramente el volumen justo cuando una voz en
off
hablaba del atentado de Londres. El IRA se había comportado de una forma completamente inusual. Primero había negado toda relación con el crimen y dos horas después había emitido un segundo comunicado desmintiendo el anterior y reivindicando el atentado. Las imágenes mostraban la fachada destrozada de una empresa relojera y se detuvieron en la placa de oro, intacta entre los escombros. El logo de esa compañía, un conjunto de círculos concéntricos azules y dorados, produjo una nueva revelación en la mente de Diana, cuyo asombro ya se estaba convirtiendo en su estado natural. "¡Ese símbolo es el que vi en los papeles de mi padre cuando entré en su despacho sin permiso en el 76…! ¡Y, el otro día, en la decoración de la cabina del Cessna! Y… ¡ayer mismo, en los gemelos del representante alemán, en el edificio K…!". Tenía que haber una conexión, ¿o se estaría volviendo paranoica? El televisor mostraba ahora una panorámica de la zona afectada por la explosión. "Así que mi padre está en Londres, mira qué casualidad".
El alemán hablaba con Zaldívar en un idioma muy raro, incluso para una filóloga como Diana. ¿Sería la misma lengua que habló su padre durante parte de aquella lejana conversación? La mujer que estaba al otro lado del teléfono tenía que ser Marina. No tenía pruebas, claro, era sólo una corazonada, algo que intuía… Recordó las palabras del general Zaldívar sobre la importancia de la intuición, ese ágil proceso de datos inconsciente que siempre necesitaba una confirmación razonada. "Papá comentó algo sobre su marido, luego Marina está casada, o lo estaba por entonces". Marina-Mónica… Una idea imposible le vino a la cabeza, pero enseguida la desechó y volvió a concentrarse en el extraño idioma. "¡El alfabeto!". Recordó borrosamente el alfabeto que acompañaba a ese logotipo de círculos concéntricos en los papeles del despacho. Seguro que ese alfabeto correspondía al misterioso idioma. No era capaz de visualizar con precisión aquellos caracteres, pero estaba segura de que podría reconocerlos si los viera de nuevo.
Diana se fue al dormitorio y rebuscó entre sus libros de filología: Coulmas, Fairbank, Gaur… Revisó los más diversos alfabetos existentes. Nada. Cerró los ojos y trató de recordar. Lo que de niña le había llamado la atención era que todos los caracteres eran formas geométricas sencillas. Ahora, con su formación lingüística, podía reconocer otros elementos. Era una escritura claramente fonética: un número relativamente pequeño de caracteres que se repelían combinados en miles de agrupaciones. Las palabras eran generalmente cortas… poco más podía deducir sin ver de nuevo un texto escrito en esa lengua.
Sonó el teléfono y Diana regresó al salón. Era Cristian.
—¿Estás loco? Las líneas…
—No te preocupes, sé lo que hago. Necesitaba escuchar tu voz.
Pero Diana seguía bajo el impacto de su descubrimiento. Necesitaba confirmar su intuición y pensó que tal vez la llamada de Cristian le proporcionara un medio para ello.
—Qué bien que has llamado. Te tengo que pedir un favor.
—Lo que tú quieras.
—Necesito que recibas ahora mismo un fax mío y me llames después. ¿Tienes fax ahí?
—Sí.
Cristian le dio el número y Diana corrió a su armario, donde tenía un pequeño aparato de fax que nunca había utilizado. Lo conectó a la línea del salón y buscó en un cajón un número atrasado de una revista de divulgación científica donde aparecía una entrevista con Carlos Román. Arrancó una página con una gran foto de su padre y la recortó para evitar que Cristian descubriera su identidad real. Tardó una eternidad en pasar, pero nada más terminar la transmisión sonó de nuevo el teléfono y Cristian le confirmó sus sospechas.
—Diana, no te entiendo. ¿Para qué me mandas una foto de tu superior?
—Este señor de la
foto
es David Fernández, ¿verdad?
—Pues claro… Tu Ministro de Defensa me lo presentó como el jefe de la Operación Zalmoxis, aunque todavía no me dijeron que se le había puesto ese nombre. Me dijo que este señor coordina el asunto directamente desde su gabinete, y que cuenta para ello con tu sección del CESID, dirigida por Marina García, entre otras herramientas. Es el que me acompañó en el avión y negoció conmigo… el que hablaba rumano casi tan bien como tú…
—Mejor
que yo, supongo. Pero ha cometido un error alardeando de ello ante ti —"Te has pasado de listo, papi", añadió mentalmente.
—¿Estás bien? No entiendo nada. ¿Hay algún problema?
—No, Cristian —estaba decidida a no contarle nada de momento: primero tenía que poner sus ideas en orden y averiguar qué estaba pasando en realidad—. Bueno sí, en realidad hay un problema bastante grande: creo… creo que te quiero.
—Yo también.
Bucarest, 4 de octubre de 1989
—Cristian, el plan es el siguiente. En los próximos quince días se le hará llegar a Ceausescu un ultimátum confidencial, dejándole claro que las condiciones impuestas están respaldadas por la gran mayoría del estado mayor de las Fuerzas Armadas, y desde luego por la Securitate y por todo el sector prosoviético del partido, con Brucan e Iliescu a la cabeza. Tendrá más o menos un mes para comenzar a anunciar las reformas exigidas. En el XIV Congreso del PCR, a mediados de noviembre, el Conducator tiene que aprobar un cambio inmediato que resulte creíble dentro y fuera del país. Se le permitirá ponerse la medalla reformista y después abandonar el poder de forma gradual y pactada, sin estridencias. Habrá llegado simplemente su jubilación, y se retirará con todos los honores. De momento mantendrá la jefatura del Estado, aunque con atribuciones meramente honorarias, y se nombrará primer ministro a Iliescu o algún otro dirigente aperturista. En función de los acontecimientos de los demás países socialistas, ese primer ministro mantendrá el actual sistema político y económico, importando simplemente las reformas impulsadas por Gorbaehov, o bien simulará una fuerte tensión con Ceausescu para justificar un autogolpe y encabezar virginalmente la transición hacia el sistema occidental. En cualquiera de los dos casos, el nuevo poder estará bajo control.
Era evidente bajo
que
control.
—Los Ceausescu jamás aceptarán el ultimátum.
—Ya lo sé —se quejó Popescu—. Pero soy el único. Me he hartado de repetírselo a los militares, a los rusos… Los viejos están demasiado endiosados incluso para creer que un ultimátum así vaya en serio. Compartes mi diagnóstico, ¿verdad?
—Completamente. Ya ha visto mis informes de los últimos meses: ni siquiera creen que la
perestroika
vaya en serio. Viven en su propio mundo, totalmente ajenos a la realidad.
—De todas maneras no hay otro plan posible… por ahora. Hay que intentar el ultimátum.