Los guardianes del tiempo (49 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—Mamá, todavía lo estoy pensando —le había respondido Silvia, causando auténtico miedo a su madre—. No sé si me voy con vosotros. Pero vendré sobre las dos, después de escuchar el discurso… Hablaremos entonces. Tú no te preocupes por mí.

Bucarest, 21 de diciembre de 1989. 11:15

Nicolae Ceausescu estaba repasando el discurso que iba a pronunciar ante las masas congregadas para apoyarle. Cuando entró un asistente, dejó los papeles a un lado y miró el cielo a través de la ventana.

—Compañero, el embajador cubano.

—Que pase.

Con cara de circunstancias, el embajador castrista levantó el puño y luego le dio la mano al dictador. Con él había entrado Aurel Popescu.

—Compañero secretario general, le traigo una carta urgente del comandante Fidel Castro —se la entregó—. Tras su conversación telefónica de anoche, el comandante quiere ofrecerle la hospitalidad de Cuba como país de acogida para usted y su familia. El comandante ya ha enviado un avión que vuela en estos momentos hacia Europa por si fuera necesario recogerles. Los desgraciados acontecimientos de estos días…

—¡¿Exiliarme yo?! —le interrumpió el dictador—. ¡Parece mentira que Fidel pueda pensar así! Embajador, dígale de mi parte que muchas gracias, pero que todavía no ha nacido quien me mande a mí al exilio. Los acontecimientos de estos días no revisten una gravedad especial. Solucionaremos la crisis, no lo dude. Dentro de un par de horas podrá usted comprobar que cuento con el respaldo masivo del proletariado.

—Pero, compañero, es que también le traigo información de nuestro servicio de inteligencia. Se está fraguando un golpe de Estado…

—Claro, Gorbachov y los húngaros, pero no van a salirse con la suya.

—Compañero, en realidad nuestras fuentes hablan de un golpe interno, palaciego: sectores del partido, de la Securitate —el embajador miró de refilón a Popescu—, del ejército…

El Conducator se quedó un momento en silencio. Luego negó con la cabeza.

El golpe se ha urdido en el Kremlin, con la ayuda de Budapest. Naturalmente que cuentan con elementos cómplices dentro del país. De lo contrario no podrían llevarlo a cabo. Pero la cúpula del ejército me es fiel, como la mayor parte de la Securitate —miró a Popescu, que le sostuvo la mirada sin pestañear—, y la inmensa mayoría del pueblo. Hoy es un día histórico, embajador. Hoy comienza a renacer nuestro socialismo. Mañana habrá que purgar de arriba abajo el partido y el Estado, pero hoy el proletariado confirmará mi liderazgo y repudiará a los desviacionistas. Dígale al comandante que le estoy muy agradecido por su gesto, pero que puede hacer regresar el avión. No me va a hacer falta.

Cuando se marchó el embajador, el dictador arrugó la carta de Fidel Castro y la tiró a la papelera. Popescu se quedó a solas con él por un momento.

—Compañero, creo que haríamos bien en trazar un plan "b" por si acaso, y la oferta cubana me parece muy digna de tener en cuenta. Tras el discurso de ahora, podría usted salir en visita oficial a Cuba y, dependiendo de cómo se resuelva la crisis…

Ceausescu estalló de rabia.

—¡¿Tú también?! ¿Pero de qué lado estás, imbécil? ¡Y yo te iba a nombrar para el puesto de Vlad!

—Pero si yo solamente…

—¡Fuera! ¡Vete de aquí!

Popescu le miró con desprecio y se dio media vuelta. Si le quedaba alguna remota posibilidad de salir con vida, el Conducator acababa de firmar su propia sentencia de muerte.

Bucarest, 21 de diciembre de 1989.12:45

Cristian y Diana mostraron sus credenciales y entraron por una puerta secundaria en el edificio del Comité Central. Frente al mismo, cientos de miles de ciudadanos llenaban la plaza y, en realidad, toda la zona central de la ciudad.

—Hola, Cristian —Aurel Popescu se disponía en ese momento a salir del edificio—, ven un momento, por favor.

Cristian le acompañó a un despacho vacío.

—Esta misma tarde o mañana vamos a intervenir. Necesito que no te separes ni un milímetro de ellos. ¿Vas armado?

—No, pero…

—¡Cómo es posible! Toma —le entregó su revólver—. ¿Dónde está tu
walkie?

—En Primaverii.

—Recógelo cuanto antes y prepárate para intervenir cuando te lo ordene. Es posible que tengas que detenerles y resistir unos segundos hasta que lleguen mis refuerzos. En ese caso tendrás que neutralizar a los guardaespaldas. Va a depender de dónde y cuándo lo hagamos. Y no te adelantes a mi señal.

—A sus órdenes.

—¿Han reforzado la guardia personal?

—Me parece que no, compañero.

—Bien. Tu misión, ¿cómo va? ¿Encuentras la dichosa arca o no?

—Es cuestión de unos días, estamos muy cerca.

—Ya, seguro… Ya veo que tu "arqueóloga" no era más que una novia. En vez de ayudarte a ir más deprisa con la investigación, solamente te ha retrasado. Pues no hacía falta que me engañaras, idiota. Te habría preparado una identidad para ella igualmente. En el fondo soy un romántico…

—Pero, compañero general, le aseguro que…

—Cállate. Da igual… Me parece que ya es tarde para preocuparse de tu tesoro, si es que de verdad existe. Ya veremos después. Ahora lo que hay que hacer es quitar de en medio a este cabrón senil, antes de que el muy burro provoque un levantamiento popular de verdad que nos lleve a todos por delante. Cristian, es poco probable pero quizá te toque a ti mismo ejecutarles. Intentaremos recluirles y ver si les mandamos a Cuba o les juzgamos. Pero si tienes que matarles, espero que no vaciles y cumplas la orden que se le dé. Recuerda que sólo estarás vengando a tu padre.

—Haré lo que usted ordene, compañero.

—¡Y ya no me llames "compañero", haz el favor…!

Popescu se marchó y Cristian salió detrás de él para reunirse con Diana. Subieron las escaleras. Desde la calle llegaban los gritos de la masa, las mismas consignas de siempre. Detrás de ellos subió Iulian Vlad, el máximo jefe de la Securitate, que iba a permanecer junto a los Ceausescu en el balcón, durante el discurso del Conducator. A la entrada del edificio, Vlad había cruzado unas palabras con su
número dos
, y Popescu se fue urgentemente a una breve reunión secreta con el futuro presidente Ion Iliescu y otros integrantes de la camarilla preparada para hacerse con el poder. Desde allí se marcharía rápidamente a la televisión, que estaba llamada a convertirse en el centro neurálgico de toda la operación.

Más de cien agentes especiales de la Securitate, vestidos de paisano, habían tomado posiciones en puntos estratégicos de la manifestación. Sus órdenes, esta vez, no eran las habituales. No tenían que provocar los gritos de adhesión al régimen, ni diseminar entre los "pilotos" de cada grupo las consignas específicas de la ocasión, ni amedrentar a quienes se mostraran pasivos. Esta vez tenían que actuar como disidentes descontentos, gritar contra el régimen, lanzar potentes petardos para provocar el caos y aterrorizar a la gente, y en algunos casos disparar al aire o "pelearse" con otros
securistas
. El viejo zapatero había caído en la trampa.

—Diana, creo que tu comandante ya te ha puesto al día de la naturaleza real de la unidad Z.

—Sí, compañera.

La dictadora miró a los dos agentes a los ojos. Su mirada impasible y arrogante dio paso por un momento a una expresión de angustia.

—Hijos, en vosotros estoy depositando toda mi esperanza. El Conducator está muy seguro pero… Si mi marido y yo caemos, vosotros seréis los encargados de restaurar el sistema socialista por cualquier medio. La nueva energía será vuestra arma. ¿Seréis fuertes?

—Compañera —intervino Cristian—, yo creo que tendremos la energía antes de que a los enemigos de nuestra patria les dé tiempo a actuar contra ustedes. De todas maneras, me permito sugerirle que abandone usted el país temporalmente. Como le dije anoche, perderla también a usted sería el final.

—No, no. Yo me quedo. La situación es muy grave pero no creo que tanto como para refugiarse en el extranjero, al menos de momento. ¿Cómo van tus preparativos?

—Todo está listo y los americanos están avisados. Esta tarde se producirá el encuentro.

Elena Ceausescu asintió reflexionando. Lentamente se acercó a un armario, lo abrió y sacó de él un maletín. Titubeó un momento pero finalmente se lo dio a Cristian.

—Aquí os entrego… Aquí os entrego el futuro de la humanidad.

Nunca estuvo aquella ignorante más cerca de la verdad.

Bucarest, 21 de diciembre de 1989.13:00

Nicolae Ceausescu abrió la puerta y se sorprendió al ver que aquel joven comandante de la Securitate tenía en sus manos el maletín que siempre había contenido la tablilla egipcia y la extraña llave en forma de espiral. Su mujer llevaba casi veinte años dándole la lata respecto a la importancia de esa llave, destinada a abrirle a Rumanía las puertas de la hegemonía mundial. Él nunca le había hecho demasiado caso. Creía en las explicaciones que le había dado el arqueólogo Calinescu, y no le parecía mal la labor de la unidad Z para hacerse con el arcón, pero en realidad veía toda la cuestión como un "asunto de Elena". Lo sorprendente era que ella siempre había protegido aquel maletín como si le fuera la vida en ello. Nadie aparte de él había visto el contenido, y ni siquiera el Conducator sabía dónde lo guardaba Elena. Y en cambio, ahora le había entregado su tesoro más preciado a aquel chico, el ayudante del difunto Calinescu. No había quien la entendiera pero, de todas formas, ahora no tenía tiempo para pensar en eso.

—Elena, tenemos que salir ya al balcón.

Ceausescu, acompañado por el general Vlad, esperó un momento a Elena, que al salir del despacho echó una última ojeada al maletín y después a Diana y a Cristian. En sus ojos había una mezcla de resignación y temor. Por un momento, a Cristian le pareció una anciana endeble y angustiada, casi digna de lástima.

El "mitin espontáneo", como llamaba irónicamente la población a este tipo de concentraciones forzadas de adhesión al régimen, había comenzado a las doce con las intervenciones de varios teloneros cuya misión era caldear el ambiente para que el discurso del gran jefe se produjera en un clima de exaltación patriótica y socialista. Sobre la una de la tarde, salió el orador principal, vestido con un abrigo negro. Llevaba un gorro del mismo color calado hasta las cejas. Desde el balcón se veía a las diferentes delegaciones de trabajadores, perfectamente alineadas. Más que una manifestación, aquello parecía una gigantesca coreografía.

El dictador miró a la plaza satisfecho: aquello era un éxito y significaba que las estructuras del partido seguían bien engrasadas y bajo su mando, o eso creía él. Nada más aparecer Ceausescu, las banderas rojas y rumanas comenzaron a ondear, y las pancartas algo caídas recuperaron de inmediato su rigidez mientras los "pilotos" grupales, convertidos ahora en directores de un triste coro
amateur
, se apresuraban a imponer a sus respectivos compañeros las consignas programadas de antemano para el gran momento. Las cámaras de televisión empezaron a emitir el magno evento, diseñado por el dictador para difundir la idea de que nada había cambiado, que el levantamiento de Timisoara —tan duramente reprimido— había fracasado sin prender en el resto del país, y que el "más querido hijo del pueblo" seguía siéndolo.

—Ya ve, compañero: todavía le adoran —le dijo al oído el general Iulian Vlad, con un tono neutro pero remarcando el "todavía".

—Lo que importa no es que me quieran, sino que también me temen —el dictador miró a los ojos al máximo responsable de la Securitate y en ese momento supo a ciencia cierta que aquel era uno de los principales traidores que estaban intentado arrebatarle el poder. Los dos hombres estaban decididos a eliminarse mutuamente cuanto antes.

Junto a ellos y a Elena Ceausescu, en el balcón estaba también el primer ministro Dascalescu, además de algún dignatario de rango menor y varios agentes de protección personal. La Securitate, mientras tanto, había tomado los medios de comunicación para asegurarse de que el
show
llegara a todos los rumanos, pero siguiendo el guión ideado por Aurel Popescu.

El Conducator, con su pésima dicción habitual, comenzó atacando con dureza a los enemigos extranjeros "tanto cercanos como lejanos" que, según él, habían orquestado la sublevación de Timisoara. Acusó, sin nombrarlas, a la URSS y a Hungría de conspirar para derribar el socialismo. Después insultó abiertamente a todos los disidentes, llamándoles bandidos, maleantes y hasta
hooligans
. De momento nadie le contradecía, pero, poco a poco, los agentes de paisano infiltrados entre los manifestantes empezaron a caldear el ambiente. Algunos de ellos, los coordinadores, se comunicaban entre sí mediante
walkie-talkies
, lo que llamó la atención de algún observador perspicaz.

Justo cuando el dictador empezaba a expresar los elogios de rigor a los organizadores de aquella "magna" concentración, se oyeron los primeros gritos de protesta, que crecieron de una forma vertiginosa y, en cuestión de segundos, le hicieron imposible continuar. La consigna
"Ceausescu si poporul!"
[58]
que, según lo dispuesto, se había coreado a su llegada al balcón, comenzó a sonar ahora con fuerza, entonada al unísono por miles de gargantas, pero con un ligero cambio en la letra:
"Ceausescu dictatorul!"
.
[59]
La acción de sabotaje de los securistas camuflados en la manifestación había caído en terreno abonado. Los ciudadanos se envalentonaron y convirtieron el mitin de adhesión en un infierno para el dictador, cuya imagen resultaba patética. Millones de rumanos creyeron soñar al ver en sus pantallas al todopoderoso Nicolae Ceausescu mandando callar a la gente con una expresión desencajada que fue tornándose en un gesto de miedo y a la vez de ira.

—Compañeros, compañeros… —el dictador se giró para mirar a su alrededor sin saber qué hacer, y después agarró el micrófono y comenzó a golpearlo con el dedo, como si el problema fuera de sonido— hola, compañeros, hola…

Se le quedó la mente en blanco, pero enseguida se le acercó Elena.

—¡Habla, sigue hablando!

Nada.

—¡Pero habla de una vez!

Y Ceausescu habló. Habló como si no pasara nada, tal vez queriendo ahogar con su propia voz amplificada los gritos, ya ensordecedores, contra el comunismo y contra su persona. Habló por encima de las explosiones y hasta de algún tiro al aire. La misma Securitate que había organizado aquellos incidentes se ocupó de magnificarlos en todo el país. Aurel Popescu, revólver en mano, ordenó al realizador de la televisión estatal que interrumpiera durante unos pocos minutos la emisión. Esto provocó un nerviosismo generalizado. La secuencia de acontecimientos presenciada desde sus hogares por los televidentes fue: gritos contra la dictadura, explosiones, quizá disparos e inmediatamente la brusca censura de la emisión. La imaginación hizo el resto. Miles de personas, sobre todo en Bucarest, salieron de sus casas y puestos de trabajo, ansiosos por enterarse de qué estaba pasando y unirse a la rebelión. ¿Habría llegado por fin la hora mas ansiada? ¿Se iba a repetir lo de Timisoara? La esperanza se abrió camino entre la preocupación y el miedo.

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