—Pues vaya un panorama —dijo Cristian, mientras Silvia miraba boquiabierta a Diana, sin decirle nada de momento—. ¡Si casi dan ganas de seguir como estamos…!
—No, no. Por supuesto que el sistema occidental es mil veces mejor que esto. Por lo menos hay un umbral establecido de derechos y libertades personales (aunque insuficientes), y una cierta capacidad (también insuficiente) de escoger y sustituir democráticamente a los gobernantes. Y lo más importante: hay libertad para emprender, para crear, para labrarse un futuro, para generar riqueza. La riqueza es el producto de la capacidad humana de pensar. Es decir, es el producto de la razón. Yo sólo digo que tampoco hay que idealizar el sistema occidental, que aún le queda un largo camino para llegar a situar la libertad humana por encima de las demás consideraciones. Y ésa es la clave. Parafraseando a Benjamin Franklin, yo afirmo que por importante que pueda ser cualquier otro valor, la libertad debe ser el primero y debe prevalecer en caso de conflicto con otros porque, de lo contrario, se pierde tanto la libertad como el valor que se quiso defender sacrificándola.
—Diana, me parece que tú has leído a Ayn Rand —dijo Silvia, decidiéndose por fin.
—¡¿La conoces?! —Diana no podía creer que hasta la Rumanía de Ceausescu hubiera llegado la obra de aquella filósofa, diametralmente opuesta al sistema político y económico del país.
—Bueno, llevaba mucho tiempo buscando algún libro suyo. Hace un par de meses, mi amigo Florian me consiguió un ejemplar de
La rebelión de Atlas
traducido al italiano.
—No sé de quién estáis hablando —dijo Cristian.
—Ah, pues ya te hablaremos de ella, ¿verdad, Silvia? Fue una pensadora extraordinaria.
—Diana, eres una caja de sorpresas. Nunca habría imaginado que una arqueóloga de provincias conociera a Ayn Rand y tuviera un discurso político tan sólido.
—Es que resulta que en "provincias" también leemos —"guapa", añadió mentalmente. La asturiana se había encontrado más de una vez, en Madrid, con la misma arrogancia capitalina que ahora le llegaba de Bucarest.
—Perdona, no quería decir…
—Tranquila, si estoy acostumbrada. Creo que tú y yo vamos a ser muy buenas amigas —"para siempre", pensó mirando a Cristian.
Silvia estaba encantada de haberla conocido, y más encantada aún de la relación que sospechaba entre su hermano y ella. "Ha alquilado tres habitaciones para despistar, seguro que ellos ocupan una juntos", pensó con razón. Pero Cristian no intentaba despistarla a ella sino al general Popescu. Pasaron la tarde del sábado y la mañana del domingo en Sinaia, y después regresaron a Bucarest. Silvia tenía muchas clases que saltarse para participar en reuniones de la disidencia. Y ellos tenían una misión que cumplir sin demora, o los Ceausescu pasarían a la Historia y todo se habría perdido para siempre.
Bucarest, 20 de diciembre de 1989
El histórico café Capsa, en pleno centro de la capital, era uno de los pocos reductos de la Bucarest romántica que no habían perecido ante la apisonadora totalitaria. El establecimiento, fundado en 1852 por los hermanos que le dieron su apellido, conservaba todavía la atmósfera de la Rumanía precomunista. Entre sus paredes se habían escrito algunas de las mejores páginas de la literatura rumana. En torno a sus mesas se habían celebrado durante décadas las tertulias de la vanguardia intelectual del país. Hasta se acuñó un adjetivo,
"capsist"
("capsista") para referirse a los habituales del local: poetas, dramaturgos, novelistas, músicos, actores… Cristian estaba tomando un café y leía con aburrimiento los titulares del impresentable periódico del partido mientras esperaba a que Diana se reuniera con él.
Con la complicidad del general Popescu, no había sido demasiado difícil "colarla" en la unidad Z. Cristian se las había arreglado para convencerle de que Diana era una gran especialista española "de origen rumano" tanto en egiptología como en el periodo geto-dacio, y que sin ella no podría obtener ese preciado botín arqueológico, de cuya venta el general pensaba llevarse el sesenta por ciento. En realidad Popescu pensó que la chica era más un ligue de Cristian que un apoyo realmente necesario, pero le hizo el favor. La agente española se pasó todo el mes de noviembre aclimatándose a la vida en la Rumanía comunista, esforzándose por perder su casi inapreciable entonación extranjera y poniéndose al día de las expresiones coloquiales y de la jerga del partido. También tuvo que aprender a marchas forzadas lo suficiente de arqueología y sobre la Securitate como para pasar inadvertida en su puesto.
Mientras tanto, su relación sentimental con Cristian se había ido consolidando y marchaba viento en popa. Diana seguía sin contarle nada sobre la Sociedad, ni sobre la Amenaza, ni tampoco sobre las identidades auténticas de "David Fernández" y "Marina García", es decir, su padre y su tía Mónica. Era mejor que Cristian, de momento, siguiera pensando que el arcón estaba enterrado en algún lugar de Rumanía, y que solamente contenía una sofisticada forma de energía y las pruebas de que existió una antigua civilización muy avanzada.
Se le preparó una identidad adecuada: Diana Voica, huérfana y natural de Curtea de Arges, arqueóloga con preparación elemental en la academia de la Securitate, miembro del partido y poseedora de un historial intachable tanto académico como político. La
compañera
Voica obtuvo el plácet de Elena Ceausescu, que, dossier en mano, se limitó a mirarla de arriba abajo y asentir a Cristian. Pasó a convertirse en la "número dos" de la pequeña unidad arqueológica, el puesto que en vida de Calinescu le había correspondido al propio Cristian. Teóricamente no conocía la misión real de la unidad y sólo actuaba como ayudante, trabajando en los despachos del sótano del Comité Central. Se le proporcionó un apartamento cerca de los Bratianu. A Diana y Cristian les habría gustado vivir juntos, pero era esencial no llamar la atención.
—Hola, Cristi —Diana se inclinó para darle un beso y después se sentó frente a él.
—Buenas tardes, compañera subcomandante.
—Muy gracioso… ¿Qué tal?
Cristian se cercioró de que nadie pudiera escucharles y bajó la voz.
—He estado todo el día en Primaverii. Las ratas están empezando a saltar del barco. Hoy han entrado por las buenas dos comandos de la Securitate mientras los Ceausescu estaban fuera del edificio, y se han llevado un montón de documentación. La guardia no ha opuesto resistencia y ni siquiera creo que piensen informar de ello al Conducator. He tenido que cerrar el acceso al bunker y correr las estanterías que lo ocultan. Después he aprovechado el revuelo para buscar por mi cuenta, pero no he encontrado nada que nos conduzca a la llave ni a la tablilla, y eso que he revisado de arriba abajo los despachos de los dos, el vestidor de Elena… nada de nada.
—¿Has hablado con Popescu?
—Sí, y me confirma nuestros peores temores. Ya es cuestión de días, quizá de horas. La Securitate, por supuesto, está detrás de los incidentes de estos últimos días en Timisoara, y está preparándose para provocar algo parecido aquí, en Bucarest. El Conducator va a hablar esta noche en televisión sobre los sucesos de Timisoara, y se le está aconsejando que sea durísimo, para que irrite más aún a la población y provoque así un levantamiento popular. Por detrás irá, en realidad, el golpe de Estado
securista
que colocará en el poder a la camarilla prosoviética de Iliescu y compañía…
—Hay que actuar, Cristian. Ahora ya no podemos seguir priorizando la cautela para no comprometer nuestra posición… Esta mañana me reuní discretamente con Miranda Watkins, de la CIA. Me confirma tu información: el régimen no llega a fin de año, le quedan días… Y nosotros seguimos sin dar con la llave. Hemos colocado micros por todas partes, pero yo ya estoy harta de escuchar horas y horas de grabación: está claro que los Ceausescu no hablan entre ellos sobre este asunto. Hay que buscar otra estrategia.
—Pues no sé qué más podemos hacer, porque con esta mujer no funciona ningún argumento. Ya has visto que lo he intentado todo: pedirle las piezas para someterlas al carbono 14 y a otras pruebas, o bien con la excusa de hacer unas copias alteradas para negociar con los españoles… rogarle que me deje examinarlas de cerca para leer los caracteres que no se aprecian en las fotos… Pero está cerrada en banda. Siempre me sale con que tiene que pensarlo. Esta mujer es capaz de irse al exilio con la llave y la tablilla en el bolso… o llevárselos a la tumba.
—Más probable parece lo segundo.
—Ya. En fin, Popescu sigue con la misma cantinela de siempre. Nos exige que nos demos prisa en encontrar el "yacimiento" y nos ofrece los efectivos que haga falta para excavar donde queramos. Ya se imagina una subasta en Sotheby's y un jugoso cheque para él. Le he hecho creer que es cosa de poco tiempo, y he reforzado el equipo que está en las ruinas de Sarmizegetusa con algunos estudiantes de la facultad y con dos hombres suyos, sólo para que vea que se está moviendo algo.
—Bien, por este lado podemos estar tranquilos.
—Quiere que no me despegue de Elena Ceausescu. Me temo que el golpe es inminente.
—Y nosotros con estos pelos…
—¿Cómo?
—Nada, es una expresión española.
—¿Tienes hambre? Mi madre dice que "te" ha hecho
sarmale
,
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así que supongo que estás invitada a cenar. Creo que le caes bien.
—Es mutuo. Bueno, pues como el arte culinario de tu madre no nos agudice el ingenio, no sé lo que vamos a hacer. Hay que pensar algo, y urgentemente. Desde Madrid no dejan de presionarme.
El Dacia de Cristian estaba aparcado a la puerta del establecimiento. En el trayecto hasta su casa les paró dos veces la policía. "Controles de rutina", pero Cristian sabía que algunos de aquellos policías de tráfico eran en realidad agentes de la Securitate. Uno de ellos incluso se delató al ver la credencial de Cristian, porque se cuadró y le habló utilizando el argot interno del cuerpo.
Cuando pasaron por el bulevar Magheru, Diana no pudo reprimir una sonrisa al ver una gran pancarta con el eslogan "Desde el fondo de nuestros corazones damos las gracias al partido así como a su secretario general, el compañero Nicolae Ceausescu". Había muchos anuncios similares por toda la ciudad, pero aquel mostraba un retrato —estilizado hasta la cursilería— de la siniestra pareja contemplando un bucólico paraje mientras decenas de campesinos felices ofrecían a los soberanos comunistas los productos de la tierra. Si les hubieran pintado los ojos rasgados habría resultado más creíble, porque aquello parecía más propio de Hanoi o Pyongyang que de una capital europea.
Otros eslóganes eran menos elaborados pero no por ello carentes de ingenio revolucionario: "¡Viva el más querido hijo del pueblo!", "¡Nicolae Ceausescu, cárpato del socialismo!", "¡Ceausescu, titán de titanes!" o simplemente "¡Ceausescu: heroísmo!". También se le solía llamar "Danubio del intelecto", "Guía multilateral", "Padre creador", "Faro luminoso", "Abeto de Scornicesti", "Primer soldado del partido y de la patria", "Hijo predilecto del mundo entero" o "Estrella polar pensante". A Elena se la denominaba "Madre de la patria", "Heroína del pueblo", "Antorcha del partido" o "Espíritu que guía las ciencias y la cultura". Los cumpleaños de ambos esposos eran oficialmente días festivos. Las siglas del Partido Comunista Rumano también eran omnipresentes en la capital y en todo el país, pero la gente les cambiaba despectivamente el significado: "Enchufes, Contactos y Relaciones".
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"No —reflexionó Diana en silencio—, no es sólo la influencia del comunismo asiático sobre el régimen rumano y sobre ese analfabeto de Ceausescu. Hay algo más… Es la cultura latina, exacerbada en esta isla de latinidad que es Rumanía en medio del Este eslavo y magiar. Es nuestro gusto por la exageración, por la hipérbole… Seguro que una dictadura comunista en Italia o en España habría caído en este mismo delirio. A fin de cuentas, la hagiografía de Franco o Mussolini no se quedó muy atrás". Pero enseguida le vino a la mente el culto a la personalidad de Hitler y Stalin, y desechó su primer análisis. "La imbecilidad no es latina, germánica, eslava ni bantú… es simplemente humana".
—La estupidez humana es el precio que pagamos los humanos por la grandeza humana —dijo Cristian señalando uno de los carteles, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Pues ya va siendo hora de que nos neguemos a pagar.
* * *
—Hola, Diana —Silvia estaba en el salón, tratando de sintonizar alguna emisora de radio extranjera—. Me alegro de que vengas a cenar por una vez. Mi hermano te tiene monopolizada.
—¿Qué tal estás? —entró y se acercó para darle dos besos, una costumbre española que Diana no conseguía corregir y que siempre le sorprendía a la gente, porque lo habitual en el país era sólo uno. A pesar de ese pequeño detalle, la familia de Cristian había sido el primer público sobre el que ensayaron la nueva identidad de Diana, y había pasado la prueba sin dificultades. Tan sólo les parecía una chica algo reservada, ya que sobre muchos asuntos prefería no hablar para no meter la pata.
—Bien. Va a venir a cenar mi amigo Florian. Es el que me pasó el libro de Ayn Rand, pero no te emociones: él no lo ha leído. El libro estaba en italiano y él no lo habla. Es un chico muy majo. Estudia aquí pero es de Timisoara. Se había ido a casa de sus padres la semana pasada porque su madre está enferma, así que ha vivido todos los acontecimientos de allí. Acaba de llegar a Bucarest. A ver qué nos cuenta.
—¿No te estarás metiendo en más líos, Silvia? —Cristian acababa de entrar en el salón—. La situación está al rojo vivo…
—No empieces, Cristi. Ya soy mayorcita y tú no me vas a impedir que actúe como considere oportuno.
—No, por favor, escenas esta noche no, que tenemos dos invitados —Smaranda Bratianu acababa de entrar desde la cocina con una fuente de comida. Le dedicó una amplia sonrisa a Diana y después le frunció teatralmente el ceño a su hija.
Florian Ardeleanu llegó pocos minutos después. Traía unas flores para la madre, pero no dejaba de mirar a la hija. Estudiante de ingeniería civil, había conocido a Silvia unos meses antes, cuando coincidieron en una de las muchas reuniones clandestinas que por entonces celebraban los estudiantes más opuestos al régimen. Era un joven delgado y pálido, de aspecto desgarbado y algo tristón, pero su expresión se iluminaba al estar junto a Silvia. Compartía todos sus puntos de vista y siempre conseguía cambiar de opinión al mismo tiempo que ella. Si la hermana de Cristian le hubiera dicho que es bueno comer veneno, Florian no se habría preocupado de disuadirla a ella, sino de convencerse a sí mismo. Silvia le apreciaba mucho como amigo pero procuraba no crearle falsas esperanzas, aunque el chico no se daba por vencido. Sin embargo, la enajenación romántica del muchacho no se extendía al resto de su intelecto: al margen de su "silviadicción", era un joven completamente normal, y muy comprometido contra la dictadura.