Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (30 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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El rey Arturo amaba a Sir Lanzarote, y la reina Ginebra lo trataba con gentileza. Y Sir Lanzarote, a su vez, amaba al rey y a la reina y juró consagrarle a Ginebra sus servicios de caballero hasta el fin de sus días.

Sucedió que el mejor caballero del mundo no tenía oponentes en la corte, y él sintió que su destreza se echaba a perder y sus ánimos decayeron, pues no había espada que preservara el filo de su espada, ni brazos que compitieran con los suyos para conservar la tensión de sus músculos. Y como el camino de su vida había seguido una dirección unívoca, Lanzarote, el mejor caballero del mundo, no hallaba encrucijadas que lo condujeran al amor o la ambición, ni obstáculos que lo desviaran hacia el recelo, la traición o la codicia, ni penas o frustraciones que lo sumieran en la religión más de lo que prescribían sus costumbres. Su cuerpo, por tanto tiempo condicionado, no comprendía las comodidades y los apetitos, ni se interesaba en ellos. Era un sabueso sin presa, un pez en tierra, un arco sin cuerda, y como todos los hombres que no tienen nada que hacer, Lanzarote se intranquilizó e irritó, y por fin montó en cólera. En su cuerpo descubría dolores que antes desconocía, y en su ánimo grietas que antes ignoraba.

Entonces Ginebra, que amaba a Lanzarote y comprendía a los hombres, se entristeció al ver cómo se deterioraba un instrumento perfecto. Mantuvo un largo consejo con el rey y él le reveló su preocupación por los caballeros jóvenes.

—Ojalá pudiese entenderlo —dijo Arturo—. Comen bien, duermen cómodamente, hacen el amor cuando y con quien les da la gana. Alimentan apetitos sólo a medias despiertos y rechazan toda clase de dolores y privaciones, de fatigas y disciplinas, que le dan al placer su justo lugar… y sin embargo no están satisfechos. Se quejan de que los tiempos no son propicios.

—Y no lo son —dijo Ginebra.

—¿Qué quieres decir?

—Son tiempos de ocio, mi señor. Son tiempos que no les exigen nada. El sabueso más fiero, el corcel más veloz, la más bella de las mujeres, el caballero más esforzado, ninguno puede resistir los achaques del ocio. Hasta Lanzarote refunfuña como un niño que no sale a pasear los domingos.

—¿Qué puedo hacer? —exclamó el rey Arturo—. Veo derrumbarse la cofradía más noble de la tierra, como una duna erosionada por el viento. En las épocas arduas y oscuras oraba, trabajaba y luchaba por la paz. Ahora la tengo y la paz es demasiado difícil. ¿Sabes que a veces anhelo la guerra para resolver mis dificultades?

—No eres el primero ni el último —dijo Ginebra—. Recapacita, mi señor. Tenemos una paz general, es cierto, pero así como un hombre saludable tiene pequeños dolores, la paz es un complejo de pequeñas guerras.

—Explícate, señora.

—No es nada nuevo. Un falso caballero monta guardia frente a un río y exige un tributo o la vida. Un ladrón con armadura asola un distrito. Hay un gigante que derriba los muros de un establo y hay dragones que incendian campos de trigo maduro con sus feroces resoplidos… minúsculas guerras por todas partes, excesivamente pequeñas para un ejército, excesivamente grandes para que los pobladores las afronten…

—¿Aventuras?

—Se me ocurrió…

—Pero los caballeros jóvenes se ríen de la búsqueda de aventuras porque es anticuada, y los veteranos han visto auténticas guerras.

—Una cosa es buscar la grandeza y muy otra tratar de no empequeñecerse. Creo que todo hombre desea ser más que él mismo y que sólo puede serlo si es parte de algo inconmensurablemente más grande que él mismo. El mejor caballero del mundo si nadie lo desafía, termina por marchitarse. Debemos buscar el modo de declararle una gran guerra a los pequeños males. Hay que encontrar una palabra, un pensamiento, un estandarte que transforme a esos males pequeños en parte de una amenaza general contra la que podamos alzar un ejército aguerrido.

—¿Justicia? —sugirió Arturo.

—Demasiado vago…, demasiado insignificante…, demasiado frío. Pero la «justicia del Rey»… eso suena mejor. Si, ahí está. Cada caballero es agente y custodio de la Justicia del Rey, y es responsable de ella. Eso podría servir…, por un tiempo. Así haríamos de cada caballero un instrumento de algo más vasto que él mismo. Y cuando se agote ese recurso, pensaremos en otra cosa. Merlín profetizó acerca de todo, y sobre ambos aspectos de todo. Deberíamos llamar a Merlín. A los hombres les gusta ser hijos de la luz, aunque trabajen en las tinieblas. Un joven caballero que se pasa las horas intentando desflorar a una damisela, es capaz de correr en socorro de las doncellas.

—Me pregunto cómo podría declarar esta guerra —dijo el rey Arturo.

—Empieza por el mejor caballero del mundo.

—¿Lanzarote?

—Sí, y que lo acompañe el peor.

—A ése es difícil elegirlo, querida mía, pero ahora que lo pienso, su sobrino Lyonel es un buen candidato a ser el más bajo, el más haragán y el menos digno.

—Mi señor —dijo Ginebra—, si puedo hacer de Lanzarote el primer paladín de la Justicia del Rey, ¿tratarías de hacer de él el custodio y maestro de Sir Lyonel?

—No es mala idea. Lo intentaré. Eres buena consejera, querida mía.

—Entonces permíteme aconsejarte un poco más, mi señor. Sir Lanzarote no difiere de los otros hombres sino en altura. Si puedo hallar el modo de inducirlo a reflexionar al respecto por si mismo, será más fácil. Déjame prepararlo para las aventuras antes de dejarlo en tus manos.

—El peor y el mejor —dijo Arturo con una sonrisa—. Es una combinación fascinante. Una alianza como ésa seria invencible.

—Sólo con alianzas como ésas pueden llevarse a cabo las guerras, mi señor.

Por esa época la reina Ginebra amaba a Lanzarote por su coraje, por su cortesía por su fama y por su falta de astucia. Aún no tenía el propósito de transformarlo, de echarle hacia atrás el indómito rizo de la frente, de azotarlo con la duda y la confusión y los celos para que la imagen de la reina no dejara de fulgurar en su cerebro. Aún no lo amaba tanto como para ejercer la crueldad. Su afecto era tibio y mesurado, esa especie de amor que a una mujer le permite ser afable, amistosa, y muy prudente… demasiado prudente como para hablar con toda franqueza.

Confió sus inquietudes al caballero inquieto, su sensación de inutilidad al caballero inutilizado.

—Qué afortunados son los hombres —dijo ella—. Sin aviso ni advertencia ni permiso puedes escabullirte del tedio para entrar al verde y vasto mundo de las maravillas, de las aventuras en sitios desiertos. Puedes buscar y enderezar entuertos, castigar maldades, someter a los traidores a la Paz del Rey. Sin que yo me entere, acaso estás preparándote para abandonar esta yerma fortaleza de inútiles e inutilizados para acudir allá donde hacen falta hombres, donde hay quienes imploran y recompensan la honra y el coraje caballerescos.

—Mi señora…

—No digas nada. Si estás elaborando planes secretos, prefiero ignorarlos. Me sumirían en la más negra aflicción. A veces deseo ardientemente ser hombre, señor. Pero debo esperar. Mis únicas aventuras están en las imágenes de hebras multicolores del gran mundo galante. Mi pequeña aguja es mi espada. No es un conflicto muy satisfactorio.

—Pero debe hacerte feliz saber que los hombres visten tu imagen en el corazón, mi reina; sí, y en sus plegarias se encomiendan a ti y calladamente suplican tu bendición como si fueras una diosa.

—Temo que no oigo las plegarias silenciosas, caballero. No niego que alguien las pronuncie, pero no las oigo, pues no soy una diosa. Sólo hay una especie de devoción que es evidente por sí misma.

—¿Cuál es, mi señora?

—Sólo puedo darte un ejemplo. Un bravo caballero que salió en busca de aventuras descubrió el nido de víboras de dos déspotas. Dos perversos hermanos, muy al norte, hacían intolerable la existencia e insoportable la vida, y exhibían su impúdica arrogancia hasta que mi andante caballero los sorprendió y derrotó. Entonces, en lugar de matarlos, los envió a mí para que suplicaran mi perdón y mi clemencia. Por intermedio de ellos, solicitó mi bendición. Ésas son las plegarias que yo puedo oír… y aun más que eso… pues a través de lo que dijeron los hermanos pude participar en un mundo que me está vedado.

—¿Quién era ese caballero? —preguntó Lanzarote.

—¡No, no! Me rogó que conservara su nombre en secreto, y su ruego me obliga no menos que mi juramento.

—Lo averiguaré, señora mía. No puede ser tan difícil…

Ella lo contuvo con un gesto.

—Sir Lanzarote… ¿eres mi caballero?

—Lo soy, mi señora…, he jurado serlo.

—¿Y tiene mi voluntad alguna validez?

—Es mi ley.

—Entonces no lo averiguarás.

—No lo averiguaré, mi reina. ¿Pero tanto placer te causó ese acto?

—Más del que puedo expresar. Me pareció que a través de ese caballero yo resultaba valiosa en el mundo. Gracias a él, siento que poseo alguna dignidad.

Ginebra sonrió al verlo alejarse pensativo, la rebelde e hirsuta melena volcada sobre la frente.

El rey vio que Lanzarote se paseaba cavilosamente sobre la muralla y le tendió una trampa. Pues Arturo, al estudiar para rey, había aprendido que un soberano, al solicitar consejos y ayuda de sus súbditos, los encadena al trono de un modo irrenunciable.

Así Lanzarote encontró a su señor acodado sobre las almenas, contemplando melancólicamente una bandada de cigüeñas que circunvolaba el foso.

—Perdón, señor. No sabia que estabas aquí.

—Oh, sí. Eres tú. Estaba sumido en mis reflexiones.

—¿Es prudente que estés aquí, señor, sin tu cuerpo de guardia?

—No estoy solo —dijo Arturo—. Estoy rodeado de perplejidades. Qué extraño que pasaras por aquí. Estaba a punto de ir en tu busca. ¿Crees que un hombre necesitado pueda llamar a otro sin palabras?

—Quizás, mi señor. Me ha sucedido pensar en un amigo y luego encontrarme con él. ¿Pero es el pensamiento el que lo trae, o su presencia trae el pensamiento?

—Muy interesante —dijo Arturo—. Alguna vez hablaremos de eso. Lo que me atraía hacia ti era la necesidad de ayuda.

—¿De mi ayuda, señor?

—¿Acaso no puedo procurar tu ayuda?

—Siempre, mi señor. Sólo que no se me ocurre cómo llevar el agua a la fuente.

—Hermoso decir.

—Es de una canción, señor. Se la oí cantar a un juglar.

—Caballero —dijo el rey—, acudo a ti como hombre de armas, soldado y viejo camarada. Sé que has observado y que por cierto te has preocupado por lo que vemos alrededor de nosotros. Hasta hace poco teníamos una fuerza que el mundo no podía superar, según se lo demostramos al mundo. Y ahora, tan pronto, ya se desvanece. Los caballeros más viejos están perdiendo el filo. Los más jóvenes rehúsan templarse. Pronto, sin una batalla, habremos perdido un ejército.

—Quizá necesitemos la batalla, señor.

—Lo sé, lo sé. ¿Pero contra quién batallar? No existe el enemigo. Y cuando aparezca, no podremos hacer nada. Los hombres de más edad no me preocupan tanto. Merecen su reposo y su decadencia. Pero los jóvenes…, si se ganan las espuelas bailando, y su único oponente es una muchachita desdeñosa, estamos perdidos. Ayúdame, amigo. Necesito tu ayuda.

—Hay que obligarlos a aprender la profesión de las armas, señor.

—¿Pero cómo? Se niegan a participar en los torneos y en las justas exigen el garfio en lugar de la punta de lanza, para salvarse de las heridas.

—No es así como ganamos nuestra acolada, ¿no es cierto, mi señor? Si mal no recuerdo, tú luchaste a muerte y de incógnito junto a una fuente.

—Dejemos de lado los viejos duelos, por mucho que me plazca evocarlos. Si nuestros jóvenes y afectados galanes fueran sólo un grupo de pelmazos mediocres y bien nacidos, sería diferente, pero los mejores son los peores. Tu sobrino, por ejemplo, tiene más cintas que heridas y sus únicas cicatrices las ganó recogiendo rosas.

—¿Sir Lyonel, mi señor?

—Sir Lyonel. No lo elijo a él para ofenderte. Él no es sino uno de los tantos que balbucean en la oscuridad, enfrentados a batallones de palabras. El arma más peligrosa en esta corte es el laúd. Se retan entre sí a mortales banquetes.

—Llevaré fuera al cachorro y lo ahogaré en el foso —dijo Lanzarote con aspereza.

—Tendrías que ahogar una camada de cachorros. El foso desbordaría. Aguarda… ¡tú lo has dicho! Sabia que podía confiar en ti. Quizás ése sea el camino.

Lanzarote era incapaz de fingir.

—¿Qué dije? —preguntó—. No recuerdo haber ofrecido…

—Dijiste: «Llevaré fuera al cachorro…»

—«… .y lo ahogaré en el foso» —completó Lanzarote.

—Vuelve a la primera parte… llévalo fuera. Tú mismo lo has sugerido. Suponte que los mandamos fuera…, un caballero experto y aguerrido con un joven cachorro… y ambos salen a cumplir una misión difícil y arriesgada. Caramba…, ése podría ser el mejor modo de entrenarlos y templarlos. Gracias, amigo mío. Y a los caballeros más viejos puede encantarles que les abollen el arnés en memoria de los viejos tiempos.

—¿Qué tipo de misión, señor?

—La que haga falta. El reino está infestado de pequeñas plagas que hay que eliminar. Podríamos llamarlos…, veamos… Custodios de la Paz del Rey. Estarían investidos de la autoridad real como emblema. ¿Qué opinas?

—Debo considerarlo, señor. Pero hay algo que se me ocurre. Habría que iniciarlo con lentitud. Si enviaras cien pares de autoridad, la Paz del Rey irremediablemente entraría en guerra con la Paz del Rey antes de caer el sol.

—No sería una mala solución —dijo Arturo—. Bien… pensémoslo. No olvidaré que la sugerencia fue tuya, amigo mío. —Y el rey se alejó satisfecho, pues en los ojos de Lanzarote había visto brincar una mal disimulada llama.

La flor de los jóvenes caballeros solía reunirse junto al pozo que había al lado de la fortaleza. Allí, sentados en el ancho brocal, podían observar a las muchachas que acarreaban agua y evaluar su senos cuando ellas se agachaban para recoger el balde. A veces una ráfaga de viento les alzaba la falda y arrancaba estallidos de risa apreciativa a los florecientes caballeros, quienes al tiempo que comentaban misteriosamente sus conquistas de nobles y complacientes doncellas trataban de estimular la complacencia de las muchachas que acarreaban agua a la cocina. Cuando el balde se mecía con desgano, los jóvenes señores comparaban el color de sus calzas y medían la longitud de sus puntiagudos zapatos poniéndolos uno junto al otro. Si pasaba un viejo caballero, cuchicheaban tapándose la boca con las manos y miraban el cielo con exagerada inocencia, y en cuanto se alejaba sacaban la lengua y cruzaban las miradas, con señales que habían inventado para la burla silenciosa.

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