Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
—Estás en lo cierto —dijo Sir Nentres, y los otros señores fueron de la misma opinión. Luego juraron recíproca lealtad en la vida y en la muerte. Tras esta solemne decisión, repararon sus arneses y limpiaron y pusieron a punto sus armas. Luego montaron a caballo e irguieron sus nuevas lanzas apoyándolas contra los muslos, mientras mantenían a sus monturas rígidas e inmóviles como piedras. Cuando Arturo, Ban y Bors los vieron en el campo, no pudieron menos que admirarlos por su disciplina y denuedo caballeresco.
Entonces cuarenta de los mejores caballeros del rey Arturo solicitaron la venia para arremeter contra el enemigo y quebrar su línea de batalla. Y estos cuarenta picaron espuelas y partieron a todo galope, mientras los señores bajaban las lanzas y los enfrentaban con gran ímpetu, con lo cual prosiguió la esforzada y mortífera contienda. Arturo y Ban y Bors volvieron a unirse a la lucha y mataron hombres a diestro y siniestro. En el campo se apiñaban los caídos, y los caballos resbalaban en la sangre y tenían las patas enrojecidas hasta las cernejas. Pero los hombres de Arturo fueron paulatinamente doblegados por la disciplina de hierro de la gente del norte y debieron vadear una vez más el riacho por el que habían cruzado.
En eso vino Merlín galopando sobre un gran caballo negro y le gritó al rey Arturo:
—¿Nunca te detendrás? ¿No has hecho bastante? De sesenta mil hombres que iniciaron la batalla, sólo quince mil quedan con vida. Es hora de ponerle un alto a la matanza, o de lo contrario Dios se enfurecerá contigo. —Y Merlín prosiguió—: Estos señores rebeldes han jurado no dejar el campo con vida y cuando los hombres llegan a ese extremo pueden arrastrar a muchos consigo antes de morir. Ahora no puedes derrotarlos. Sólo podrás causar muertes y acarrearte pérdidas. Por lo tanto, mi señor, retírate del campo en cuanto puedas y deja que tus hombres reposen. Prodiga el oro y la plata entre tus caballeros, pues bien se lo han ganado. No hay riqueza que baste a sus esfuerzos. Nunca tan pocos varones han realizado tantas y tan honrosas proezas contra tan poderoso enemigo. Tus caballeros hoy se han equiparado a los guerreros más valerosos del mundo.
—Merlín dice la verdad —exclamaron el rey Ban y el rey Bors.
Entonces Merlín los dejó en libertad de ir donde quisieran.
—Os prometo que durante tres años este enemigo no os molestará. Estos once señores tienen en sus tierras más problemas de los que imaginan —dijo Merlín—. Más de cuarenta mil sarracenos han desembarcado en sus costas y saquean, incendian y asesinan. Han puesto sitio al castillo de Wandesborow y devastan los campos. Por lo tanto, no temáis más a estos rebeldes, que bastante atareados estarán en sus propias tierras. —Y Merlín continuó—: Cuando hayas recogido los despojos del campo de batalla, dáselos al rey Ban y al rey Bors para que así puedan recompensar a aquellos de sus caballeros que lucharon por ti. La noticia de estos dones se difundirá por todas partes, y cuando necesites hombres en el porvenir, no vacilarán en ayudarte. Más tarde podrás recompensar a tu gente.
—Es un buen consejo y lo seguiré —dijo el rey Arturo.
Luego se recogieron los tesoros del campo ensangrentado: armaduras, espadas y joyas de los caídos, sillas, arneses y arreos de los caballos de guerra, las tristes posesiones de los muertos. Ban y Bors recibieron estos valiosos trofeos, y a su vez los distribuyeron entre sus caballeros.
Luego Merlín se despidió del rey Arturo y de los reyes hermanos de allende el mar y viajó a Northumberland para ver a Maese Blayse, quien llevaba una crónica. Merlín refirió la gran batalla y su culminación, y enumeró los nombres y hazañas de cada rey y cada esforzado caballero que en ella había contendido, y Maese Blayse lo consignó en su crónica, palabra por palabra y tal como Merlín lo refería. Y en los días venideros, Merlín siguió refiriendo a Maese Blayse las nuevas de batallas y proezas emprendidas en tiempos de Arturo, para que así quedasen consignadas en el libro y los hombres futuros pudiesen leerlas y rememorarlas.
Después de esto, Merlín regresó al castillo de Bedgrayne en el Bosque de Sherwood, donde el rey Arturo tenía su morada. Llegó a la mañana siguiente de Candelaria, disfrazado como era su costumbre y deleite. Se presentó ante Arturo envuelto en un vellocino negro, vestido con un rústico manto y calzado con enormes botas. Llevaba arco y un carcaj con flechas y un par de ocas salvajes en la mano. Se dirigió al rey y le dijo con brusquedad:
—Señor, ¿me haréis un obsequio?
El disfraz engañó a Arturo, quien dijo con aspereza:
—¿Por qué he de obsequiarle algo a un hombre como tú?
—Sería más sabio obsequiarme algo que no está en tus manos que perder un tesoro. En el sitio donde se libró la batalla, yace un tesoro sepulto en la tierra.
—¿Quién te dijo eso, patán? —inquirió el rey.
—Mi amo Merlín.
Entonces Ulfius y Brastias lo reconocieron por sus artimañas y se rieron.
—Mi señor —le dijeron al rey—, te ha engañado. Es Merlín en persona.
Y el rey quedó atónito por no haberlo reconocido, al igual que Ban y Bors, y todos se rieron de la broma de Merlín, quien estaba feliz como un niño por su éxito.
La batalla le había conferido a Arturo más aura de realeza, y muchos grandes señores y damas vinieron a tributarle homenaje, entre ellos la hermosa Lyonors, hija del conde Sanam. Cuando ella compareció ante el rey, Arturo se prendó de su hermosura y se enamoró en el acto. Ella correspondió a su amor y yacieron juntos, y Lyonors concibió un niño a quien llamaron Bor, que años más tarde se convirtió en un buen caballero de la Tabla Redonda.
Luego Arturo recibió noticias de que el rey Royns de Gales del Norte había atacado al rey Lodegrance de Camylarde, amigo del rey Arturo, y el rey decidió acudir en socorro de Lodegrance. Pero ante todo, los caballeros franceses que anhelaban regresar a su hogar fueron enviados a Benwick para que colaborasen en la defensa de la ciudad contra el rey Claudas.
En cuanto hubieron partido, Arturo, Bors y Ban, con veinte mil hombres, emprendieron una marcha de siete días sobre el territorio de Camylarde y exterminaron a diez millares de hombres del rey Royns, obligaron al resto a la fuga y rescataron al rey Lodegrance de sus adversarios. Lodegrance les dio las gracias, los acogió en su castillo y los colmó de regalos. Y en el festín el rey Arturo vio por primera vez a la hija del rey Lodegrance. Se llamaba Ginebra, y Arturo la amó entonces y siempre, y más tarde la convirtió en su reina.
Era llegada la hora de que los reyes franceses volvieran a sus tierras, pues en ellas, según supieron, el rey Claudas libraba una guerra devastadora. Y Arturo se ofreció a acompañarlos. Pero los reyes replicaron:
—No, no es momento de que nos acompañes, pues aquí te espera la ardua tarea de pacificar tu reino. Y ahora no necesitamos tu ayuda, pues con todos los regalos que nos diste podemos contratar buenos caballeros que nos ayuden contra Claudas. —Y añadieron—: Te prometemos por la gracia de Dios que en caso de necesitarte te lo haremos saber, y también prometemos que si necesitas algo de nosotros te bastará comunicárnoslo para que acudamos a socorrerte sin demora. Lo juramos.
Entonces Merlín, que se encontraba cerca de ellos, lanzó esta profecía:
—No será necesario que estos dos reyes regresen a Inglaterra para luchar. No obstante, no tardarán en encontrarse nuevamente con el rey Arturo. Dentro de uno o dos años requerirán su ayuda y él los socorrerá contra sus enemigos tal como ellos lo han socorrido contra el suyo. Los once señores del norte morirán todos en un mismo día, destruidos por dos valerosos caballeros, Balin le Savage y su hermano Balan. —Luego Merlín guardó silencio.
Los señores rebeldes, al abandonar el campo de batalla, enfilaron hacia la ciudad de Surhaute en tierras del rey Uryens, y allí descansaron y se repusieron y cuidaron de sus heridas, con el pecho lleno de pesadumbre por la pérdida de tantos hombres. Al poco tiempo recibieron nuevas de que cuarenta mil sarracenos incendiaban y asolaban sus territorios y de que hombres sin escrúpulos aprovechaban su ausencia para robar, quemar y saquear sin misericordia.
—Las penas se suman a las penas —se quejaron los once—. Si no hubiésemos luchado contra Arturo, ahora contaríamos con su ayuda. No podemos contar con el auxilio del rey Lodegrance porque es amigo de Arturo, y Royns está demasiado ocupado con sus propias guerras como para ayudarnos.
Tras ulteriores consultas, decidieron proteger las fronteras de Cornualles, Gales y el norte. El rey Idres se instaló en la ciudad de Nauntis, en Bretaña, con cuatro mil hombres, para custodiarla de cualquier ataque por tierra o por mar. El rey Nentres de Garlot se estableció en la ciudad de Windesan con cuatro mil caballeros. Ocho mil hombres ocuparon las fortalezas de los límites de Cornualles, mientras que otros eran destacados para defender las marcas de Gales y Escocia. Así se mancomunaron para enmendar su suerte, atrayendo más hombres y aliados a su cofradía. El rey Royns se les unió después de ser derrotado por Arturo.
Y entretanto los señores del norte reorganizaban sus mesnadas, juntaban implementos de guerra y almacenaban pertrechos para el futuro, pues habían resuelto vengarse de la derrota que Arturo les había infligido en Bedgrayne.
Volvamos a Arturo. En cuanto partieron Ban y Bors, el rey se dirigió con su séquito a la ciudad de Caerleon. Luego vino a su corte la esposa del rey Lot de Orkney, al parecer para traerle un mensaje, pero en realidad con el propósito de espiarlo. Vino ricamente vestida y con un fastuoso cortejo de damas y caballeros. La esposa del rey Lot era una hermosa mujer y Arturo la codició y la amó y ella concibió un hijo de Arturo, aquel a quien más tarde llamarían Sir Mordred. Esta dama permaneció un mes en la corte de Arturo y luego regresó a sus tierras. Y Arturo ignoraba que ella era su media hermana y que sin saberlo había caído en pecado.
Sin esa dama en la corte, concluidas las simplicidades de la guerra, ausentes los reyes franceses con su templada y presta amistad, quedaba el reino de Inglaterra, que en realidad aún no había aceptado el cetro de Arturo. La guerra, la amistad y el amor lo habían distraído de esa reflexión, pero el ocio lo colmaba de tribulación e incertidumbre. Y tuvo un sueño que lo atemorizó, pues Arturo creía, y con razón, en la importancia de los sueños. Soñó que dragones y serpientes hollaban sus tierras y se arrastraban por ellas causando muertes y calcinando cosechas y sembradíos con su hálito ponzoñoso. Y soñó que los combatía con mórbida futilidad y que lo mordían y quemaban y herían sin que él cejara en la lucha, y al fin le pareció haber muerto a muchos y puesto en fuga a los demás.
Cuando despertó, Arturo no pudo disipar los efectos de ese sueño negro y ominoso. Las imágenes nocturnas empañaban la luz del día. Para distraerse, reunió unos pocos caballeros y servidores y salió a cazar en el bosque.
El rey no tardó en divisar un gran venado. Picó espuelas y se lanzó a perseguirlo. Pero hasta la persecución se asemejaba a un sueño. Varias veces estuvo a punto de arrojar la jabalina sobre su presa, pero el venado súbitamente se distanciaba. En su afán por darle caza, agotó las fuerzas de su montura, que al fin tropezó y tambaleó y cayó muerta, mientras el venado escapaba. Entonces el rey despachó un sirviente en busca de otro caballo. Fue a sentarse junto a un pequeño arroyo, y la sensación de estar soñando persistía y se le cerraban los ojos. En eso le pareció escuchar los ladridos de una jauría. Entonces surgió de la fronda una bestia extraña y descomunal de una especie desconocida para él, y los ladridos provenían del vientre de la bestia. La bestia se acercó a la fuente para beber, pero cuando se apartó de la espesa penumbra de los árboles, los afanosos ladridos volvieron a salir de su vientre. Y en el día empañado por el sueño, el rey quedó atónito, abrumado por graves y negros pensamientos, y se durmió.
Luego le pareció que un caballero a pie se acercaba y le decía:
—Caballero caviloso y somnoliento, dime si viste pasar por aquí una bestia extraña.
—Así es —dijo el rey—. Pero se metió en el bosque. Pero dime, ¿por qué te interesa esa bestia?
—Señor —dijo el caballero—, estoy a la búsqueda de esa bestia y la he seguido durante mucho tiempo, hasta que mi caballo perdió la vida. Ojalá tuviera otro caballo para proseguir mi búsqueda.
En eso llegó un sirviente de Arturo trayéndole un caballo y el caballero suplicó que se lo cediera, diciéndole:
—Hace doce meses que persigo a mi presa, y debo continuar.
—Señor caballero —dijo Arturo—, concédeme tu presa y yo la perseguiré otros doce meses, pues necesito algo así para ahuyentar la congoja que me embarga el corazón.
—Me pides una necedad —dijo el caballero—. Esta búsqueda me pertenece y no puedo delegarla en otro, a menos que fuera alguien de mi propia sangre. —Entonces el caballero se precipitó hacia el caballo del rey y lo montó, y le dijo—: Gracias, señor. Ahora el caballo es mío.
—Puedes adueñarte de mi caballo por la fuerza —exclamó el rey—, pero deja que las armas decidan si lo mereces más que yo.
El caballero se alejó, gritándole por encima del hombro:
—Esta vez no, pero en cualquier momento puedes encontrarme aquí junto a la fuente, preparado y dispuesto a brindarte una satisfacción. —Y se internó en el bosque. El rey ordenó a su servidor que le trajera otro caballo, y luego volvió a ser presa de negras ensoñaciones.
Era un día signado por un sortilegio, un día en que la realidad se deformaba como un reflejo sobre la trémula superficie del agua. Y el día continuó así, pues ahora se acercó un mozo de catorce años y le preguntó al rey por qué estaba pensativo.
—No me faltan razones —dijo el rey—, pues he visto y sentido cosas extrañas y maravillosas.
—Sé lo que has visto —dijo el mozo—. Conozco todos tus pensamientos. También sé que sólo un necio se preocupa por las cosas que no puede remediar. Sé más aún. Sé quién eres y que el rey Uther era tu padre y la reina Igraine tu madre.
—Eso es falso —dijo con enojo Arturo—. ¿Cómo puedes saberlo, siendo tan joven?
—Sé estas cosas mejor que tú —replicó el mozo—, mejor que nadie.
—No te creo —dijo el rey, y tanto lo encolerizó la impertinencia que el mozo se alejó, dejándolo una vez más librado a su melancolía.
Se acercó un anciano, un varón octogenario con el rostro lleno de sabiduría, y Arturo se alegró porque necesitaba ayuda contra sus oscuras reflexiones.