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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (30 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Se puso a pensar en lo mucho que habían cambiado los teléfonos; aún se acordaba de cuando los números se marcaban en un dial y de cuando salieron los primeros teléfonos con aquellas teclas luminosas y aquel timbre tan desagradable. Siendo todavía una adolescente, tuvo un novio que imitaba a la perfección aquel timbre —viéndolo ahora en perspectiva, lo cierto era que el chico no tenía más habilidad que ésa—. ¿Qué habría sido de él? ¿De qué le serviría esa habilidad ahora que los teléfonos podían sonar de tantas formas diferentes...?

—En este momento, todos nuestros operadores están ocupados —dijo una voz mecánica—. Por favor, permanezca a la espera.

Maeve estaba sorprendentemente tranquila, como si tuviera la completa seguridad de que jamás volvería a ocurrir le nada malo.

Una voz masculina atendió su llamada.

—¿Diga? —el tono denotaba eficacia.

—Necesito hablar con la policía —dijo Maeve.

—No es necesario que hable usted con la policía —replicó la voz—. Las autoridades competentes intervendrán inevitablemente y a su debido tiempo en caso de que se haya cometido algún delito.

—Verá —dijo Maeve—, quizá me equivocado de número.

—No importa —dijo la voz—, todos los números son igualmente correctos, en último término. Sólo son números y, por tanto, no pueden ser ni correctos ni incorrectos.

—Usted dirá lo que quiera —dijo Maeve—, pero necesito hablar con la policía. Y creo que también necesito una ambulancia. Obviamente, me he equivocado de número.

Maeve colgó. A lo mejor es que no se podía comunicar con el 091 desde un teléfono móvil, pensó. Buscó en su agenda el número de su hermana y la llamó. Una voz familiar contestó inmediatamente.

—Deje que me explique: no digo que se haya equivocado de número a propósito. Lo que intentaba decirle es que todo número es intrínsecamente correcto. Bueno, todos menos
Pi
, claro. Sólo de pensar en él ya me duele la cabeza, cuatro decimales y cinco decimales y seis decimales y venga decimales...

Maeve cortó pulsando el botón rojo. Llamó al director de su sucursal.

La voz que se puso al teléfono dijo:

—Vaya por Dios, no hago más que parlotear y hablar de si los números son correctos o no y usted seguramente estará pensando que todo esto no viene a cuento...

Clic. Llamó a su mejor amiga.

—... y que, en realidad, deberíamos estar hablando de su solicitud. Me temo que esta tarde hay mucho tráfico, así que, si fuera usted tan amable de esperar un rato, pasarán a recogerla...

La voz resultaba reconfortante, parecía uno de esos predicadores radiofónicos ofreciendo a los oyentes su reflexión diaria.

De no haber estado tan relajada, aquello la habría aterrorizado. En lugar de eso, se puso a pensar. Puesto que su móvil estaba —¿cómo se decía, «pinchado»?—, tendría que bajar a la calle a buscar un agente de policía para presentar una queja oficial. Maeve pulsó el botón para llamar al ascensor, pero no sucedió nada, así que bajó por las escaleras, pensando que, de todos modos, lo más seguro era que no hubiera ningún agente de policía por allí, como suele suceder siempre que necesitas uno. Se pasan la vida patrullando en esos coches que hacen
niiinoooniiinooo.
«La policía debería patrullar a pie y por parejas —pensó Maeve—, dando la hora a los transeúntes o esperando al pie de los canalones para detener a los cacos que bajan con sus botines al hombro...»

Justo al pie de la escalera, en el portal, se encontró con dos agentes de policía: un hombre y una mujer. Iban de paisano, pero eran policías. Esta vez no había ninguna posibilidad de error. El hombre era robusto y rubicundo, la mujer era menuda y tenía la piel oscura y seguramente, en otras circunstancias, le habría parecido bastante guapa.

—Nos consta que estuvo aquí —decía la mujer—. La recepcionista recordaba haberla visto llegar justo antes de irse a comer. Cuando regresó, ambos se habían marchado ya.

—¿Crees que huyeron los dos juntos? —preguntó el hombre.

—Eeh... Disculpen —interrumpió educadamente Maeve Livingstone.

—Es posible. Tiene que haber un modo sencillo de explicarlo. Desaparece Grahame Coats. Desaparece Maeve Livingstone. Al menos, tenemos a Charles Nancy bajo custodia.

—No huimos juntos, ni muchísimo menos —dijo Maeve, pero ellos la ignoraron.

Los dos agentes entraron en el ascensor y cerraron de golpe ambas puertas. Maeve se quedó mirándoles mientras el ascensor los llevaba a trompicones hasta el último piso.

Aún tenía el móvil en la mano. Notó que empezaba a vibrar y, a continuación, sonó la melodía de
Greensleeves.
Se quedó mirándolo fijamente. En el display aparecía la foto de Morris. Nerviosa, atendió la llamada.

—¿Diga?

—Hola, mi amor. ¿Cómo te va?

—Bien, gracias —respondió, y añadió—. ¿Morris? No, no me va nada bien. En realidad me va de pena.

—¡Ay! —replicó Morris—. Me lo temía. Pero la cosa ya no tiene arreglo. Hay que seguir adelante.

—Morris, ¿desde dónde me llamas?

—Es un poco complicado de explicar —repuso él—. A ver, en realidad no estoy al teléfono. Sólo quería ayudarte a dar este paso.

—Grahame Coats —le dijo— ha resultado ser un estafador.

—Sí, mi amor —replicó Morris—. Pero ahora tienes que olvidarte de todo eso. Es hora de pasar página.

—Me atizó un golpe en la nuca —dijo ella—, y nos ha estado robando.

—Sólo son asuntos terrenales, mi amor —le dijo Morris, intentando reconfortarla—, ahora estás más allá del valle...

—Morris —continuó Maeve—, ese gusano hediondo ha intentado asesinar a tu esposa. Me parece que deberías mostrar un poquito más de interés.

—No seas así, mi amor. Sólo intento explicarte...

—¿Sabes lo que te digo, Morris? Que si esa es la actitud que piensas adoptar, prefiero encargarme de este asunto yo sola. Lo que no pienso hacer es olvidarme de él, desde luego. Tú puedes hacer lo que quieras, al fin y al cabo, estás muerto. Tú ya no tienes que preocuparte de estas cosas.

—Tú también estás muerta, mi amor.

—Ésa no es la cuestión —le espetó. Y a continuación—: ¿Que estoy qué? —sin darle tiempo para responder, Maeve dijo—: Te he dicho que ha intentado matarme. No que lo haya conseguido.

—Eer —parecía que el difunto Morris Livingstone no sabía ya qué decir—. Maeve, cariño. Sé que todo ha sido muy repentino y que probablemente sea un golpe difícil de encajar, pero la verdad es que...

El teléfono hizo «biiip» y en el display apareció el icono que indicaba que se había quedado sin batería.

—No he podido oír eso último, Morris —dijo Maeve—. Creo que me estoy quedando sin batería.

—Tu móvil no tiene batería —respondió Morris—. No tienes móvil. No es más que una ilusión. Eso es lo que intento explicarte desde hace un rato, estás más allá del valle de cómo–se–llame, y ahora te estás transformando, ¡caray, a ver cómo te lo explico!, es como lo de los gusanos y las mariposas, cariño. Ya me entiendes.

—Orugas —le corrigió Maeve—. Creo que te refieres a las orugas y las mariposas.

—Eem... sí, eso —dijo la voz de Morris a través del móvil sin batería—, orugas. A eso me refería. Pero, entonces, ¿en qué se transformaban los gusanos?

—No se transforman en nada, Morris —respondió Maeve, irritada—. Son gusanos y punto.

El móvil plateado hizo un ruidito, una especie de eructo mecánico, volvió a mostrar el icono de batería agotada y se apagó.

Maeve lo cerró y se lo volvió a meter en el bolsillo. Se fue hasta la pared más cercana y, a modo de prueba, la presionó con el dedo. La pared tenía un tacto viscoso y resbaladizo. Presionó un poco más fuerte y su mano atravesó la pared.

—Oh, no —exclamó, y lamentó, como tantas otras veces, no haber hecho caso a Morris, quien, después de todo, tenía que admitirlo, a estas alturas debía de saber mucho mejor que ella lo que era estar muerto. «¡ Ah, en fin! —pensó—. Estar muerta debe de ser como todo en esta vida: vas aprendiendo lo que puedes sobre la marcha y ya con eso te haces tu composición de lugar.»

Salió por la puerta principal y, de repente, se le ocurrió probar a entrar en el edificio atravesando la pared que había al fondo del portal. Funcionó. Repitió la prueba una vez más y el resultado fue el mismo. Entonces, se fue hacia la agencia de viajes que ocupaba la planta baja del edificio y probó a atravesar el muro que daba al oeste.

Atravesó el muro y volvió a entrar en el portal, esta vez por el muro que daba al este. Era como estar en un decorado jugando a salirse del plano. En términos topográficos, aquel edificio parecía haberse convertido en su pequeño universo.

Subió de nuevo a la última planta a ver qué estaban haciendo aquellos detectives. Estaban mirando hacia el escritorio, observando los restos que había dejado Grahame Coats al hacer las maletas.

—Miren —dijo Maeve, solícita—, estoy en una habitación que hay detrás de la librería. Estoy ahí. Ellos no le hicieron ni caso.

La mujer se agachó y examinó el contenido de la papelera. —Premio —dijo, y sacó una camisa blanca con manchas de sangre seca. La metió en una bolsa de plástico. El hombre sacó un móvil.

—Mandad a la Científica —dijo.

Gordo Charlie veía ahora su celda más como un refugio que como una prisión. Para empezar, las celdas estaban situadas en el interior del edificio, muy lejos del alcance del pájaro más audaz. Y tampoco había por allí el menor rastro de su hermano. Ya no le importaba que en la celda número seis nunca pasara nada. Prefería mil veces nada que todos los algos con los que se había tropezado últimamente. Incluso prefería un mundo en el que no hubiera nada más que castillos, cucarachas y tipos que se llamaran K a un mundo lleno de pájaros que susurraban a coro su nombre.

La puerta se abrió.

—¿No llamas nunca antes de abrir? —preguntó Gordo Charlie.

—No —le contestó el guardia—, la verdad es que nunca llamamos antes de entrar. Tu abogado ha venido a verte.

—¿Señor Merryman? —dijo Gordo Charlie y, a continuación, hizo una pausa. Leonard Merryman era un orondo caballero que llevaba unas gafas muy pequeñas con montura dorada, y el hombre que estaba detrás del guardia ni siquiera se le parecía.

—No pasa nada —dijo el tipo que no era su abogado—. Podemos hablar aquí mismo.

—Llame cuando haya acabado —le dijo el policía, y cerró la puerta.

Araña cogió la mano de Gordo Charlie.

—Vengo a rescatarte —le dijo.

—Pero yo no quiero que me rescaten. No he hecho nada.

—Esa es una buena razón para largarse cuanto antes.

—Pero si me escapo, entonces sí habré hecho algo. Seré un prisionero que se ha fugado.

—No eres un prisionero —dijo Araña en tono jovial—. Todavía no han presentado cargos en tu contra. Simplemente, les estás ayudando en su investigación. Escucha, ¿tienes hambre?

—Un poco sí.

—¿Qué te apetece? ¿Té? ¿Café? ¿Chocolate caliente?

Lo del chocolate caliente sonaba muy bien.

—Pues la verdad es que me encantaría tomarme un buen chocolate caliente —respondió.

—Estupendo —repuso Araña. Cogió a Gordo Charlie de la mano y dijo—: Cierra los ojos.

—¿Porqué?

—Así es más fácil.

Gordo Charlie cerró los ojos, aunque no tenía ni idea de qué era eso que iba a ser más fácil con los ojos cerrados. El mundo a su alrededor se estiró, luego se encogió y Gordo Charlie tomó conciencia de que se iba a marear. Entonces, su mente se estabilizó y sintió en su cara una brisa cálida.

Abrió los ojos.

Estaban en plena calle, en un mercado inmenso en algún lugar que no tenía pinta de ser Inglaterra.

—¿Dónde estamos?

—Creo que se llama algo así como Skopsie. Es una ciudad de Italia o alrededores. Hace tiempo que vengo por aquí. Hacen un chocolate increíble. No he probado nunca otro mejor.

Se sentaron a una pequeña mesa de madera pintada de color butano. Un camarero se acercó y les dijo algo, pero el idioma que hablaba no sonaba a italiano, o al menos, eso le pareció a Gordo Charlie.

—Dos
chocolatos
(sic.)§ —pidió Araña, y el hombre asintió y se fue.

—Genial —dijo Gordo Charlie—, con esto ya has terminado de hundirme. Ahora seguro que me ponen en busca y captura. Mi foto saldrá en todos los periódicos.

—¿Y qué van a hacer? —preguntó Araña, sonriendo—. ¿Meterte en la cárcel?

—¡Oh, venga ya!

El camarero trajo el chocolate y lo sirvió en tazas pequeñas. Aquello debía de estar a la misma temperatura que la lava fundida, y estaba a medio camino entre una sopa de chocolate y unas natillas de chocolate, pero, desde luego, olía de maravilla.

—Mira, al final, con esto del reencuentro hemos hecho un pan como unas tortas, ¿o no?

—¿Que hemos hecho un pan como unas tortas? ¿Hemos? —A Gordo Charlie se le daba muy bien esto de hacerse el ofendido—. No fui yo quien me robó la novia. No fui yo quien hizo que me despidieran. No fui yo quien hizo que me arrestara la policía...

—No —replicó Araña—, pero sí fuiste tú quien metió a los pájaros en todo esto, ¿o tampoco?

Gordo Charlie bebió un sorbito muy pequeño, lo justo para probar el chocolate.

—¡Ay! Acabo de abrasarme la boca. —Miró a su hermano y vio que la expresión de su cara era idéntica a la suya propia: preocupado, cansado, asustado—. Sí, fui yo quien metió a los pájaros en todo esto. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

—Por cierto, aquí hacen una especie de tallarines con salsa francamente buenos.

—Pero ¿tú estás seguro de que esto es Italia?

—La verdad es que no.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Araña asintió.

Gordo Charlie se quedó pensando un momento a ver cómo le planteaba la cuestión.

—El rollo ese de los pájaros. Lo de que se presenten en cualquier momento y se junten de mil en mil, como si se hubieran escapado de la película de Hitchcock, ¿crees que es algo que sucede sólo en Inglaterra?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque me da que esas palomas nos han visto —y señaló al otro lado de la plaza.

Las palomas no se comportaban como palomas normales. No picoteaban las cortezas de los sándwiches ni andaban por ahí con la cabeza gacha a la caza de las sobras que iban dejando los turistas. Estaban quietas, en silencio, y les miraban fijamente. Un aleteo y, de pronto, un centenar de pájaros vinieron a unirse a las palomas. La mayoría se iba posando en la estatua de un tipo gordo con un sombrero enorme que presidía la plaza. Gordo Charlie miró a las palomas y las palomas le miraron a él.

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