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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (27 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Abrió el paquete de accesorios que le habían dado para hacerle más cómodo el vuelo, se puso el antifaz y reclinó el asiento hasta el tope, prácticamente en horizontal. Se puso a pensar en Rosie, aunque la imagen de Rosie que su mente evocaba no permanecía fija, continuamente se transformaba en una mujer menuda y más bien ligera de ropa. Gordo Charlie se sentía culpable, así que trató de imaginársela vestida. Fue aún peor, la veía vestida con un uniforme de policía. Se sentía terriblemente mal, se dijo, pero tampoco eso pareció surtir el más mínimo efecto. Debería sentirse avergonzado. Debería...

Gordo Charlie se acomodó en su asiento y dejó escapar un leve ronquido de satisfacción.

Seguía estando de un humor excelente cuando aterrizaron en Heathrow. Cogió el autobús que iba directo hasta Paddington y se alegró de comprobar que, durante el breve tiempo que había estado ausente, el sol se había decidido por fin a salir. «A partir de ahora —se dijo—, todo, absolutamente todo, va a ser maravilloso.»

El único detalle fuera de tono que le estropeó aquella mañana tan perfecta, fue algo que ocurrió en el transcurso de su viaje en tren. Estaba mirando por la ventanilla y pensando que ojalá se le hubiera ocurrido comprar el periódico en el aeropuerto. El tren pasaba en ese momento por delante de un campo —seguramente el campo de juegos de algún colegio—, cuando el cielo se oscureció momentáneamente y, con un ruido de freno, el tren se detuvo.

Aquel incidente no alteró el buen humor de Gordo Charlie. Estaban en Inglaterra, en pleno otoño: el sol era, por definición, un mero intervalo entre lluvias o nubes. Pero, afuera, junto a un grupo de árboles, había una figura humana.

A primera vista, le pareció un espantapájaros.

Qué estupidez. No podía ser un espantapájaros. Los espantapájaros se colocan en mitad de un sembrado, no en un campo de fútbol. Y, desde luego, a nadie se le ocurriría plantar un espantapájaros en el lindero de un bosque. En cualquier caso, si era un espantapájaros, mal servicio podía hacer en aquel lugar.

Y aun así, había cuervos por todas partes, grandes cuervos negros.

Y entonces, aquello se movió.

Estaba demasiado lejos como para distinguir algo más que su silueta, una figura delgada con una gabardina marrón y andrajosa. Pero incluso así, Gordo Charlie la reconoció. Sabía que, si hubiera podido acercarse un poco más, habría visto un rostro tallado en obsidiana, un cabello negro como ala de cuervo y unos ojos que conducían directamente a la locura.

Entonces el tren dio una sacudida y se puso en marcha, y, en cuestión de segundos, perdió de vista a la mujer de la gabardina marrón.

Gordo Charlie estaba inquieto. Ya casi había logrado convencerse de que lo que había pasado, lo que él creía que había pasado, en el comedor de la señora Dunwiddy no había sido más que una especie de alucinación, una horrible pesadilla, en cierto modo relacionada con algo real, pero no real en sentido estricto. Aquello no había sucedido realmente; más bien, era una representación simbólica de una verdad superior. Era imposible que se hubiera trasladado físicamente a un lugar real, y también era imposible que, efectivamente, hubiera cerrado ningún trato, ¿o no?

Después de todo, no era más que una simple metáfora.

No se preguntó por qué estaba ahora tan seguro de que todo estaba a punto de cambiar para mejor. Había realidades y realidades, y unas cosas eran más reales que otras.

Cada vez más rápido, el tren se iba acercando a Londres.

Araña se había ido directamente a casa desde el restaurante griego, presionando el corte de la mejilla con la servilleta, y estaba ya a punto de llegar a su destino cuando alguien le tocó el hombro.

—¿Charles? —dijo Rosie.

Araña dio un respingo o, al menos, se apartó y dejó escapar un grito de alarma.

—¿Charles? ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado en la cara?

Araña se quedó mirándola.

—¿Eres tú de verdad?

—¿Qué?

—¿Eres Rosie?

—¿Qué clase de pregunta es ésa? Pues claro que soy Rosie. ¿Qué le ha pasado a tu cara?

Araña presionaba la servilleta sobre la herida.

—Me he cortado —dijo.

—¿Me dejas que eche un vistazo? —Rosie apartó la mano de Araña. La servilleta tenía una mancha roja, como de sangre, pero su mejilla estaba intacta—. Si no tienes nada.

—Oh.

—Charles, ¿estás bien?

—Sí —respondió—, estoy bien. O a lo mejor no. Creo que deberíamos ir a mi casa. Creo que allí estaremos seguros.

—Habíamos quedado para comer —replicó Rosie. Parecía estar esperando que apareciera de repente un tipo con un micrófono y le dijera eso de «sonríe, estás saliendo por la tele» mientras señalaba hacia una cámara oculta.

—Sí —dijo Araña—, ya lo sé. Pero creo que alguien ha intentado matarme hace un momento. Y se hizo pasar por ti.

—Nadie intenta matarte —dijo Rosie, tratando de disimular, sin éxito, las ganas de reír.

—Bueno, pues aunque no haya nadie intentado matarme, ¿podemos pasar de la comida e irnos directos a mi casa? Podemos comer algo allí.

—Claro.

Rosie se fue con él y, de pronto, se fijó en que Gordo Charlie había perdido mucho peso. Le sentaba bien, pensó. Le sentaba muy bien. Caminaron en silencio por Maxwell Gardens.

—Pero bueno... —dijo Araña.

—¿Qué?

Él le enseñó la servilleta. La mancha de sangre había desaparecido. Ahora, la servilleta estaba inmaculadamente blanca.

—¿Es algún truco de magia?

—Sí lo es, no he sido yo —contestó—. Esta vez, no.

Tiró la servilleta a una papelera. En ese mismo momento, un taxi se detuvo justo delante de la casa de Gordo Charlie. Era Gordo Charlie; traía la ropa arrugada y el sol le hacía guiñar los ojos. Llevaba una bolsa de plástico blanca.

Rosie miró a Gordo Charlie. A continuación, miró a Araña. Y volvió a mirar a Gordo Charlie, que acababa de sacar de la bolsa una enorme caja de bombones.

—Son para ti–le dijo.

Rosie cogió los bombones y dijo:

—Gracias.

Allí había dos hombres con un aspecto y una voz completamente diferentes y, aun así, no era capaz de distinguir cuál de los dos era su novio.

—Me he vuelto loca, ¿verdad? —dijo Rosie, su voz era inexpresiva. Ahora que sabía que estaba loca, las cosas empezaban a tener sentido.

El Gordo Charlie delgado, el del pendiente, le puso una mano en el hombro.

—Será mejor que te vayas a casa —le dijo—. Cuando llegues, échate una siesta. Al despertar, no recordarás nada de esto.

«Bueno —pensó ella—, la vida es más fácil así. Es mejor tener un plan.» Se volvió a su casa caminando con paso resuelto y llevándose su caja de bombones.

—¿Qué le has hecho? —le preguntó Gordo Charlie—. Parece haber desconectado de repente.

Araña se encogió de hombros.

—No quería preocuparla —dijo.

—¿Por qué no le has contado la verdad?

—No me ha parecido oportuno.

—¿Desde cuándo sabes distinguir lo que es oportuno y lo que no?

Araña tocó la puerta de la casa y ésta se abrió sola.

—Soy yo quien tiene las llaves, ¿sabes? —dijo Gordo Charlie—. Es la puerta de mi casa.

Entraron y subieron al piso de arriba.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Araña.

—Por ahí —contestó Gordo Charlie, como si fuera un adolescente.

—Unos pájaros me han atacado hace un rato, en un restaurante. ¿Tienes idea de por qué? Tú lo sabes, ¿no?

—Pues la verdad es que no. A lo mejor sí. Simplemente es hora de que te vayas, nada más.

—No empieces —le dijo Araña.

—¿Yo? ¿Que yo no empiece? Creo que he sido un verdadero ejemplo de contención. Fuiste tú el que se metió en mi vida. Tú cabreaste a mi jefe y él me echó encima a la poli. Tú, tú has estado besando a mi novia. Tú me has jodido la vida.

—Hey —dijo Araña—. ¿Desde cuándo necesitas tú ayuda de nadie para joderte la vida? Si lo haces de maravilla tú solito...

Gordo Charlie cerró el puño, tomó impulso, y le lanzó un golpe directo a la mandíbula, como en las películas. Araña se tambaleó, más por la sorpresa que por el golpe en sí. Se llevó la mano a los labios y, luego, se miró la sangre en los dedos.

—Me has dado un puñetazo —le dijo.

—Y más que podría darte —respondió Gordo Charlie, que no estaba muy seguro de poder volver a hacerlo. Le dolía la mano.

—¿Ah, sí? —replicó Araña.

Se lanzó sobre Gordo Charlie y la emprendió a puñetazos. Gordo Charlie le pasó el brazo por la cintura y ambos cayeron al suelo.

Rodaron por el suelo del pasillo sin dejar de pelearse. Gordo Charlie se temía que Araña iba a contraatacar con algún tipo de magia, o que iba a resultar que tenía una fuerza sobrehumana, pero la pelea estaba bastante igualada. Ambos peleaban sin ninguna técnica, como niños —como hermanos— y, mientras peleaban, Gordo Charlie recordó una escena similar que había vivido hace muchos, muchos años. Araña era más listo y más rápido, pero si Gordo Charlie conseguía ponerse encima y sujetarle las manos...

Gordo Charlie agarró la mano derecha de Araña y se la sujetó a la espalda. Luego, se sentó encima de su hermano, cargando todo su peso sobre él.

—¿Te rindes?—dijo.

—No. —Araña se retorció tratando de soltarse, pero Gordo Charlie dominaba la pelea desde su posición, sentado sobre el pecho de Araña.

—Quiero que me prometas —dijo Gordo Charlie— que saldrás de mi vida y que nos dejarás en paz de una vez a Rosie y a mí.

Araña se resistió con más furia aún y consiguió derribar a Gordo Charlie, que aterrizó de cualquier modo en el suelo de la cocina.

—¿Ves? —dijo Araña—. Te lo advertí.

Alguien aporreó la puerta principal, parecía tratarse de una urgencia. Gordo Charlie miró furioso a Araña, Araña miró furioso a Gordo Charlie y, lentamente, se pusieron en pie.

—¿Quieres que vaya a abrir? —dijo Araña.

—No —respondió Gordo Charlie—, ésta es mi puta casa. Y yo bajaré a abrir mi puta puerta, muchas gracias.

—Lo que tú digas.

Gordo Charlie se dirigió a las escaleras. De pronto, se dio la vuelta.

—En cuanto despache esto —le dijo—, te voy a despachar a ti. Recoge tus cosas. Te largas de aquí.

Bajó por las escaleras remetiéndose la camisa por los pantalones, sacudiéndose el polvo y, en general, tratando de disimular que había estado rodando por el suelo los últimos diez minutos.

Abrió la puerta. Había dos policías grandes de uniforme y una más pequeña que venía de paisano y tenía un aire bastante más exótico.

—¿Charles Nancy? —preguntó Daisy.

Le miraba como si no le conociera, era una mirada carente de cualquier expresión.

—Glup —dijo Gordo Charlie.

—Señor Nancy —continuó—, está usted detenido. Tiene derecho a...

Gordo Charlie se volvió a mirar hacia adentro.

—¡Hijo de puta! —gritó, mirando hacia la escalera—. ¡Hijoputa hijoputa hijoputa hijoputa hijoputa!

Daisy le dio un golpecito en el hombro.

—¿Es usted capaz de salir calladito? —le dijo sin levantar la voz—. Porque si no, vamos a tener que reducirle. Y no se lo aconsejo. A veces, cuando se trata de reducir a un detenido, se dejan llevar por la emoción.

—Saldré callado —dijo Gordo Charlie.

—Así me gusta —replicó Daisy. Condujo a Gordo Charlie hasta el furgón negro y lo encerró en la parte de atrás.

La policía registró la casa. Estaba vacía. Al fondo del pasillo había una habitación no muy grande en la que había varias cajas y coches de juguete. Echaron un vistazo, pero no encontraron nada interesante.

Araña se tumbó en el sofá, en su habitación, con cara de pocos amigos. Se había ido a su habitación en cuanto Gordo Charlie bajó a abrir la puerta. Necesitaba estar solo un rato. No le gustaban las peleas. Normalmente, cuando las cosas llegaban a ese punto, se marchaba, y Araña sabía que había llegado ya el momento de irse, pero seguía sin querer hacerlo.

No estaba muy seguro de que hubiera sido una buena idea mandar a Rosie a su casa.

Lo que de verdad quería —y Araña se movía únicamente porque quería, nunca porque debería, ni porque tendría que— era decirle a Rosie que la quería; él, Araña. Que no era Gordo Charlie. Que era muy diferente de él. Y que, en sí mismo, eso no tendría por qué ser un problema. Podría haberle dicho sin más, y con gran convicción: «La verdad es que soy Araña, el hermano de Gordo Charlie, y a ti te parece bien. No te molesta en absoluto», y el universo le habría dado un empujoncito de nada a Rosie, y ella lo habría aceptado, igual que se había marchado a casa un rato antes. Ella habría estado conforme. No le habría importado, ni un poquito.

Salvo que, y él lo sabía, en el fondo, sí le habría importado.

A los seres humanos no les gusta que los dioses les mangoneen. Puede parecer que sí, a simple vista, pero en el fondo, de alguna manera, lo notan, y no les gusta. Lo saben. Araña podía decirle que aceptara aquella situación, y ella lo haría, pero sería tan falso como si le pintaras una sonrisa en la cara; aunque ella creyera, a todos los efectos, que aquella sonrisa era la suya. A corto plazo (y hasta ese momento Araña siempre había pensado a corto plazo), nada de eso tendría la menor importancia, pero a la larga no le traería más que problemas. No quería tener a su lado una criatura furiosa, una muñequita aparentemente sumisa y normal que, en lo más profundo de su ser, le odiaría con todas sus fuerzas. Quería a Rosie.

Y, de ese otro modo, dejaría de ser Rosie, ¿no?

Araña contempló la magnífica cascada y el cielo tropical que se veían desde su ventana, y Araña empezó a preguntarse cuándo subiría Gordo Charlie a llamar a su puerta. Algo raro había pasado esta mañana en el restaurante, y estaba seguro de que su hermano sabía más de lo que había admitido saber.

Después de un rato se aburrió de esperar, y salió de su habitación. No había nadie en la casa. Todo estaba revuelto —parecía un registro profesional—. Araña llegó a la conclusión de que había sido el propio Gordo Charlie el que lo había puesto todo patas arriba para dejar bien claro lo mal que le había sentado que Araña hubiera ganado la pelea.

Miró por la ventana. Había un coche y un furgón de policía. Les vio marcharse.

Se preparó unas tostadas, las untó de mantequilla y se las comió. Luego, recorrió la casa y echó cuidadosamente todas las cortinas.

Sonó el timbre de la puerta. Araña terminó de correr todas las cortinas y bajó a abrir.

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