Los Hijos de Anansi (5 page)

Read Los Hijos de Anansi Online

Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
9.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ya está. Ya estoy mejor.

—Tengo comida en casa —dijo la señora Higgler—. Vamos, te prepararé algo.

Al llegar al aparcamiento, Gordo Charlie se limpió el barro de los zapatos, luego se metió en su coche gris de alquiler y siguió a la camioneta granate de la señora Higgler por calles que no existían hace veinte años. La señora Higgler conducía como si acabara de descubrir la enorme taza de café con la que llevaba soñando largo rato y su única misión en la vida fuera beber todo el café que pudiera mientras conducía lo más rápido posible; y Gordo Charlie la seguía como podía, pisando el acelerador a fondo nada más abrirse los semáforos, mientras trataba de hacerse una idea de dónde estaban.

Entonces, torcieron por una calle y, con aprensión creciente, se dio cuenta de que la reconocía. Era la calle en la que había vivido de niño. Hasta las casas tenían más o menos el mismo aspecto, aunque ahora la mayoría de los jardines delanteros estaban rodeados por impresionantes verjas de alambre.

Había un montón de coches aparcados enfrente de la casa de la señora Higgler. Aparcó detrás de un viejo Ford de color gris. La señora Higgler caminó hasta la puerta delantera y abrió con su llave.

Gordo Charlie se echó un vistazo, estaba lleno de barro y empapado en sudor.

—No puedo entrar con esta pinta —dijo.

—He visto cosas peores —respondió la señora Higgler. Luego, alzó la barbilla y dijo—: Te diré lo que vamos a hacer, tú entras y pasas directamente al baño, allí puedes lavarte las manos y la cara y arreglarte un poco y, cuando estés listo, vienes a la cocina con todos.

Gordo Charlie fue al baño. Todo allí olía a jazmín. Se quitó la camisa llena de barro y se lavó la cara y las manos en el minúsculo lavabo, con un jabón perfumado con aroma de jazmín. Cogió una toalla para secarse el pecho y rascó los restos de barro seco de sus pantalones. Miró su camisa —que por la mañana, cuando se la puso, era blanca, y ahora tenía un tono más bien marrón sucio— y decidió no volver a ponérsela. Llevaba más camisas en el bolso de viaje que había dejado en el asiento trasero de su coche alquilado. Saldría discretamente de la casa, se pondría una camisa limpia y, luego, se enfrentaría a la gente allí reunida.

Quitó el cerrojo y abrió la puerta del baño.

En el pasillo, mirándole con cara de susto, había cuatro ancianas. Las conocía. Las conocía a todas.

—¿Qué es lo que estás haciendo? —le preguntó la señora Higgler.

—Cambiarme, camisa —respondió Gordo Charlie—. Otra camisa, en el coche. Un minuto.

Alzó la barbilla y recorrió el pasillo a grandes zancadas en dirección a la puerta principal.

—¿En qué idioma hablaba? —preguntó la menuda señora Dunwiddy, en voz alta.

—No vemos cosas así todos los días —apostilló la señora Bustamonte, aunque, teniendo en cuenta que estaban en plena Treasure Coast, en Florida, si había algo que se veía todos los días por allí eran hombres con el torso desnudo, aunque normalmente no llevaban pantalones de vestir llenos de barro.

Gordo Charlie se cambió de camisa junto al coche y volvió a entrar en la casa. Las cuatro mujeres estaban en la cocina, guardando en envases de plástico los restos de lo que debía de haber sido un gran bufé.

La señora Higgler era mayor que la señora Bustamonte, y ambas mayores que la señora Noles, y ninguna de ellas era mayor que la señora Dunwiddy. La señora Dunwiddy era vieja, y lo parecía. Seguramente había periodos geológicos más recientes que la señora Dunwiddy.

Cuando era niño, Gordo Charlie imaginaba a la señora Dunwiddy en el África ecuatorial, mirando con aire de reproche por encima de los cristales de sus gafas a los homínidos que empezaban a caminar erguidos.

—Fuera de mi jardín —le diría a un espécimen de
Homo habilis
recientemente evolucionado y bastante nervioso— o te saco de las orejas, te lo advierto.

La señora Dunwiddy olía a agua de violetas y, por debajo de las violetas, olía a vieja carcamal. Era una anciana diminuta cuya feroz mirada podría espantar a una tormenta, y a Gordo Charlie, que, más de veinte años antes, había entrado en su jardín para buscar una pelota de tenis y había roto uno de los adornos, le causaba todavía verdadero pavor.

En ese momento, la señora Dunwiddy estaba comiendo con los dedos trozos de cabrito al curry de uno de los envases de plástico.

—Sería una pena que se estropeara —dijo, y escupió los huesos en un plato de porcelana.

—¿No es hora ya de que comas algo, Gordo Charlie? —le preguntó la señora Noles.

—Estoy bien así —respondió—, de verdad.

Cuatro pares de ojos le miraron con reproche por encima de los cristales de cuatro pares de gafas.

—No es bueno que dejes de comer por muy triste que estés —dijo la señora Dunwiddy, chupándose los dedos, y cogiendo otro dorado y grasiento trozo de cabrito.

—No es eso. Es sólo que no tengo hambre. Nada más.

—La pena te va a dejar en los huesos —dijo la señora Noles, con macabro deleite.

—Te estoy poniendo unas cuantas cosas en un plato para que te lo comas ahí, en la mesa —dijo la señora Higgler—. Ve a sentarte. Y no quiero oírte decir ni mu. Hay más de todo, así que por eso no te preocupes.

Gordo Charlie se sentó donde ella le había indicado y, en cuestión de segundos, le plantó un plato lleno de guisantes con arroz, pastel de boniato, lechal jamaicano, cabrito al curry, pollo al curry, plátanos fritos y manitas de vaca en escabeche. Gordo Charlie ya tenía ardor de estómago, y ni siquiera lo había probado aún.

—¿Dónde están los demás? —preguntó.

—Los amigotes de tu padre se han ido a empinar el codo. Van a irse a pescar desde un puente en memoria de tu padre. —La señora Higgler tiró por el fregadero el café que quedaba en su taza tamaño cubo y se sirvió café recién hecho.

La señora Dunwiddy se chupó los dedos con su pequeña lengua morada y se acercó arrastrando los pies a Gordo Charlie, que aún no había tocado la comida. Cuando era pequeño, estaba convencido de que la señora Dunwiddy era una bruja. No una bruja buena, sino más bien la clase de bruja que los niños tenían que meter en el horno para poder escapar de sus garras. Aquélla era la primera vez que la veía en más veinte años, y aún tenía que contenerse para no gritar y correr a esconderse debajo de la mesa.

—He visto morir a un buen montón de gente —dijo la señora Dunwiddy— en lo que llevo de vida. Si llegas a hacerte lo bastante viejo, tú también lo verás. Todo el mundo se muere tarde o temprano, y si no, al tiempo. —Hizo una pausa—. Así y todo, nunca pensé que tu padre pudiera morirse. —Y sacudió la cabeza.

—¿Cómo era? —preguntó Gordo Charlie—. ¿Cómo era él de joven?

La señora Dunwiddy le miró a través de los cristales de sus gafas, gruesos como el culo de una botella y, frunciendo los labios, volvió a sacudir la cabeza.

—No conocí esos tiempos —fue todo lo que dijo—. Cómete esas manitas de vaca.

Gordo Charlie suspiró y empezó a comer.

Más tarde, Gordo Charlie y la señora Higgler se quedaron solos en la casa.

—¿Dónde vas a dormir esta noche? —preguntó la señora Higgler.

—Había pensado quedarme en algún motel —respondió Gordo Charlie.

—¿Teniendo aquí una habitación tan buena como cualquier otra? ¿Y una casa tan buena como cualquier otra un poco más abajo? Ni siquiera has ido a verla todavía. Si quieres saber mi opinión, te diré que tu padre habría querido que te quedaras allí.

—Prefiero estar solo. Y tampoco creo que me sintiera cómodo pasando la noche en casa de mi padre.

—En fin, tú sabrás, no soy yo quien va a tirar tontamente su dinero —dijo la señora Higgler—. De todos modos, tendrás que decidir lo que vas a hacer con la casa de tu padre. Y con todas sus cosas.

—Me da igual —contestó Gordo Charlie—. Podemos poner un mercadillo, subastarlas en eBay o tirarlas al vertedero.

—Pero bueno, ¿qué clase de actitud es ésa? —Revolvió entre los contenidos de un cajón de la cocina y sacó una llave con una gran etiqueta—. Me dio una llave cuando se mudó, por si perdía la suya o se la dejaba dentro o cualquier cosa. Solía decir que sería capaz de perder la cabeza si no la llevara pegada al cuello. Cuando vendió la casa de al lado, me dijo: «No te preocupes Callyanne, no me voy muy lejos»; había vivido en esa casa desde siempre, por lo que yo recuerdo, pero de repente decidió que era demasiado grande y que necesitaba mudarse...

Y sin dejar de hablar le condujo fuera de la casa y le llevó carretera abajo en su camioneta granate hasta una casa de madera de un solo piso.

Abrió con su llave la puerta principal y entraron.

El olor le resultaba familiar: levemente dulzón, como si la última vez que alguien usó el horno hubiera hecho un bizcocho con trocitos de chocolate, pero aquello habría sucedido hacía mucho tiempo. Hacía demasiado calor allí dentro. La señora Higgler le llevó hasta el pequeño cuarto de estar y encendió el aparato de aire acondicionado que había bajo la ventana. El aparato vibraba y se movía, olía como a perro pastor, y empezó a poner en circulación el aire caliente de la sala.

Había libros apilados alrededor de un decrépito sofá que Gordo Charlie recordaba de cuando era niño, y fotografías enmarcadas: una, en blanco y negro, era de la madre de Gordo Charlie cuando era joven, llevaba el pelo recogido en la coronilla, negro y brillante, y un vestido de lentejuelas; junto a ella, había una foto de Gordo Charlie, debía de tener unos cinco o seis años, y estaba de pie junto a una puerta de espejo de suerte que, a primera vista, parecía que hubiera dos pequeños Gordos Charlies, uno junto a otro, que observaban desde la foto con expresión seria.

Gordo Charlie cogió el libro que había en lo alto de la pila. Era un libro sobre arquitectura italiana.

—¿Le interesaba la arquitectura?

—Le apasionaba, sí.

—No lo sabía.

La señora Higgler se encogió de hombros y bebió un sorbo de café.

Gordo Charlie abrió el libro y vio el nombre de su padre primorosamente escrito en la primera página. Cerró el libro.

—Nunca llegué a conocerle, en realidad —dijo Gordo Charlie.

—Nunca fue fácil intimar con él —respondió la señora Higgler—. Yo le conocía desde hace... ¿cuánto?, ¿sesenta años? Y tampoco sabía gran cosa de él.

—Debió usted de conocerle cuando era un niño.

La señora Higgler vaciló un momento. Parecía estar haciendo memoria. Luego, dijo en voz muy baja:

—Le conocí cuando yo era niña.

Gordo Charlie sintió que debía cambiar de tema, de modo que señaló la foto de su madre.

—Tiene ahí una foto de mamá —dijo.

La señora Higgler sorbió su café.

—Se la hicieron en un barco antes de que tú nacieras. Era uno de esos barcos a los que se podía ir a cenar, navegaba unos cinco o seis kilómetros, salía a mar abierto, y después de la cena se jugaba, como en un casino. Luego, regresaba. No sé si todavía existen barcos de ésos. Tu madre me dijo que aquélla había sido la primera vez que comió bistec.

Gordo Charlie trató de imaginar cómo habían sido sus padres antes de que él naciera.

—Siempre fue un hombre bien parecido —musitó la señora Higgler, como si estuviera leyendo en alto sus pensamientos—, hasta el final. Tenía una sonrisa que podía hacer temblar las rodillas de cualquier chica. Y siempre iba de punta en blanco. Todas las señoras le adoraban.

Gordo Charlie sabía cuál iba a ser la respuesta antes de formular la pregunta.

—¿Usted...?

—¿Te parece bonito preguntarle una cosa así a una respetable viuda? —Dio un sorbo a su café. Gordo Charlie se quedó esperando su respuesta. Ella dijo—: Le besé. Hace mucho, muchísimo tiempo, antes de que conociera a tu madre. Besaba bien, endiabladamente bien. Creí que él me llamaría, que me llevaría otra vez a bailar, pero se esfumó. Estuvo fuera... ¿cuánto? ¿Un año? ¿Dos? Y para cuando regresó yo ya me había casado con el señor Higgler y él estaba con tu madre. La conoció allá, en las islas.

—¿Se disgustó con él?

—Yo era una mujer casada. —Dio otro sorbo al café—. Y era imposible odiarle. Ni siquiera podía una enfadarse de verdad con él. Y cómo la miraba... qué demonios, si alguna vez me hubiera mirado de ese modo, me habría muerto tan contenta. ¿Sabías que, cuando se casaron, yo fui la dama de honor de tu madre?

—No, no lo sabía.

El aparato de aire acondicionado empezaba a regurgitar aire frío. Seguía oliendo como un perro pastor con el pelo mojado.

Gordo Charlie preguntó:

—¿Cree usted que fueron felices?

—Al principio, sí. —Levantó su inmensa taza isoterma, parecía disponerse a darle otro sorbo, pero cambió de opinión—. Al principio, sí. Pero ni siquiera ella fue capaz de captar su atención por mucho tiempo. Tenía demasiadas cosas que hacer. Era un hombre muy ocupado, tu padre.

Gordo Charlie trataba de averiguar si la señora Higgler le estaba tomando el pelo. No estaba seguro. Lo cierto es que no sonreía.

—¿Muchas cosas que hacer? ¿Como por ejemplo? ¿Pescar desde los puentes? ¿Jugar al dominó en el porche? ¿Esperar la inevitable invención del karaoke? No era un hombre ocupado. En todo el tiempo que yo le conocí, no creo haberle visto trabajar un solo día.

—¡No deberías decir una cosa así de tu padre!

—Bueno, es la verdad. Era un cerdo. Un marido de mierda y un padre de mierda.

—¡Pues claro que lo era! —respondió la señora Higgler, furiosa—. Pero no puedes medirle con el mismo rasero que a un hombre cualquiera. No olvides nunca, Gordo Charlie, que tu padre era un dios.

—¿Un dios comparado con los demás hombres?

—No. Un dios, a secas —lo dijo sin poner el menor énfasis en sus palabras, tan rotunda y normalmente como podría haber afirmado «era diabético» o, simplemente, «era negro».

Gordo Charlie quiso hacer algún chiste al respecto, pero la mirada de la señora Higgler lo disuadió, y así, de repente, no se le ocurrió ningún comentario gracioso. Así que replicó en tono amable:

—No era un dios. Los dioses son especiales. Míticos. Hacen milagros y cosas así.

—Eso mismo —respondió la señora Higgler—. No podíamos decírtelo mientras estaba vivo, pero ahora que ha muerto, no hay por qué callar.

—No era un dios. Era mi padre.

—Se pueden ser las dos cosas al mismo tiempo —dijo—. Esas cosas pasan.

Era como discutir con una lunática, pensó Gordo Charlie. Se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era cerrar la boca, pero su lengua siguió hablando. En ese momento, su lengua estaba diciendo:

Other books

Deadly Justice by William Bernhardt
Dead Reckoning by Linda Castillo
First Class Male by Jillian Hart
The Seventh Night by Amanda Stevens
City on Fire (Metropolitan 2) by Walter Jon Williams
The Deepest Secret by Carla Buckley
Affairs & Atonements by Cartharn, Clarissa
A Handful of Pebbles by Sara Alexi
So Many Boys by Suzanne Young