Los Hijos de Anansi (7 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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¿Qué decís? ¿Queréis saber si Anansi tenía el aspecto de una araña? Pues claro que sí, excepto cuando tenía el aspecto de un hombre.

No, nunca cambiaba de forma. La cosa depende sólo de cómo cuentes el cuento. Eso es todo.

Capítulo Tercero

En el que se produce un reencuentro familiar

Gordo Charlie cogió el avión de vuelta a Inglaterra, su hogar; o, dadas las circunstancias, a lo único que de algún modo podía considerar su hogar.

Rosie le estaba esperando a la salida de la aduana y le vio llegar con su pequeña maleta y una gran caja de cartón cerrada con cinta de embalar. Le recibió con un gran abrazo.

—¿Cómo ha ido todo? —le preguntó.

Él se encogió de hombros.

—Podría haber sido peor.

—Bueno —replicó ella—, por lo menos ya no tienes que preocuparte de que venga a la boda y vuelva a avergonzarte.

—Sí, eso sí.

—Mi madre dice que deberíamos aplazar la boda unos meses en señal de respeto.

—Lo que quiere tu madre es aplazar la boda. Ni más ni menos.

—Qué tontería. Ella piensa que eres un buen partido.

—Ni siquiera una mezcla de Brad Pitt, Bill Gates y el príncipe Guillermo le parecería a tu madre «un buen partido». No ha nacido todavía el hombre que ella consideraría digno de ser su yerno.

—En serio, le caes bien —repuso Rosie, movida por una obligación moral, aunque sin demasiada convicción.

Que a la madre de Rosie no le gustaba Gordo Charlie era un hecho de dominio público. La cabeza de aquella mujer estaba llena de una serie de ideas preconcebidas fuertemente arraigadas que jamás se había cuestionado seriamente, enemistades heredadas y preocupaciones de todo tipo. Vivía en
U
n suntuoso piso en Wimpole Street, en cuyo frigorífico no había más que botellas de agua mineral y biscotes de centeno. Los fruteros que adornaban sus aparadores antiguos contenían frutas de cera, y el piso sé limpiaba dos veces por semana.

En su primera visita a la casa de su futura suegra, Gordo Charlie le hincó el diente a una de aquellas manzanas de cera. Estaba muy nervioso, tan nervioso que cogió una manzana —en su defensa, habría que alegar que se trataba de una réplica muy realista— y le dio un mordisco. Rosie se puso a gesticular como una loca para avisarle y Gordo Charlie escupió el trozo de cera en su mano y le cruzó por la mente la idea de fingir que le gustaba la fruta de cera, o que sabía desde el principio que la manzana era de cera y había querido hacerse el gracioso; sin embargo, la madre de Rosie levantó una ceja, se acercó hasta donde él estaba, le quitó la manzana mordida de las manos y le explicó en pocas palabras lo caras que eran las frutas de cera, si es que podías encontrarlas, y, a continuación, la tiró a la basura. Gordo Charlie se quedó sentado en el sofá el resto de la tarde con un desagradable sabor a vela en la boca, mientras la madre de Rosie lo vigilaba para asegurarse de que no intentaba comerse ninguna otra de sus preciosas frutas de cera ni hincarle el diente a la pata de una de sus sillas de estilo chippendale.

Sobre el aparador había también grandes fotografías en color con marcos de plata: fotos de Rosie cuando era niña y fotos de sus padres. Gordo Charlie las estudió detenidamente, buscando alguna pista que le ayudase a aclarar el misterio que Rosie constituía para él. Su padre, que había muerto cuando Rosie tenía quince años, debía de haber sido un hombre gigantesco. Primero había sido cocinero, luego chef y, por último, restaurador. Lucía un aspecto impecable en todas las fotos, como si un equipo de vestuario se hubiera ocupado de él justo antes de cada disparo; corpulento y sonriente, en todas ellas aparecía con el brazo doblado para que su mujer se agarrase de él.

—Era un cocinero asombroso —dijo Rosie.

En esas mismas fotos, su madre aparecía sonriendo y con una figura curvilínea. Ahora, veinte años después, se daba un aire a Eartha Kitt en versión anoréxica, y Gordo Charlie no la había visto sonreír ni una sola vez.

—¿Tu madre cocina alguna vez? —le preguntó a Rosie tras aquel primer encuentro.

—No lo sé. Yo nunca la he visto hacerlo.

—¿Y qué come? Quiero decir, no se puede vivir sólo a base de agua y biscotes.

Rosie respondió:

—Creo que le traen la comida a casa.

Gordo Charlie pensaba que seguramente la madre de Rosie se transformaba en murciélago por la noche y salía volando por la ventana para chuparles la sangre a los pobres incautos que dormían a pierna suelta. Le había comentado su teoría a Rosie en una ocasión, pero ella no le había visto la gracia por ninguna parte.

Su madre le había dicho a Rosie que no le cabía ninguna duda de que Gordo Charlie quería casarse con ella por su dinero.

—¿Qué dinero? —le preguntó entonces Rosie.

Su madre gesticuló señalando el piso, incluyendo las frutas de cera, los muebles antiguos y los cuadros que adornaban las paredes, y frunció los labios.

—Pero todo eso es tuyo —le dijo Rosie, que vivía del sueldo que le pagaban en la organización benéfica para la que trabajaba y que tenía su sede en Londres (el salario no era muy alto, así que Rosie había tenido que echar mano del dinero que había heredado de su padre. Con eso había podido comprarse un modesto piso, que había tenido que compartir sucesivamente con múltiples compañeros australianos y neozelandeses, y también un Golf de segunda mano).

—Yo no voy a vivir eternamente —lloriqueó su madre, dejando muy claro que estaba firmemente resuelta a vivir eternamente, a fuerza de adelgazar y de endurecer sus músculos hasta hacerse de piedra, y comiendo cada vez menos hasta ser capaz de sobrevivir a base de aire, de frutas de cera y de mala leche.

En el coche, según llevaba a Gordo Charlie a su casa desde el aeropuerto de Heathrow, Rosie decidió que lo mejor era cambiar de tema.

—Estoy sin agua en casa. Han cortado el agua en todo el edificio.

—¿Y eso por qué?

—Mi vecina de abajo, la señora Klinger, dice que algo gotea por ahí.

—Seguro que es la propia señora Klinger.

—¡Charlie! El caso es que estaba pensando... ¿te importa si esta noche me doy un baño en tu casa?

—¿Quieres que te frote la espalda?

—¡Charlie!

—Claro. No hay problema.

Rosie se quedó mirando a la parte trasera del coche que tenían delante y, de repente, levantó la mano de la palanca y estrujó la manaza de Gordo Charlie.

—Ya falta muy poco para que seamos marido y mujer —dijo.

—Sí, lo sé —replicó Gordo Charlie.

—Bueno, lo que quiero decir es que —dijo— tendremos tiempo de sobra para... ya sabes, ¿no?

—De sobra —respondió Gordo Charlie.

—¿Sabes lo que dijo mi madre en cierta ocasión? —le preguntó Rosie.

—Estoo... ¿Algo relacionado con la idea de que habría que restaurar la pena de muerte?

—No, nada que ver con eso. Dijo que si una pareja de recién casados echara una moneda en un bote cada vez que hicieran el amor durante su primer año de matrimonio y, luego, en los años siguientes, fueran sacando una moneda por cada vez que lo hicieran, el bote nunca se quedaría vacío.

—¿Y la moraleja es...?

—Bueno —dijo ella—, es interesante, ¿no? Me pasaré por tu casa a las ocho con mi patito de goma. ¿Qué tal andan tus toallas?

—Hum...

—Vale, llevaré mi propia toalla.

Gordo Charlie no creía que el mundo fuera a acabarse si echaban una monedita al bote de vez en cuando antes de echar las firmas y cortar la tarta, pero Rosie tenía sus propias ideas sobre aquella cuestión y no admitía más discusiones al respecto. El bote seguía estando completamente vacío.

Una vez en casa, Gordo Charlie se dio cuenta de que lo malo de regresar a Londres después de un viaje relámpago era que, cuando uno llega a primera hora de la mañana, el resto del día no tiene gran cosa que hacer.

Gordo Charlie pertenecía a esa clase de hombres a los que les gusta trabajar. Por un momento, le tentó la idea de quedarse tirado en el sofá viendo
Cifras y letras
en recuerdo de la temporada que pasó engrosando las listas del paro, pero luego decidió que lo más razonable era reincorporarse a su trabajo y no esperar al día siguiente. En las oficinas que la Agencia Grahame Coats tenía en Aldwych, en el quinto y último piso del edificio, podría reintegrarse a su devenir cotidiano. Durante alguna de las pausas podría reunirse con unos cuantos colegas a tomar una taza de té en la sala común y mantener con ellos una charla interesante. Ante él se abría ahora el abanico de las múltiples posibilidades que ofrecía la rutina diaria, la vida en todo su esplendor, en continua y laboriosa construcción. Todos se alegrarían de volver a verle.

—Tú no tenías que volver hasta mañana —le dijo al entrar Annie, la recepcionista—. Ya les he dicho a todos los que han estado llamándote por teléfono que no te reincorporarías hasta mañana. —No parecía precisamente contenta de verle.

—Es que no sé vivir lejos de todo esto —le respondió Gordo Charlie.

—Está claro que no —replicó ella en tono despectivo—. Deberías llamar a Maeve Livingstone. Pregunta por ti a diario.

—Creía que era Grahame Coats quien llevaba su caso.

—Pues quiere hablar contigo. Espera un momento. —Cogió el teléfono.

Siempre se referían a Grahame Coats por su nombre completo. Nadie decía «señor Coats». Tampoco le llamaban nunca «Grahame», a secas. Era el propietario de la agencia, que ofrecía servicios personales de representación y que, a cambio, se llevaba un tanto por ciento de los beneficios que obtenían sus clientes.

Gordo Charlie se dirigió a su despacho, un minúsculo habitáculo que compartía con una buena cantidad de muebles archivadores. Había un post–it amarillo en el monitor de su ordenador, que leyó: «Pásate por mi despacho. GC». Atravesó el vestíbulo y se dirigió al impresionante despacho de Grahame Coats. La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos y, a continuación, no muy seguro de si alguien le había dado permiso para entrar o no, abrió la puerta y se asomó.

El despacho estaba vacío. Allí no había nadie.

—Esto... ¿Se puede? —preguntó Gordo Charlie en tono discreto.

Nadie respondió. No obstante, el despacho estaba un poco manga por hombro: la librería estaba separada de la pared y se oía un ruido que parecía salir del hueco que quedaba entre ambas, como si alguien estuviera clavando algo con un mar tillo.

Cerró de nuevo la puerta con sumo cuidado y se volvió a su mesa.

Sonó el teléfono y lo cogió.

—Soy Grahame Coats. Ven a mi despacho.

Esta vez, Grahame Coats estaba sentado a su mesa de trabajo y la librería estaba bien colocada en su sitio. No invitó a Gordo Charlie a que tomara asiento. Era un hombre de tez pálida, el cabello de un rubio casi platino y con entradas. Si un buen día te tropezaras con Grahame Coats y la primera imagen que acudiera a tu mente fuera la de una comadreja albina vestida con un traje muy caro, no serías el primero.

—Por lo que veo —dijo Grahame Coats— ya has vuelto al mundo de los vivos. Es un decir.

—Sí —respondió Gordo Charlie y, a continuación, viendo que Grahame Coats no se alegraba especialmente de su anticipada reincorporación, añadió—: Lo siento.

Grahame Coats se pinzó los labios con los dedos, echó un vistazo a los documentos que tenía sobre la mesa y alzó de nuevo la vista.

—Lo cierto es que tenía entendido que no te incorporabas hasta mañana. Hemos venido un poco pronto, ¿no?

—Sí, hemos... he llegado esta misma mañana. De Florida. Pensé que sería buena idea pasarme por la oficina. Tenemos mucho trabajo. Quería mostrar interés. Si a usted le parece bien.


Per–fectupuesto
—dijo Grahame Coats. Aquel alarde lingüístico de su jefe (producto de una lamentable colisión entre «perfecto» y «por supuesto») tenía la dudosa virtud de producirle siempre una horrible dentera—. Allá tú. De todos modos, imagino que sabrás que ya se te ha descontado el día de hoy de los que te corresponderían en caso de enfermedad, ¿no?

—Sí, lo sé.

—Maeve Livingstone. La angustiada viuda de Morris. Necesita que alguien la consuele, necesita escuchar palabras amables y promesas bienintencionadas. Roma no se construyó en un día. La gestión propiamente dicha, liquidar los bienes de Morris Livingstone para que ella pueda disponer del dinero, sigue siendo un asunto pendiente. Me llama por teléfono un día sí y otro también, ansiosa por que yo le dé algo a lo que pueda agarrarse. Mientras se resuelve el tema, dejo ese asunto en tus manos.

—Sí–respondió Gordo Charlie—, bueno, esto... No hay paz para los impíos, ¿no?

—Más cornadas da el hambre —replicó Grahame Coats, moviendo arriba y abajo la mano con el índice estirado.

—¿Me meto ya en harina? —sugirió Gordo Charlie.

—Dale caña —replicó Grahame Coats—. Bueno, ha sido un placer charlar contigo, pero los dos tenemos mucho que hacer.

Cuando estaba en compañía de Grahame Coats, había algo que le impulsaba a 1) encadenar una frase hecha detrás de otra y 2) a fantasear con helicópteros negros que, como primera medida, lanzaban ráfagas de ametralladora contra las oficinas de la Agencia Grahame Coats y, a continuación, les arrojaban proyectiles de ardiente napalm. Tal como lo imaginaba Gordo Charlie, el día de autos él no estaba en la oficina, presenciaba el espectáculo sentado en la terraza de un pequeño café justo enfrente del Aldwych Theatre, saboreando un capuchino y aplaudiendo de tanto en tanto algún que otro
lanzamiento
particularmente espectacular de un proyectil de napalm.

Después de esto, ya supondréis que no hay gran cosa que os pueda interesar en lo que al trabajo de Gordo Charlie se refiere, y probablemente hayáis deducido ya que le hacía muy infeliz, lo que, a grandes rasgos, es una conclusión bastante acertada. A Gordo Charlie se le daban bien los números, por eso no había dejado aquel trabajo y, dado que era un tipo inseguro y acomplejado, tampoco era capaz de hacerse valer en la empresa. Gordo Charlie veía cómo los de su alrededor iban ascendiendo implacablemente hasta alcanzar su máximo nivel de incompetencia, mientras que él permanecía estancado en el grado más bajo del escalafón, desempeñando funciones básicas hasta el día en que decidieran mandarle otra vez a la cola del paro y volviera a encontrarse sentado frente a la tele, tragándose embobado la programación matinal. Nunca se había quedado mucho tiempo en el paro, pero sí era algo que le había sucedido con más frecuencia de la deseable en la última década, razón por la que Gordo Charlie nunca había tenido ocasión de sentirse cómodo con ninguno de aquellos empleos. A pesar de todo, no se lo tomaba como algo personal.

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