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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (81 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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—¡Pues claro que sí! —exclamó «La Voz de Alerta»—. Después de tu discurso, querido Javier, no queda más remedio. La leeremos con mucho gusto, pero en Gerona, a nuestro regreso. Cuando nadie nos estorbe y no podamos ser víctimas de tu contagioso entusiasmo.

Con la novela en una de las maletas del equipaje el matrimonio prosiguió viaje, rumbo a Santander. Desde que entraron en Navarra el paisaje era hermoso y lo era cada vez más. Pastos, verde, al lado de cada pueblo o aldea, inexorablemente, el cementerio.

Tres días permanecieron en Santander, bajo los auspicios del gobernador, camarada Juan Antonio Dávila y su esposa, María del Mar. Ambos ofrecían un aspecto saludable y en cuanto a sus dos hijos, Pablito y Cristina, habían pegado un enorme estirón. Pablito estudiaba ya el primer curso de filosofía y letras y Cristina cuarto de bachillerato. Practicaban mucho deporte. Pablito, hockey sobre ruedas; Cristina, baloncesto, aunque el obispo las obligaba a llevar unas faldas largas que les daba aspecto de penitentes.

Juan Antonio Dávila se acordaba mucho, ¡cómo no!, de Gerona y provincia.

—¿Todavía siguen ahí los campanarios?

—Claro. Son eternos.

—¿Y el lago de Bañolas? ¿Y la Costa Brava?

—Eternos también.

—¿Qué tal mi antiguo chófer, Miguel Rosselló?

—Es el chófer del nuevo gobernador. No podría vivir sin el volante en las manos.

Pasaron revista a la gestión del camarada Dávila. En su conjunto, y dadas las circunstancias, resultaba aceptable. El gobernador actual, camarada Montaraz, era mucho más duro e inflexible. Tal vez hubiera establecido una excesiva distancia entre él y la población.

Pronto debatieron la cuestión política. Juan Antonio Dávila era pesimista, no lo ocultó. No creía en la solución don Juan. Franco no cedería un ápice y, aparte de eso, don Juan, por su temperamento liberal, sería la antesala de una vuelta al Frente Popular. Franco, sensible en la intimidad, era marmóreo en sus decisiones. Él le visitó una vez en El Pardo y pudo ver sobre la mesa dos carpetas. Una decía: «Problemas que el tiempo ha resuelto»; la otra decía: «Problemas que el tiempo resolverá». Mientras los demás se devanaban los sesos, él seguía pescando y pintando. ¡Sí, sí, pintaba cuadros al óleo, a imitación de Churchill! Ninguno de los dos eran Velázquez. Bucólicos, naíf, que era una manera elegante y educada de decir: aficionados.

—¿Contentos en Santander?

—Mucho. Es nuestra patria…

A juicio de Juan Antonio Dávila, Santander, Gerona y Guipúzcoa eran las tres provincias más ricas y completas de España. Al revés de Galicia, donde había empezado otra vez la emigración a América. Del incendio que arrasó Santander no quedaba ni rastro. Racionamiento escaso, como en todas partes. Ahora mismo había que enviar mucho aceite a Italia en pago de las deudas contraídas durante la guerra civil. Los maquis tenían poco que hacer allí. Algunas escaramuzas, sobre todo en centrales eléctricas, algunas ejecuciones y pare usted de contar. Lástima que no pudieran ver Santander iluminado. «He tenido que prohibir la luz en los escaparates, porque era un despilfarro».

Juan Antonio Dávila no había perdido la costumbre de hacer inhalaciones y de paladear caramelos de eucaliptos. Miró fijamente a «La Voz de Alerta» y le preguntó:

—Conque…, en la oposición, ¿eh?

—Yo no diría tanto… Busco una salida, nada más.

—¿La buscaba también cuando se apoyaba en la vara de alcalde?

—Exactamente lo mismo. El porvenir de España me interesa más que mi trayectoria personal…

—Nunca fue usted amigo de la Falange, ¿verdad?

—No, nunca. Ya lo sabe usted… Nací monárquico y monárquico moriré.

—Pues yo sigo en las mismas, fíjese… Con la camisa azul y el yugo y las flechas. Sé que ahora no estamos de moda, pero el sarampión pasará y los Núñez Maza de turno tendrán que tragarse sapos y culebras.

Carlota, la condesa de Rubí, intervino:

—En Cataluña hay cierto malestar… —dijo—. La guerra civil terminó hace seis años y todavía no se pueden publicar ni libros ni periódicos en catalán. Y todos los rótulos, en castellano. Me gustaría saber por qué.

El camarada Dávila miró con fijeza a Carlota. No la conocía y no sabía si aquello era o no era un desafío.

—El idioma es fundamental para mantener la unidad de un pueblo. ¿O no lo cree usted así?

—Lo creo así. Por lo tanto, y teniendo en cuenta que Cataluña es un pueblo, nuestro idioma debería ser el catalán…

La intervención de Carlota dejó perplejos a todos, incluso a «La Voz de Alerta».

—Vamos a ver, vamos a ver si nos entendemos… —prosiguió el camarada Dávila—. ¿Quiere usted decir que el castellano debería prohibirse en Cataluña?

—Nada de eso. El que quiera hablarlo, que lo hable… —marcó una pausa—. Pero el catalán debería ser el idioma oficial.

El camarada Dávila estuvo a punto de levantarse. Por fin, respiró hondo y se sacó el tubo de inhalaciones. Se dirigió a «La Voz de Alerta» intentando sonreír y le preguntó:

—¿Su señora está hablando en serio, o es una broma que se traía preparada?

«La Voz de Alerta» carraspeó. Vaciló unos instantes.

—Sería inútil andarse con circunloquios… Ella piensa así, y así se ha expresado.

María del Mar decidió mediar en el asunto.

—Lo que usted ha dicho, Carlota, es un poco fuerte… ¿Quiere darnos a entender que es usted separatista?

—No forzosamente… —contestó, con mucha calma, la condesa de Rubí—. No querría imponer la cuestión a la fuerza. Pero se podría celebrar, por ejemplo, un plebiscito, un referéndum, para ver lo que opina el pueblo de Cataluña.

El gobernador tuvo que apelar a su buena crianza para no soltar un exabrupto. «La Voz de Alerta» hubiera querido esconderse debajo de una mesa. ¿Quién diablos les obligó a ir allí?

—Señora… —comenzó el camarada Dávila, inhalando una ración de mentol—. Aquí no hay más que un pueblo: España. Cataluña es una región dentro del marco español, y nada más. Lo demás está, incluso, castigado por las leyes…

—¿Qué leyes? ¿Las que dictaron ustedes al terminar la guerra civil?

—Exacto. Las leyes que dictamos los vencedores. ¿O es que usted hubiera preferido que ganaran los rojos?

—Yo deseaba que ganara Franco, el Ejército español. Pero nunca pude imaginar que luego se dedicara a quemar nuestras banderas.

—¿Nuestras banderas? —el camarada Dávila hacía grandes esfuerzos para contenerse—. Una es la catalana. ¿Y las otras?

—La del País Vasco y la de Galicia. Los tres países tenemos historia y cada uno su propia lengua, y le juro a usted que esto no se suprime por decreto…

El camarada Dávila se levantó. Dio unos pasos alrededor de su propio sillón y volvió a sentarse. Entonces intervino de nuevo María del Mar.

—¿A usted no le importaría desgajarse de España…? ¿Formar una nación aparte?

Carlota no lo dudó un instante.

—Personalmente, me encantaría. Pero no estoy segura de que todos los catalanes piensen igual. Por eso he hablado de plebiscito o referéndum…

«La Voz de Alerta» rompió su mutismo.

—Para empezar, a mí me importaría. Yo me siento, primero español, luego catalán.

—Yo no —remachó Carlota.

Cartas boca arriba. La cosa estaba clara. Carlota vertió un torrente de palabras parecido al de Javier en Pamplona. Cataluña poseía los tres atributos requeridos para constituirse en nación: historia propia, cultura propia, lengua propia. Sola con su destino, saldría adelante sin problemas y con holgura, dados el temperamento y la virtud laboriosa de sus habitantes. España sería siempre para ella un lastre. ¿Qué tenían en común un catalán y un andaluz? ¿Y un vasco y un castellano? Absolutamente nada. Unas fronteras trazadas al azar, que hubieran podido ser completamente distintas. El idioma catalán, tal vez más antiguo que el castellano, en otros tiempos se difundió por todo el Mediterráneo. Ella, en Madrid —y por supuesto, en Santander— se sentía extranjera. Y suponía que los señores Dávila se sintieron siempre extranjeros en Gerona. Había hechos diferenciales que no podían obviarse. Con las bayonetas en la mano podía obligarse a los catalanes a decir:
sí, madre
; pero en cuanto se retiraran las bayonetas volverían a decir:
sí, mare
. Era una herejía malsana la manipulación de los libros de texto para imbuir a los pequeños la noción de que no había más patria que España. El chantaje podía durar diez años, veinte, cuarenta, pero algún día las aguas volverían a su cauce y los catalanes blandirían de nuevo su señera, cantarían sus canciones y celebrarían sus fiestas folklóricas. Ya se bailaban sardanas: primer paso. En 1939, ello hubiera supuesto el paredón. Poco a poco, por la inercia de la historia, Cataluña recobraría sus derechos inalienables y su personalidad. Franco obró muy astutamente enviando a tantos «depurados» a Cataluña y procurando que los guardia civiles se casaran con sirvientas catalanas. Creó una ambigüedad, algo híbrido, que no conducía a ninguna parte. Cataluña se había calado hasta los huesos para ser lo que era. Sin riqueza subterránea, sin minas de acero o de hierro, sin materias primas para crear una industria metalúrgica poderosa o unos astilleros, había tomado el tren de la revolución industrial y andaba a la cabeza de la renta per cápita. Su propio padre, el conde de Rubí, era un capitoste de la industria textil y Dios sabe lo que le costó, pues los Rubí se arruinaron y él empezó con seis telares nada más. Para pegar el salto de la sociedad agrícola a la sociedad industrial se necesitaba mucho esfuerzo y mucha imaginación. Cataluña suministraba prohombres en todas las parcelas: pintura, escultura, literatura, música, canto, artesanía, etc. Lo único que no sabía crear eran grandes bancos, tal vez porque la moneda no era el motor de su laboriosidad. Fueron los viajantes de comercio catalanes, con el muestrario al hombro y durmiendo en fondas infectas, las correas de transmisión para muchas zonas rurales de España, que quedaban a trasmano de cualquier novedad. Sin contar con la riqueza creada en América. Los catalanes en el exilio habían sido una bolsa de oxígeno para aquellos países de indolencia generalizada. Les habían dado un empujón, como se lo habían dado a esa abstracción llamada España. En fin, no quería seguir tocando este tema, para ella muy querido, puesto que su título de nobleza, condesa de Rubí, era más antiguo que los monumentos de Santander. Prefería callarse, puesto que advertía que no podría convencerles nunca; pero había expuesto una síntesis de sus argumentos y ahora los señores Dávila decidirían si le servían otra taza de té o la esposaban y la mandaban a la cárcel.

Carlota dijo esto último en tono tan sincero y amable que estaba segura de que le servirían otra taza de té. Y no se equivocó. María Fernanda tocó una campanilla y apareció una sirvienta. Mientras tanto, el camarada Dávila, en vez de mirar a Carlota, miraba a «La Voz de Alerta», quien abría las manos como diciendo: «Qué le vamos a hacer».

El camarada Dávila no se tomó la molestia de replicar una por una las afirmaciones de Carlota. Lo que le sorprendía era que, durante su estancia en Gerona, nadie le hubiera hablado así. El profesor Civil y el notario Noguer —¿qué habría sido de ellos?— le aconsejaron huir de paternalismos baratos. Pero jamás se declararon separatistas. Tal vez fuera por miedo, claro… Habían pasado cinco años y, en efecto, la gente podía bailar sardanas y era la propia Sección Femenina —¿qué habría sido de Marta?— la que cuidaba de recuperar el folklore de la región. ¿Región? ¿Qué le ocurría? Ahora la palabra le parecía chata. ¿Tan hondas eran aquellas raíces?

—Condesa… —dijo, por fin, mirándola de nuevo fijamente—, desde un punto de vista jurídico todo lo que usted ha dicho es delictivo y si se lo hubiera oído en otras circunstancias con toda seguridad se le hubiera abierto un expediente… Pero, siendo la esposa de este caballero, con cuya amistad me honro, en vez de la cárcel prefiero la taza de té.

No hubo ocasión de desplazarse a otro tema. Entre los dos matrimonios se había abierto un abismo. Juan Antonio Dávila no se atrevió a evocar grandes palabras como unidad, imperio, evangelización. No era la España bicéfala de que habló Javier; era la España cortada en pedazos. El gobernador no hizo el menor esfuerzo por paliar la situación y María del Mar se sintió impotente para hacerlo. Así que, al cabo de un cuarto de hora, «La Voz de Alerta» y Carlota se encontraban en su habitación del hotel Cosmos, discutiendo.

«La Voz de Alerta» reprochó a su mujer que hubiera expuesto de forma tan brutal sus convicciones. Por fortuna, Juan Antonio Dávila era un ser civilizado y la cosa no pasó a mayores; pero corrieron un riesgo innecesario y sobre todo, siendo ellos los invitados, no tenían derecho a provocar.

—Es que estoy harta de andar disimulando… Siempre refiriéndose a Cataluña como si fuera un apéndice molesto. A partir de ahora no pienso callarme. Y si el camarada Montaraz (¿por qué camarada?) o el general Sánchez Bravo quieren meterme en la cárcel, que lo hagan cuanto antes.

«La Voz de Alerta» consiguió calmar a su mujer. Delante del hotel había un cine en el que ponían la película
Pigmalión
. «Vamos allá. A ver si el viejo Shaw te enseña a comportarte como es debido».

Capítulo XXXVI

NADA HUBIERA PODIDO hacer desistir a Julio García del programa que se había trazado. Ni siquiera lo consiguieron sus «hermanos», los masones de la logia Cavour, de Washington, quienes le advirtieron que ellos no podrían protegerle si, en el país de Franco, las cosas se le torcían. Julio llevaba clavada en el pecho la espina del exilio, la añoranza, y confiaba en el color de su pasaporte.

A lo largo de la travesía Nueva York-Bilbao, a bordo del Covadonga —el mismo que tomara su esposa—, tuvo tiempo de meditar. El mar le importaba un bledo, de modo que no acostumbraba, como otros pasajeros, a acodarse en la barandilla para bañarse de azul. Además, en este caso el azul le hubiera recordado las camisas de Falange y ello no sería de agradecer. En el comedor y en el bar hizo algunas amistades, pero a lo que mayormente se dedicó fue a pensar en sí mismo. Dio un lento repaso a su vida, desde su gris infancia en Madrid, donde conoció a Matías Alvear, hasta su prepotencia actual. Se lo había ganado a pulso. Simple policía, había llegado a comisario y a través de las distintas Logias consiguió amasar la gran fortuna de que ahora disfrutaba. Fue durante la guerra civil española, en sus viajes al extranjero comprando armas francesas, inglesas, belgas, ¡rusas! La mayoría de vendedores, judíos. No importaba la calidad del material. Él cobraba una comisión y el resto se lo encontrarían los milicianos en el frente de batalla. Se rió pensando en una frase que le soltó en París a Amparo: «Tengo tanto dinero que un día de éstos voy a comprarte un abrigo de pieles de algún animal raro…»

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