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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (83 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Llegó un momento en que se sintieron acomplejados, humillados. Con la cantidad de gente que entre todos los reunidos habían metido en chirona y llevado al paredón, y he aquí que ahora, un pez gordo, ex comisario, masón por más señas, amigo y protector de todos los comités habidos y por haber, un cínico, un pícaro de siete suelas, iba a pasearse ante sus narices y no podían echarle el guante. ¿Por qué? Por el color de su pasaporte y porque se dedicó a dos o tres obras benéficas, posiblemente en previsión de si algún día tenía que rendir cuentas.

Mateo, a quien la cadera, en aquella reunión, dolía de un modo especial, aceptó de plano que aquello era humillante, sobre todo teniendo en cuenta que había milicianos en la fosa común cuyo único delito fue estar afiliados a Izquierda Republicana o a Acción Catalana y haber montado guardia, detrás de unos sacos terreros, en el puente de Piedra o a la salida de la ciudad. Pero cada quisque era cada quisque; cada conciencia tenía su sonido particular y él no podía olvidar que su padre, don Emilio Santos, le hizo prometer una vez: «Si algún día se presenta Julio García y tú tienes voz y voto, acuérdate de que me salvó el pellejo jugándose él la vida, o poco menos».

Hubo un momento de silencio, que rompió el alcalde, José Luis, quien hablaba en nombre propio y en nombre de Marta. Antes de salir de su casa Marta le dijo: «Yo no voy a ir, primero por el catarro y luego porque el nombre de Julio García me repugna; pero haz lo que puedas para que no le ocurra nada».

Don Isidro Moreno era el más duro de roer. Se había traído consigo el expediente de casi trescientas páginas y desde su llegada a Gerona no había tenido ocasión de dar la campanada. Abrió la carpeta al azar y leyó: «Se enriqueció comprando armas para los rojos». Al lado de esto, su predecesor, don Eusebio Ferrándíz, había anotado tres cruces.

—No hay una cruz sola, señores —indicó—. ¡Hay tres!

El camarada Montaraz rompió el sexto cacahuete y remató:

—Como si hubiera anotado cuarenta cruces. Esta mañana me ha llamado el cónsul, míster John Stern, con un pretexto absurdo y me hizo saber que había llegado al hotel un compatriota suyo, de origen español, llamado Julio García.

Estas palabras, y el tono con que las pronunció, cayeron como un jarro de agua fría sobre los componentes de la reunión. Hubo una pausa, marcada por la tensión, hasta que Miguel Rosselló se levantó y ante el asombro de todos declaró:

—Ésta es la decisión oficial… Pero supongo que nadie impedirá a nadie obrar bajo su personal responsabilidad.

—Por supuesto, camarada —habló, con voz tranquila, el gobernador—. Siempre y cuando quien actúe sepa que sobre él caerá el imperativo de la ley.

—De acuerdo —aceptó Miguel Rosselló.

La reunión se dispersó, y a la salida se formaron varios grupos. Obedientes a la tesis de las afinidades electivas, a los diez minutos los ex divisionarios y Miguel Rosselló se encontraron en la cafetería España, situada a menos de cien metros del piso de los Alvear. Colgaron el letrero de «Cerrado» y Rogelio descorchó para sus camaradas una especial botella de coñac. Tomaron asiento. Discutieron apasionadamente. Ninguno de los presentes quería dar por perdida la batalla. Era de suponer que Julio García permanecería en la ciudad lo menos una semana, tal vez un mes. Podían ocurrir muchas cosas. Lo más urgente era mandarle al hotel Peninsular un anónimo amenazándole. Podían escribirlo a máquina y el texto podía ser muy simple: «Distinguido señor cabrón. Si no desapareces antes de una semana te levantaremos la tapa de los sesos. Recuerdos a tus hermanos de la logia Ovidio».

Pedro Ibáñez intervino:

—Yo me encargo de esto. Antes de una hora el papelito estará en su casillero. Luego esperaremos a ver cómo se comporta el caballero cabrón…

Los cuatro camaradas se levantaron y se despidieron al grito de «¡Arriba España!».

* * *

Lógicamente, Matías se convirtió en el mentor de Julio García. Éste le recitó la lista de las personas a las que le gustaría saludar. En primer lugar, a toda la familia, incluido Mateo, si ello era posible… Luego, a Ana María, para quien traía recuerdos de su padre, don Rosendo Sarró. Luego, los hermanos Costa. Luego, los ex empleados del Banco Arús, es decir, Alfonso Reyes, el cajero —¡el Valle de los Caídos!—, la Torre de Babel y Padrosa —¡Agencia Gerunda!—. Matías le habló de su sobrina Paz, la ex animadora de la Gerona Jazz. «Matarás dos pájaros de un tiro, puesto que está casada con la Torre de Babel». Luego, le gustaría asistir a una tertulia del café Nacional, que estaba allí enfrente. «Me presentas a tus correligionarios y armamos la gran juerga». Luego, Jaime, el librero, a quien Julio recordaba vestido de pobre y repartiendo periódicos…

—En fin, poco a poco iremos completando la lista. Matías dio la cara por su amigo. Se lo llevó primero a los soportales de la Rambla, deteniéndose en los escaparates y viendo al paso expresiones de asombro. Luego, a la Dehesa, cuyos árboles, por la proximidad de la primavera, empezaban a vestirse de gloria. Luego al barrio antiguo, pasando por delante de la jefatura de Policía, ¡de la que antaño fue amo y señor! San Félix, la catedral, los baños árabes, el palacio episcopal… Matías iba comentándole: «Está en proyecto un paseo arqueológico… El obispo actual, que se llama Gregorio Lascasas, sufrió hace poco una angina de pecho y pidió ser oído en confesión…» Julio, de vez en cuando, le interrumpía. «¿Y la Andaluza? ¿Está todavía por ahí?». «Pues claro. Y sigue abanicándose hasta en invierno». Iba acordándose de todo el mundo. Y Matías, a su lado, también. Hablaron del gigantón Teo, con su carro desbocado. Y de Porvenir, el gimnasta suicida. Y del Responsable y sus hijas y de su sobrino el Cojo…

«Teo y Porvenir están bajo tierra, ya lo sé. Pero los demás, ¿por dónde andarán?». En las escalinatas de la catedral se acordaron de Cosme Vila, que quería incendiarla. «¿Cómo se las hubiera arreglado?». En las murallas se acordaron del coronel Martínez de Soria, padre de Marta. «Me hubiera gustado salvarle, pero no pudo ser». Bajaron hacia el barrio de Pedret, San Pedro de Galligans y la calle de la Barca. Ahí pensaron en César, pero ninguno lo nombró. Entraron en el bar
Cocodrilo
y se llevaron la gran sorpresa. El patrón les dijo: «Perdonen, pero en este momento me disponía a cerrar».

Julio comprendió. El patrón acababa de darle con la puerta en las narices. Matías comentó: «Me lo temía. Todo el mundo está muerto de miedo». Nadie les saludaba al pasar, aun cuando Julio reconocía muchas caras.

Matías estaba desolado.

—Ya te lo advertiría Amparo. El ambiente es hostil… Todo el mundo teme comprometerse.

—¡Pero, Jaime…! ¡Los hermanos Costa!

—Ésos más que nadie. Un resbalón y les pegan un palo.

Julio meditaba. Se ladeó el sombrero. ¿Dónde sería bien recibido? Tal vez en la cárcel… Recalaron en el café Nacional, pese a no ser día ni hora de tertulia. ¡Albricias! Ramón, el camarero, se acercó a Julio y le apretó con fuerzas las manos.

—¿Qué les sirvo?

—Dos cafés…

—¡Ah, don Julio! Qué tiempos aquellos… Me contará cosas de América, ¿verdad?

* * *

Subieron al piso de la Rambla. Eloy estaba contentísimo con la pelota de rugby que trajo Julio.

—Se la he enseñado al míster y le ha gustado mucho.

—¿Quién es el míster?

—El entrenador del Gerona Club de Fútbol.

—¡Ah, claro!

Matías intervino.

—Eloy juega de delantero centro. Es una promesa.

—¿Una promesa? Pues a ver si la cumples, majo.

La caminata había sido de aúpa y Carmen Elgazu les invitó a que descansaran.

—¿Una taza de chocolate? Es de estraperlo…

—No, gracias. Carmen. Acabamos de tomar café ahí enfrente, en el Nacional.

Ni una palabra sobre los chascos recibidos. Matías no quería que Carmen Elgazu se enterara. Y para evitar que Julio se pusiera de malhumor se acercó al teléfono y empezó a marcar números para concretar citas. El resultado fue estimulante. Estaba invitado a comer o cenar en casa de Ignacio y Ana María. En casa de Alfonso Reyes y su hijo, Félix, el de los pies planos. En casa de la Torre de Babel y Paz. Manolo y Esther, que vivían en el piso que antaño ocuparan Julio y doña Amparo, no podían concretar fecha. «Esto, de entrada. Luego ya veremos. Pilar vendrá aquí con el niño, para que le conozcas. Ya sabes que se llama César. Lo que no sabes es que crece tanto que si sigue así pronto hará el servicio militar».

Julio suspiró. No estaba acostumbrado a ser rechazado. Al contrario. Lo mismo en París, que en Londres, que en Washington, se disputaban su compañía. Y he ahí que en Gerona cualquier mequetrefe se atrevía a darle la espalda.

En aquel momento se oyó en la cocina un ¡plaf! estruendoso. Eloy fue el primero en llegar y gritó: «¡Tío Matías!». Éste y Julio acudieron en seguida y encontraron a Carmen Elgazu tendida en el suelo. No había perdido el sentido, pero estaba pálida, tenía un sudor frío y balbuceó:

—Azúcar, por favor… Y un poco de chocolate.

Coma diabético. Moncho se lo había advertido a ella y a Matías. La diabetes daba estas sorpresas. De pronto se producía un bajón de azúcar y el enfermo sentía sudores de muerte, una gran fatiga, mareo y un hambre atroz. Matías actuó con la rapidez del rayo. Trasladaron a Carmen Elgazu a la cama y en seguida le dieron a beber un vaso de azúcar mezclado con agua y una buena porción de chocolate. Entretanto, llamaron a Moncho. Cuando éste llegó, al cabo de un cuarto de hora, Carmen Elgazu ya se había recuperado. Incluso se había incorporado y estaba sentada en el balancín del comedor.

Moncho le tomó el pulso, la tensión, le miró el fondo de los ojos y diagnosticó: «La crisis ha pasado». No obstante, ello les serviría de aviso. Carmen Elgazu debía llevar siempre consigo azúcar. A lo mejor el coma no le repetía, a lo mejor sí. Ello era imprevisible.

—Supongo que ha guardado la dieta necesaria…

—¡Cómo! Ni mirarme los pasteles. Y todo sin azúcar. Ya estoy acostumbrada.

Moncho fue presentado a Julio García. Ignacio le había hablado mucho de él.

—Lamento conocerle en estas circunstancias.

—Ya tendremos ocasión.

Eloy lloriqueaba en un rincón. Él hubiera deseado que «tía Carmen» se quedara en la cama. Le pareció imprudente, casi temerario, que se fuera al balancín.

Moncho se marchó, ante el desespero de Eloy.

—Eloy, hijo, ya todo ha pasado. ¿No lo ves? —y Carmen Elgazu se puso en pie.

—Sí, pero yo preferiría que Moncho estuviera en casa.

Matías le acarició la cabeza.

—Anda, tranquilízate… Y luego desafías a don Julio a un partido de futbolín…

La conversación se generalizó en torno al tema de las enfermedades. Matías tenía reuma y era hipertenso. Debía cuidarse. El último invierno, con la humedad de Gerona, lo pasó fatal. Carmen Elgazu, desde que le diagnosticaron la diabetes sufría trastornos visuales, pero no había perdido un ápice de su energía habitual. Daba gloria verla planchar y limpiar los cristales. Julio sólo había tenido, en Londres, un amago de angina de pecho, «lo mismo que el ilustrísimo señor obispo». Pero se había recuperado por completo. Amparo, una salud insultante, con sólo periódicos sofocos debidos a la edad.

—¿Y Pilar?

—Excepto el accidente del parto, perfecta.

—¿Ignacio?

—¿No lo viste? Hecho un atleta. Moncho lo vigila y le obliga a hacer excursiones y a esquiar.

—¿Mateo?

—La lesión de la cadera, nada más… —Matías añadió—: Se empeñó en ir a Rusia y se trajo como recuerdo un icono y una bala.

Hablaron de Rusia y de los Estados Unidos. Posiblemente fueran las dos potencias que habían ganado de verdad la guerra. «Aunque los Estados Unidos llevan la delantera. Su dios es el dólar y parece ser que es un dios que protege a quienes creen en él y le son fieles».

La velada terminó con el partido de futbolín de Eloy y Julio. Eloy le demostró que era algo más que una promesa. «Quiero llegar a ser internacional, como Pachín».

Al llegar por la noche al hotel Julio García se encontró con el anónimo: «Distinguido señor cabrón. Si no desapareces antes de una semana te levantaremos la tapa de los sesos. Recuerdos a tus hermanos de la logia Ovidio».

Subió a su habitación. Intentó sonreír, pero no pudo. Encendió únicamente la lámpara de la cabecera de la cama, se sentó en la butaca y nuevamente se puso a meditar. Procedió por eliminación. Míster John Stern le había dicho: «Desde el punto de vista oficial no tiene usted nada que temer. Ni le llamarán para declarar, ni le encerrarán en la cárcel, ni tomarán decisión alguna contra usted». Pero, claro, míster John Stern no conocía lo bastante el temperamento español y conocía mucho menos la actuación que él, Julio García, tuvo a lo largo de la preguerra y al comienzo de la guerra. Tampoco, como buen americano, le daba importancia al hecho de ser masón. A decir verdad, a Julio le hubiera extrañado que sus «adversarios», los fanáticos del Régimen, no dieran fe de vida. El propio Matías le había contado la paliza que recibió el librero Jaime y mil detalles de la represión. Seguro que el anónimo procedía de la Falange. Pero los máximos responsables de la Falange eran el gobernador, Mateo y Marta. El gobernador no querría de ningún modo enfrentarse con el cónsul y dedicarse a enviar papelitos. Y Mateo y Marta quedaban descartados, a menos que él no entendiera ni jota acerca del corazón humano.

¿Podrían haber sido unos bromistas? Tal vez. Al pueblo español le gustaban las bromas macabras. Se había informado sobre Jorge de Batlle, al que los milicianos habían fusilado los padres y siete hermanos: llevaba una vida tranquila, cuidando de su mujer, la maestra Asunción y de sus propiedades. Alfonso y Santiago Estrada, a quienes habían fusilado el padre, vivían apartados de la política. Quedaban los falangistas, los ex divisionarios, que podían haber obrado por su cuenta, sin el consentimiento de Mateo. Resumiendo, el anónimo tal vez fuera demasiado fuerte para responder a una realidad. «Te levantaremos la tapa de los sesos». Eso no podía hacerse en la Rambla ni a plena luz. Por lo tanto, debía abstenerse de excursiones nocturnas y de salir solo. A su lado, siempre Matías o Ignacio. O Alfonso Reyes. O la Torre de Babel…

Julio García tuvo miedo. El ataque podía producirse por sorpresa en el propio hotel Peninsular, como ocurriera aquella vez con el doctor Relken, al que los falangistas —quién sabe si Mateo tomaría parte en ello— entraron brutalmente en su habitación y le dieron a beber aceite de ricino y le pelaron al rape. Dejando dos colillas en el cenicero, llamó por teléfono a míster John Stern y pidió permiso para verle con urgencia. «Si no le importa, venga usted a mi habitación». Míster John Stern, que se hospedaba en el mismo piso, al cabo de unos minutos llamaba a la puerta y se presentaba ante Julio en pijama y con un espléndido batín que le cubría.

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