Gritaban:
—¡No hemos tenido nada que comer en tres días! ¡Nosotras no estamos enfermas! ¡No queremos ir al hospital!
El doctor Klein, quien generalmente estaba sereno y era el único alemán de Auschwitz que no vociferaba jamás, perdió los estribos. Su cara se le enrojeció y de repente se puso a gritar:
—¿Qué pasa en esta barraca? ¿Es que no quieren trabajar ya? ¿Quieren mandar a todo el mundo al hospital? ¡Yo les voy a enseñar lo que es bueno, ya verán! ¡Salgan de aquí! ¡Son ustedes un hato de haraganas!
Me estremecí al presenciar aquella explosión de cólera. Luego, al verle cómo se llevaba hacia la salida a algunas de las más fuertes, comprendí.
—Mire, doctor, aquí hay otra supuesta inválida —le dije, señalando con el dedo a una joven, que era matemática insigne.
—¡Salga de aquí! No quiero volverla a ver —voceó el doctor Klein.
Más tarde, los siniestros camiones de la muerte se presentaron para llevarse otras 284 víctimas a la cámara de gas. Aquel día, salvamos a treinta y una de una muerte segura. Todo, gracias a que el doctor Klein tuvo un raro gesto de humanidad… para ser un miembro de las
SS
El siguiente domingo, fuimos castigadas nosotras. No recuerdo por qué, pero no era la primera vez que pasábamos un domingo entero delante de las barracas de rodillas y en el barro, porque había llovido por la mañana.
Llevábamos arrodilladas una eternidad. El tiempo parecía haberse detenido. La lluvia volvió a caer de nuevo. Teníamos que seguir de rodillas, inmóviles, y con los brazos levantados hacia el cielo. Una esquirla de vidrio me había cortado la rodilla derecha, pero no me atrevía a moverme por miedo a que me aplicasen otro castigo.
De pronto, alguien me llamó. Era el doctor Klein. Me levanté y corrí hacia la puerta del campo, donde estaba esperándome.
—Nunca había venido al campo en domingo —declaró—, pero como ayer le prometí traerle medicinas para sus inválidas, no he querido dejarlo de cumplir. Aquí las tiene, le he traído numerosas muestras.
Según extendía la mano para hacerme cargo de la gran caja de cartón, sentí una mano en el hombro. Me volví. Era Irma Grese… ¡armada de su látigo!
—¿Qué está usted haciendo aquí, puerca? —me gritó—. ¿No sabe que no puede abandonar la formación?
—Es que la llamé yo —le contestó el doctor Klein por mí.
—No tiene derecho a hacer tal cosa,
Herr Oberarzt
. Hoy es domingo, y aquí no pinta usted nada.
—¿Y se atreve a prohibirme venir?
—¿Por qué no? —le contestó Grese con una sonrisa burlona—. Tengo perfecto derecho a hacerlo. No se olvide, doctor, que soy yo la que da órdenes aquí.
—Podrá ser, pero a mí no —replicó él—. Soy el médico jefe y tengo derecho de venir cuando me parezca oportuno.
La bella Irma Grese se mordió los labios, pero no se dio por vencida. Desfogó su cólera sobre mí.
—¡A su sitio, inmediatamente, bicho inmundo! —chilló.
—No, todavía no —se opuso Klein con toda tranquilidad.
—No se meta en esto,
Herr Oberarzt
. Ya hace mucho tiempo que la conducta de usted ha sido de lo más raro. Puso en libertad a algunas enfermas que estaban encerradas en los lavabos. Se presenta en el campo los domingos, aparentemente para traer medicinas, pero en realidad para inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia. Ha contravenido usted mis órdenes, y tendrá que responder por ello.
—Yo asumo la responsabilidad de todo. Soy mayor médico de las
SS
.
—Pues le advierto,
Oberarzt
, que está usted realizando un juego peligroso.
—Eso es cosa mía. No se preocupe por mí. Venga —añadió, dirigiéndose a mí—, sígame.
Me hizo una seña, como si Irma Grese no existiese para nada.
Echamos a andar por la
Lagerstrasse
, entre las dos filas de barracas. El rubio «ángel de la muerte» se quedó plantada, como si hubiese echado raíces en la tierra, pero temblando de rabia.
Todo el mundo sabía en el campo lo rencorosa y vengativa que era Irma Grese. Mi situación era de lo más delicada. Traté de esconderme, pero fue inútil. ¿Dónde podía esconderse una persona en Auschwitz?
Dos horas después de que me dejó el doctor Klein, me encontraba de pie sobre la gran piel de lobo que servía de alfombra a la oficina de Irma Grese. Preveía lo que me tenía reservado. Alguien tenía que pagar por la humillación de que había sido víctima. Y ese alguien era yo. Menos mal si me mataban de repente, sin someterme a torturas horrendas. Ya sabía lo que eran capaces de hacer aquellos verdugos sin piedad.
—¿Quién es usted? ¿Dónde conoció al doctor Klein? ¿En qué idioma hablan ustedes dos? —me preguntó Irma Grese sin tomar aliento y echando chispas por los ojos.
—El
Oberarzt
procede de la misma región que yo, de Transilvania, y le hablo en mi lengua nativa —le contesté—. Lo conocí aquí, en el campo. Soy estudiante de medicina.
—¡Vaya, vaya! ¿Se puede saber cómo se llama usted? —inquirió Irma Grese.
Aquella sí que era una pregunta desconcertante en Auschwitz-Birkenau, donde no éramos más que números, ni mujeres siquiera.
Entre tanto, aquel diablo rubio se había levantado de su asiento.
—De ahora en adelante le prohíbo acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Si se dirige él a usted, no le contestará. Si la manda llamar, no irá. ¿Comprendido? Y ahora, contésteme: ¿Por qué me desobedeció? ¿Cómo no volvió a la revista cuando se lo ordené?
—Pertenezco al personal de la enfermería. Creí que tenía que obedecer al doctor Klein.
—¿Conque eso era lo que creía usted? ¡Pues a mí es a quien tiene que obedecer, a mí sola!
Con lentitud calculada, sacó un revólver de su mesa y avanzó hacia mí. Formábamos un rudo contraste: yo, con la cabeza rapada, andrajosa, sucia, empapada de lluvia, y ella con el pelo magníficamente peinado y cuidado, con su belleza deslumbradora y su maquillaje perfecto. El impecable vestido hecho a la medida realzaba su esbelta figura.
—¡Puerca! —silbó entre dientes.
Me aparté, encogida, del cañón frío de su revólver cuando me lo pasó por la sien izquierda. Sentí su cálido aliento.
—Con que tienes miedo, ¿no?
De pronto, descargó la culata de su arma sobre mi cabeza, una y otra y otra vez. Me golpeó la cara con el puño, una y otra vez.
Probé el sabor de mi sangre. Me tropecé y fui a caer sobre la piel de lobo.
Cuando abrí los ojos, estaba tirada en el barro, bajo la lluvia, que seguía cayendo. La campana del campamento tañía, llamando a otra «selección». Herida, cubierta de sangre, me levanté y corrí hacia mi barraca para no faltar a la formación.
Al volverme, vi a Irma Grese que venía del
Führerstube
, látigo en mano, para designar el nuevo grupo que iría a cebar la cámara de gas. Por qué no me «seleccionó», o me pegó un tiro, o me mató de alguna otra perversa manera, es algo que no sabré nunca.
«Organización»
—
T
enemos que resistir —susurró el día que llegó un viejo internado, que estaba trabajando en la carretera de nuestro campo. Nos acababan de rapar la cabeza y temblábamos bajo nuestros harapos, esperando a que las ambulancias nos permitiesen pasar—. Y para resistir —añadió—, no hay más que una cosa: «organizar».
Durante los largos días que siguieron, me pregunté muchas veces qué significaría aquella palabra, «organizar». ¿Qué había que organizar? Me llevó bastante tiempo todavía comprender el verdadero sentido de «organización». Fui atando cabos sueltos. El consejo del viejo picapedrero, más las recomendaciones de otras internas, me dieron la respuesta. «Si no quieres morir de hambre, no te queda más que un remedio: robar». De pronto lo entendí: «Organizar» significaba robar.
Lo que sucedió después vino a confirmar mi interpretación. Sin embargo, el vocablo «organizar» contenía un matiz que no calé durante algún tiempo. Quería decir robar, pero robar a expensas de los alemanes. De aquella manera, el robo se convertía en una acción noble y hasta beneficiosa para las deportadas. Cuando las empleadas del «Canadá» o de la
Bekleidungskarnmer
robaban prendas de abrigo para sus camaradas deficientemente vestidas, no cometían un hurto común: aquello era un acto de solidaridad social. Cuanto más quitaba una a los alemanes para mandarlos a las barracas del campo con objeto de que lo usasen las internas, en lugar de que lo despachasen a Alemania, tanto más se ayudaba a la causa.
En consecuencia, las palabras «robar» y «organizar» no eran totalmente sinónimas. Pero, desgraciadamente, no era fácil trazar la línea divisoria. Muchas veces ocurre que el hombre habla con orgullo de sus acciones menos nobles. Y el vocablo «organización» se utilizaba muchas veces para cubrir hurtos y raterías bajas.
—Me has quitado la ración de pan —se quejaba a lo mejor una internada—. ¡Esto es un robo!
—Oh, lo siento —replicaba entonces la acusada—, no sabía que era tuyo. Y no me hables de robo… ¡Esto no es más que «organización»!
Así ocurría. Parapetadas tras esa palabra, algunas prisioneras hurtaban a sus vecinas sus miserables raciones, acuciadas por el hambre. Muchas que andaban mal vestidas, se robaban los míseros harapos de otras en los lavabos.
Sin embargo, en aquella caldera hirviente de Auschwitz-Birkenau, las barreras sociales se derrumbaban y los prejuicios de clase se desvanecían. Había campesinas sencillas y sin educación que realizaban verdaderas maravillas de «organización», dando prueba de magnífico desinterés, en tanto que otras mujeres de mundo, cuya moralidad nunca había sido puesta en tela de juicio, se dedicaban a la «organización» en detrimento de sus camaradas. Sus acciones acaso no tuviesen consecuencias graves, pero no por eso dejaban de ser menos significativas.
En septiembre de 1944, nuestro amigo «L» logró «organizar» cinco cucharas. Las cedió generosamente a miembros del personal de la enfermería que lo habían atendido. Yo no sabía cómo expresar mi alegría cuando recibí aquel objeto tan sencillo y corriente en la vida civilizada. Durante meses y meses había estado comiendo sin cuchara ni tenedor, teniendo que sorber o lamer como un perro la comida de la cazuela, igual que todas. Por eso, la cuchara me hizo muy feliz.
Imagínese cuál sería mi disgusto, cuando, unos cuantos días después, desapareció. Realicé una investigación a fondo y descubrí la verdad: la ladrona era nada menos que la esposa de uno de los industriales más ricos de Hungría, una multimillonaria, que estaba acostumbrada a lujos verdaderamente fabulosos. En Birkenau, donde sólo los seres humanos dotados de moral excepcional podían seguir siendo buenos y honrados, la ex millonaria demostró no estar suficientemente dotada de ese sentido de moralidad. Este incidente me alarmó por el porvenir de estas internas si algún día salían vivas de los campos de concentración. Sin embargo, de momento, teníamos que hacer lo que pudiésemos para vivir cada día.
Llevaba ya varias semanas en la enfermería cuando una amiga me dijo que una prisionera de la barraca nº 9, llamada Malika estaba vendiendo material de lana a cambio de pan y margarina. Yo estaba necesitando urgentemente una chaqueta de lana. No tenía pan ni margarina, pero sí una amiga a la cual se lo podía pedir prestado. Malika era policía femenina, cuya función consistía en blandir el palo para separar a las internas de la alambrada de púas. Muchas deportadas trataban de comunicarse con las del campo checo. Obligación de Malika era, impedir el mercado en especie.
Cumplía con su deber a conciencia. Durante las horas en que estaba de servicio, nadie podía negociar con las checas. Bueno, nadie, menos la misma Malika. Ejercía un monopolio completo. Aquella antigua vendedora de frutas se convirtió en la primera «mujer de negocios» del campo.
La amiga que me dio la información quería comprar también una blusa blanca, para lo cual me acompañó a la barraca nº 9. Malika no estaba allí. Esperamos.
Habíamos destinado la ración del día a la compra de la ropa, con lo cual estábamos torturadas por el hambre. De la barraca nos llegaban aromas que nos proporcionaban el suplicio de Tántalo. La «
Califactorka
», o sea, la criada de la
Blocova
, estaba preparando un plato de «
plazki
»
[24]
para su ama. Para las presas como nosotras, el
plazki
era una especie de sueño inasequible. Sólo las
Blocovas
y algunas otras empleadas podían permitirse aquel lujo, y eso de cuando en cuando nada más. No pudimos menos de mirar con voracidad a la sartén. ¡Cómo suspiramos al percibir aquella fragancia tentadora!
La
Califactorka
nos hizo una seña.
—Quiero hacer un trato con ustedes —dijo en voz baja—. Tráiganme unas cuantas tabletas de aspirina y yo les daré un trozo de
plazki
. Me duele mucho el oído, y no quiero esperar en la cola de la enfermería.
Mi amiga me llevó aparte. Comprendí la batalla que se estaba librando en su interior. Tenía dos tabletas de aspirina. La aspirina escaseaba mucho en el campo, y cada tableta representaba un tesoro. ¿Teníamos derecho a comerciar con ellas en provecho personal?
Luchamos con nuestra conciencia mientras el aroma del
plazki
nos torturaba. Mi amiga llegó por fin a una decisión.
—Como la
Califactorka
tiene dolor de oídos, de todos modos recibiría la aspirina en la enfermería. Lo único que tenemos que hacer es ahorrarle el tiempo que se había de pasar en la cola. No creo que sea un crimen dársela ahora. ¿No te parece?
Tuve la debilidad de acceder. Sin embargo, en nuestro corazón sabíamos que no había derecho a aquello. Porque las medicinas estaban tan escasas en la enfermería que teníamos que reservar la aspirina para casos más graves que un simple dolor de oídos. Aun guardando la cola, era dudoso que la
Califactorka
recibiese una tableta. Pero eso no hacía al caso: habíamos abusado en beneficio propio del puesto que ocupábamos en el campo. En circunstancias normales, dudo que tanto mi amiga como yo hubiésemos caído tan bajo. Pero estábamos en Birkenau-Auschwitz, y nos moríamos de hambre.
Con sumo cuidado, mi amiga deslizó las dos tabletas de aspirina para que las cogiese la
Califactorka
. Ella a su vez, partió un
plazki
en dos con sus sucias manos y nos lo pasó furtivamente.